El otoño y el invierno son épocas de frío, lluvia y nieve. El cuerpo pide recogimiento. La familia y amigos se reúnen en torno a la chimenea para contar historias. La imaginación campa a sus anchas. Las leyendas son las protagonistas. Es una época mágica. De hecho, los relatos que se narran en esta época –sean cortos o largos, divertidos o terroríficos– «son algo así como la biografía de la humanidad», asegura Joaquín Díaz, folklorista y creador de la fundación que lleva su nombre. En definitiva, «las leyendas son parte de la tradición. Explican muchas cuestiones sobre la forma de ser de los pueblos, sobre su trayectoria histórica, sobre cómo se ven a sí mismos», explica José Antonio Alonso, técnico en Etnografía de la Diputación de Guadalajara.
Precisamente, desde la caída de la hoja hasta la aparición de los primeros brotes primaverales, las historias ancestrales y las tradiciones ocupan un espacio muy relevante. Se mira hacia el pasado. Sólo hay que observar el 1 de noviembre. ¿Fiesta de ánimas? ¿Halloween? «La Iglesia católica instituyó esta celebración para conmemorar a todos los santos que, sin canonizar, ya están en la presencia de Dios», asegura José Antonio Alonso. Sin embargo, la mencionada fecha «coincide con ritos anteriores. Según parece, todo esto tiene relación con la celebración del año nuevo celta y con el fin del verano. Es una fiesta de transición», complementa.
No es casualidad, por tanto, que durante los últimos años se hayan introducido nuevas tradiciones que, aunque parezcan foráneas, no lo son tanto. «La creencia de que hay un límite, pero también una comunicación, entre el mundo de los vivos y de los muertos es antiquísima. De hecho, algunas celebraciones célticas, como la del Samhain constituían la transición entre las dos partes más importantes en que se dividía el año. Y ese día, los espíritus volvían a la tierra», describe Joaquín Díaz.
En este sentido, y «desde un punto de vista antropológico, Halloween se trata de una fiesta de ida y vuelta. De Europa llegó a América y de allí retornó e irrumpió con mucha fuerza otra vez, debido a la fuerte incidencia de los medios de comunicación», asegura Alonso. De hecho, fue una cita que se transmitió por los inmigrantes irlandeses, llegando a Estados Unidos y Canadá en el siglo XIX. Y a partir de las décadas de 1970 y 1980, la producción cinematográfica y televisiva estadounidense la puso otra vez en el candelero internacional. «Lo que se ha vuelto a importar es la nueva estética y algunos elementos. Los ritos, además, evolucionan con el paso del tiempo», corrobora el técnico de la diputación guadalajareña.
Y en esto, llegó Guadalajara
Más allá del referido debate, en España hay una gran variedad de tradiciones durante el otoño y el invierno. Es una riqueza que transciende la dicotomía de Todos los Santos o Halloween. Un ejemplo de ello es Guadalajara, donde se puede disfrutar de diferentes iniciativas. Entre ellas se encuentran las luminarias u hogueras. Las mismas tienen un importante componente cultural y social. «El fuego se suele relacionar con ritos de purificación, pero tampoco podemos olvidar que es un elemento que sirve para reunir a las personas en torno suyo», asegura José Antonio Alonso. «Casi siempre eran fiestas relacionadas con la luz solar, bien porque decaída o porque se incrementaba de día en día», añade Joaquín Díaz.
En Guadalajara son varias las localidades que celebran luminarias. Entre ellas, Horche –en diciembre– o Alustante, en enero. «En el primero de los municipios se encienden 12 hogueras, una por cada uno de los esclavos de la Cofradía de la Purísima. En la localidad molinesa, sin embargo, las llamas podrían tener un carácter protector contra la enfermedad del "fuego de San Antón", que se producía por la ingestión del cornezuelo del centeno», explica Alonso.
Pero si hay una celebración reconocida en Guadalajara durante el otoño y el invierno, ésa es la de las botargas. Consiste en «una figura ataviada con vistosos trajes multicolores, cubierta la cara con una máscara […], más una buena ristra de cencerros colgados del cinto, una joroba adornando la espalda y una cachiporra en la mano, con la que trata de golpear a los asistentes», describía José Ramón López de los Mozos en su libro Fiestas Tradicionales de Guadalajara.
Por tanto, nos encontramos ante una representación peculiar –la de la botarga– que en cada lugar adquiere una significación diferente. «En términos generales es posible que en sus remotos orígenes estos personajes podrían haberse constituido como una especie de magos relacionados con la propiciación de la fecundidad. Pero ahora juegan otros papeles, que han ido sumando. El cristianismo influyó bastante en la adopción de los mismos», describe Alonso. «Hoy forman parte de muchos ritos católicos. Pero, en algunos casos, asumen la función de directoras de las danzas y de animadoras de la fiesta», complementa el experto arriacense. «Suelen ser representaciones de lo profano –identificado por la Iglesia con la maldad–, que se rendían ante lo divino en una serie de largas danzas», añade Joaquín Díaz.
En definitiva, las botargas son una celebración que se encuentra relativamente extendida por Guadalajara, gracias a la labor de conservación y recuperación que se ha realizado últimamente. Y, aunque se pueden encontrar ejemplos de esta fiesta a lo largo de todo el año, cuando tiene más presencia es durante los meses de enero y febrero. «La mayoría aparecen en pueblos de la vega del Henares y presierra: en torno a Humanes y Cogolludo», añadía José Ramón López de los Mozos.
De Navidad a Carnavales
Otras tradiciones muy aceptadas dentro del ciclo invernal son las navideñas, cuyos orígenes se hunden en la época romana. De hecho, se relacionan con las fiestas solsticiales o saturnalias, en las que se celebraba el alargamiento de los días. Se trata de una opinión que comparten José Antonio Alonso y Joaquín Díaz, quien señala que el origen, incluso, puede ser anterior. «Basilio Sebastián Castellanos recordaba en varias descripciones las fiestas organizadas por chinos y persas para darse el año nuevo», asevera.
Unos inicios ancestrales que también se observarían en las rondas, tan habituales en Navidad. Sus raíces pueden encontrarse en tradiciones paganas que acabaron cristianizándose, como los aguinaldos. «Algún autor los vincula con costumbres celtas», asegura José Antonio Alonso. También se habla que este tipo de comportamientos musicales podrían entroncar con los miedos a la oscuridad nocturna. Así lo defiende Joaquín Díaz. «Los antiguos creían firmemente en que la luna era la única defensa contra la noche –habitual amparo de todas las maldades imaginables–, por lo que solían gritar para animarla en el firmamento y evitar que cayera», describe. «Esa misma obsesión se manifestaba en la costumbre de imitar el canto del gallo, por ser un animal que traía con su aviso la luz de la mañana y, por lo tanto, de la vida. De hecho, en muchos lugares todavía hoy se finalizan las Rondas con una especie de quiquiriquí o grito vital que trata de augurar una luminosa existencia», añade Díaz.
Precisamente, cuando el día ya ha ganado terreno a la noche llega el Carnaval. Es una época que se constituye como «un tiempo de libertad suma y de subversión contra la autoridad», indica Joaquín Díaz. Durante el mismo, se produce un cambio de roles. «Existe licencia para liberar los demonios más subterráneos de las cadenas de la sensatez cotidiana», indica el mencionado folklorista. Sin embargo, las tradiciones –como la vida– evolucionan. «Actualmente existen otro tipo de represiones y el Carnaval ha perdido su simbolismo original, pero se mantiene como fecha necesaria para invertir los papeles de la sociedad», complementa Díaz.
Por ello, todavía se conservan vivas determinadas celebraciones que recuerdan ese cambio de funciones. Entre ellas se encuentra la de los diablos de Luzón, en Guadalajara. «Este ejemplo representa la personificación del mal, […] pero también la transformación de las personas en fieros animales», señala José Antonio Alonso. La misión de estos personajes –vestidos y pintados de negro, con unos cencerros a la cintura y coronados por unos enormes cuernos– «consiste en asustar a las mujeres y dar miedo con su estruendo», añadía López de los Mozos.
Unos conceptos que se repiten en los vaquillones de Robledillo de Mohernando y de Villares de Jadraque. Dos fiestas carnavalescas en la que vecinos se atavían con arpilleras –e, incluso, con capas rojas, como en el caso de Villares– que les cubren todo el cuerpo. También portan amugas, en cuyos extremos hay unos grandes cuernos y cencerros. «Son el símbolo del cambio de personas en animales, de esta inversión de papeles», observa Alonso.
El último día del Carnaval es el Miércoles de Ceniza, momento en el que, según la Iglesia, se debe dar paso al recogimiento de la Cuaresma. Ésta es la jornada en la que aparecen los chocolateros de Cogolludo. «Se trata de un grupo de jóvenes disfrazados con pantalón y camisa blancos y faja roja, que cubren su rostro con máscaras», explicaba López de los Mozos. Recorren las calles de la localidad, acompañados por un brasero lleno de chocolate. Su objetivo es ir ofreciendo el dulce a los viandantes, para que rompan el ayuno de ese día. Por ello, «para algunos representan al demonio y a las fuerzas del mal, que hacen caer en pecado a los que comen el chocolate que se les ofrece», concluía el mencionado experto en su libro.
Por tanto, las tradiciones tienen un gran elemento simbólico. Hablan de los usos del pasado. Sin embargo, son esenciales para construir el presente. Lo mismo ocurre con la historia. Quien no la conoce, está condenado a repetirla. En consecuencia, ¿qué mejor opción para la época otoñal e invernal que recorrer algunos de los pueblos de España y Guadalajara con el fin de conocer las mencionadas costumbres? Y si, además, tras este recorrido se degustan unas viandas de la tierra en torno a una chimenea, mejor que mejor.
Santa Águeda, la fiesta de las mujeres
Una de las celebraciones más llamativas de Guadalajara –aunque también se celebra en otros puntos de España– es Santa Águeda. Tiene lugar el 5 de febrero y se caracteriza por el cambio de roles. Las mujeres son las que toman el mando. Incluso, se nombra una alcaldesa de honor, que recorre las calles con el bastón de mando. «La sociedad busca sus vías de escape. Por tanto, esta fiesta es posible que venga de la necesidad de protagonismo de las mujeres durante un día, dado que normalmente son los hombres –sobre todo hasta fechas recientes– los que tienen mayor protagonismo social», indica José Antonio Alonso.
En Guadalajara son muchas las localidades las que celebran esta tradición. Cogolludo o Málaga del Fresno son dos ejemplos. Pero, quizá, el caso más conocido sea el de Espinosa de Henares. Se elige a la alcaldesa mayor, hay actos religiosos, caridades, comida de hermandad, bailes… Incluso celebran una luminaria que tiene sus propios orígenes. «La leyenda cuenta que al salir de la misa en honor de la santa, las mujeres vieron a dos leñadores con sus acémilas cargadas de haces destinados a la venta. Una leña que les obligaron a descargar y a la que, debidamente amontonada, prendieron fuego, dando lugar a una fogata que con el tiempo llegó a convertirse en tradicional», comenta José Ramón López de los Mozos.