Pocos géneros plantean al director tantas dificultades para salir airoso como el melodrama. Un paso, acento o subrayado de más, y el resultado será sensiblero, patético e inverosímil. Un excesivo distanciamiento y la película parecerá fría. Sin embargo, dar con el punto medio es posible, como demostró el año pasado Todd Haynes en la excelente Carol. En 2016, Derek Cianfrance evidencia que es muy fácil fracasar con La luz entre los océanos, cinta capaz de provocar una subida de azúcar en el espectador y, al mismo tiempo, generar una indiferencia absoluta.
Basada en la novela homónima de M.L. Stedman, el filme narra la historia de Tom Sherbourne (Michael Fassbender), un soldado de la I Guerra Mundial que trabaja como farero en una isla remota, y su esposa Isabel (Alicia Vikander). Tras sufrir dos abortos, un bote con un hombre muerto y un bebé llega a la costa. Pese a las reservas iniciales de Tom, el matrimonio decide adoptar y criar a la recién nacida sin informar a las autoridades. Cuando descubren la existencia de la madre biológica de la niña (Rachel Weisz), su mundo comienza a derrumbarse.
Ante todo, nos encontramos frente a un trabajo deshonesto que convierte a dos delincuentes en víctimas e intenta generar la empatía del espectador mediante una exagerada manipulación emocional. ¿Imaginan una película centrada en el drama de los padres adoptivos de un niño robado, desgraciados por su incapacidad para concebir? La luz entre los océanos, frívola y, a ratos, delirante, navega por ese terreno resbaladizo. Aun así, el azucarado sentimentalismo da lugar a una notable indiferencia, si no a un hartazgo insoportable. El acento sobre las emociones desemboca en una obra inverosímil, inmoral y corrompida, tan edulcorada y sensiblera como distante.
En su empeño por lograr la condescendencia de la audiencia, Derek Cianfrance dedica la primera mitad del metraje a mostrar los pormenores de la vida conyugal de los protagonistas en la remota isla. Con monotonía y sin apenas sustancia ni alicientes, la cámara pasea por los paisajes y el hogar familiar con el objetivo de describir su profundo amor y su dramática incapacidad para dar a luz. Todo resulta impostado y ejemplifica a la perfección las diferencias entre el lenguaje literario y cinematográfico. Si sobre el papel basta el monólogo interior de un personaje mientras pasea por el monte, en la pantalla las mismas imágenes deben ser expresivas para no caer en el vacío y la redundancia.
Además, la fallida presentación de la vida matrimonial pospone la introducción del conflicto principal, reducido a un simple dilema amoroso más propio de una telenovela, sin demasiados matices ni dilemas. El acto final es un despropósito absoluto, con unas transformaciones imposibles de los personajes femeninos.
En el reparto, ni Michael Fassbender ni Alicia Vikander ofrecen interpretaciones memorables. El actor irlandés, extrañamente acartonado e incómodo con su papel, fracasa en su intento por transmitir el trauma posbélico de su personaje, así como las dudas y el remordimiento tras la adopción del bebé. La vida interior del farero apenas se intuye en su rígida composición. La actriz sueca tampoco resulta convincente a la hora de dar vida a una mujer frustrada ante la incapacidad de tener hijos pero, en un principio, enamorada de su marido. Las reacciones de su personaje resultan menos coherentes a medida que avanza el metraje y en absoluto generan la empatía a la que tan desesperadamente aspira la película. Por supuesto, la química entre Fassbender y Vikander brilla por su ausencia.
Si hay una cualidad redentora en La luz entre los océanos, es la interpretación de Rachel Weisz, conmovedora, creíble y cautivadora en sus breves apariciones. Con el acento puesto en la mirada, transmite la devastación de su personaje de forma contundente y bastante sutil. Solo los giros imposibles del guion amenazan con hundir una notable labor. Si la película se centrara en su tragedia, ganaría varios enteros