América es un continente donde los desastres naturales se producen con frecuencia. Huracanes, terremotos, tornados o sequías suelen desplazarse desde el norte hasta el sur del extenso territorio. Podría parecer que tiene algo que ver con el esplendor de su naturaleza, la riqueza de su ecosistema y la brillantez de sus paisajes. Sus hijos, en forma de maravillas, no pueden surgir de un clima rutinario. En los últimos días fue el huracán Matthew, que asoló la isla de Haití y dejó cuantiosos daños a su paso por Colombia, Costa Rica, Estados Unidos o Cuba (la isla fue la que demostró tener mejores protocolos de seguridad que los países de su contexto geográfico). Pero si existe un terremoto que ha asolado las mentes de quienes veían la posibilidad de acabar con una de las guerras más largas de la historia, ha sido la negación de la ciudadanía colombiana a los acuerdos de paz propuestos por el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Curiosamente, el mismo día que el huracán Matthew azotaba la costa del Caribe colombiano, el plebiscito que el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, había convocado para consultar al pueblo colombiano su opinión acerca de los acuerdos de paz daba como resultado una de las mayores sorpresas de la democracia en el mundo.
Con la comunidad internacional volcada en un Sí que parecía que no se podía escapar, los grandes líderes mundiales mostrando su apoyo a los acuerdos, y una campaña mediática que apenas dejaba espacio a las voces que se levantaban en contra, el resultado final golpeó al pueblo colombiano, que tardó en salir del aturdimiento. Tanto los que votaron que sí como los que votaron que no, se han refugiado en los últimos días en un caparazón en busca de respuestas. De hecho, el líder del No y expresidente de Colombia, Álvaro Uribe, no se presentó a la primera reunión con el presidente del país Juan Manuel Santos, en la que se esperaba que comenzaran a trabajar juntos de cara a una renegociación, que siempre deberá ser refrendada por la otra parte, las FARC. En los siguientes días, Uribe trató de mostrar una presencia de líder capaz de llevar la paz a buen puerto. Pero, lejos de su ambición algo farisea, puesto que él conoce mejor que nadie Colombia, la sociedad, incluso quienes votaron que no, le han dado la espalda. No es un portazo sonoro, seco, de enfado, sino que la puerta chirrió hasta que golpeo el quicio, con tristeza, porque así ven los colombianos a sus políticos. Que el sí no ganara no conlleva el respaldo a Uribe. De hecho, son pocas las personas que han inflado la idea de que Uribe debe llevar las nuevas negociaciones. En esta ausencia de liderazgo, que no tiene por qué ser mala, puesto que es la sociedad civil colombiana la que se debe reconciliar, sí que existe una falta de asideras para los ciudadanos. Un limbo en el que la mayor de las seguridades la proporciona la, con frecuencia, tildada malvada guerrilla. Los líderes de las FARC se han apresurado a asegurar que el cese de violencia es duradero, a pesar de que Juan Manuel Santos solo ha podido asegurar la tregua hasta el 31 de octubre. Quizá, donde se debe apuntar la mirada es hacia las FARC, puesto que no se conoce si sus primeras espadas contienen el apoyo de los soldados. Un simple cambio en los acuerdos puede desembocar en una división entre los guerrilleros. De hecho, los mensajes de tranquilidad de Raúl Márquez o Timochenko, líderes de las FARC, parecen estar más dirigidos hacia la sociedad colombiana que a sus correligionarios, lo cual, visto desde una perspectiva más amplia, puede parecer peligroso.
Vista la situación, sin líderes en un bando y sin la confirmación de que los del otro tengan el apoyo de quienes portan las armas, Colombia se abre en canal sin saber qué va a ser de ella. El dato más optimista es que, sin duda, en todo el país se ha liberado una fuerza de reconciliación, a modo de último suspiro de quien parece que va a morir. Parece que todas las partes aspiran a una paz y parece complicado que en un futuro haya una corriente que trate de traicionar al adversario. Esta circunstancia puede ocurrir por dos causas: la primera, es que todas las personas han decidido poner fin a un conflicto por razones éticas; la segunda, que quizá es más realista, surge de la seguridad que tienen ambas partes de que económicamente va a ser mucho mejor para ellos mismos la paz planteada. En ocasiones, parece que el mundo mira la mesa de sus problemas y decide que debe acabar con alguno de ellos. Es evidente que Colombia era un archivador que nunca se ordenaba en un contexto global. Ahora muchísimas empresas multinacionales tienen su punto de mira en la solución de un conflicto que puede dar muchos beneficios a sus arcas. En contra, están las demás que piensan que un territorio bajo la ley del viejo Oeste será mejor para sus intereses. Veremos quién gana.
La pregunta que se hace todo el mundo es ¿y ahora qué? No hay respuesta. Ni los líderes lo saben. Lo que sí es evidente es que por fin existe un resquicio para el clamor de la sociedad civil que, por otro lado, parece haber perdido el miedo en las ciudades. Ese griterío sin organizar se ha plasmado en la plaza de Bolívar en el centro de Bogotá. Cientos de estudiantes, primero, y ciudadanos de diferentes sectores del país, se han reunido para dar su apoyo a una paz que pareció desmontarse el 3 de octubre. No exigen procedimientos, mecanismos, preceptos o líneas rojas. Reclaman que se haga de una vez. Como sea. Ese grito quizá sí puede desmontar la maquinaria de beneficio que da la guerra. Porque, por primera vez desde que el conflicto es conflicto, el grito sale de las clases bajas, de quienes no tienen poder, y solo ese mantra es capaz de cambiar lo establecido.