Resucitada con la puesta en marcha de una nueva trilogía tras el estreno de El despertar de la Fuerza en 2015, el estudio Disney sigue dispuesto a explotar la saga Star Wars mediante una serie de precuelas inspiradas en personajes y sucesos de las cintas originales, estrenadas entre 1977 y 1983. Así, la moderadamente entretenida, pero irrelevante Rogue One narra el robo de los planos de la Estrella de la Muerte, suceso que desencadena los acontecimientos expuestos en el episodio IV dirigido por George Lucas.
El científico Galen Erso (Mads Mikkelsen) es separado de su familia y obligado por el Imperio a completar la construcción de una nave capaz de destruir planetas. Quince años después, la Alianza Rebelde rescata de prisión a su hija, Jyn Erso (Felicity Jones), y trata de utilizarla para encontrar a su padre, asesinarlo y evitar que la Estrella de la Muerte entre en funcionamiento. Sin embargo, un holograma enviado por Galen alterará los planes de los sublevados y de la propia Jyn.
Si bien el filme podría haber desarrollado y profundizado en la búsqueda que conduce a los mapas y, de ese modo, enriquecer el suspense, el guion de Tony Gilroy y Chris Weitz apenas presta atención a la intriga, resuelta sin grandes complicaciones, y se decanta por la acción, con especial atención a las huidas, los viajes entre planetas, los combates y ciertas pérdidas. Pese a la buena factura técnica, esos lugares comunes rara vez sorprenden y, por momentos, ni siquiera mantienen el interés del espectador. De hecho, tan solo el tramo final de la película, en el que se lleva a cabo el robo de los planos, destaca por las coreografías de los combates, el montaje vibrante y la pertinente banda sonora de Michael Giacchino.
En un primer momento, la película parece dispuesta a explorar los dilemas morales de sus protagonistas y las respectivas paletas de grises con el objetivo de evidenciar las contradicciones de los presuntos héroes y supuestos villanos. Sin embargo, la presentación del revolucionario radical Saw Gerrera (Forest Whitaker) y su banda no tiene desarrollo, mientras que la actitud apolítica e indiferente de Jyn enseguida da lugar a un compromiso total con la causa rebelde. Aunque Rogue One esboza caminos alternativos, actuales y más complejos para la franquicia, no se atreve a transitarlos. No en vano, los comentados paralelismos entre la película de Gareth Edwards y el actual contexto político estadounidense parecen simples coincidencias extrapolables a diversos escenarios sociopolíticos del pasado y no tanto una decisión consciente.
Por supuesto, los personajes esquemáticos y sin carisma, con sus motivaciones y traumas apenas esbozados, no despiertan la empatía de la audiencia. Desde luego, no nos encontramos frente a los herederos de Han Solo o la princesa Leia y ni siquiera el robot K-2SO resulta tan cómico o memorable como sus predecesores, incluido el esférico BB-8.
Ante semejante superficialidad, los intérpretes se limitan a adoptar expresiones severas, graves o apesadumbradas que únicamente refuerzan el vacío y la frialdad de los protagonistas. Frente a Rey en el séptimo episodio, activa, decidida, independiente y con cierta personalidad, Jyn es una pobre sombra. El ser al que da vida Felicity Jones se aproxima más a un robot que a una mujer fuerte. Más interesante resulta el lúgubre capitán al que da vida Diego Luna, que reúne de forma más lograda las contradicciones de un héroe y cuenta con un arco dramático completo. El resto del reparto no va más allá de la corrección.
Con respecto a los efectos visuales, resultan eficaces, especialmente en el segmento final, a pesar de las escasas novedades, mientras que la fotografía oscura en los primeros dos tercios del filme es demasiado obvia y su claridad en el tercer acto, algo improcedente.
En el fondo, da la sensación de que guionistas, productores, director y estudio eran conscientes del papel secundario de esta precuela y han desaprovechado la oportunidad de convertir a Rogue One en parte emblemática de la saga galáctica.