Intentar comprender la Historia, o los movimientos que efectúan los actores encargados de hacerla, suele conllevar mucho más trabajo que la interpretación del aquí y ahora. Intentar comprender la Historia del Partido Socialista va mucho más allá que Pedro Sánchez, Susana Díaz, los resultados electorales o la dimisión de 17 dirigentes. El PSOE, a día de hoy, es un fiel reflejo de lo que ha sido siempre, con la diferencia de que cuando las cosas van mal, las miserias internas sacuden más fuerte y más lejos.
El enconamiento hacia Pedro Sánchez es un modus operandi típico español: hacer cabeza de turco a la cabeza visible del problema para que desaparezca la rabia una vez muerto el perro. Craso error. La rabia socialista viene de lejos y el hostigamiento a Pedro Sánchez lleva a la deriva desde hace tiempo. No sirve de nada acusar al maquinista del accidente de tren si las vías van a seguir sin repararse, y el problema que tiene el PSOE en sus vías, recordemos, está lastrado desde mucho antes que Zapatero intentase acogerse a la Tercera –Vía- para que la crisis pulverizase su socialismo en pos de una ficticia estabilidad económica. Incluso por aquel entonces, cuando el PSOE seguía dando la mano al PP para los “asuntos de Estado” –como reformar la Constitución estableciendo el techo a la deuda y así dinamitar el gasto social-, había un vacío ideológico que dejaba huérfano a un partido de por sí desamparado.
Se infiere recurrente la apelación al legado franquista cuando se tratan los grandes males de España, pero es imposible comprender la deriva socialista sin echar la vista atrás y contextualizar su propia Historia. Tras el hartazgo dictatorial y la ilusión por un nuevo régimen, el PSOE ejecutó en el Gobierno la actualización de un país según los requerimientos de Europa, sin más ideología que el pragmatismo funcional en la modernización administrativa para construir una democracia formal. Es decir, que la cimentación del supuesto Estado de Bienestar y la dotación de asistencia social y servicios públicos a la ciudadanía fueron fruto de la coyuntura política, ya que sin un reajuste efectivo España no llegaría a formar parte de lo que ahora se denomina Unión Europea. En aquella época Felipe González era un hito y quizás se prestó, desde una perspectiva socialista, poca atención a detalles históricos como los Pactos de Toledo o el comienzo de las privatizaciones.
El descontento y el desgaste que comenzó en aquella época ha convertido al Partido Socialista en una suerte de muerto viviente que ha ido sorteando obstáculos para seguir manteniéndose arriba, gracias también al debilitamiento de su adversario político en el mismo supuesto espectro ideológico. Zapatero consiguió llevar al PSOE a una suerte de cima electoral que más que victoria propia fue castigo ajeno, y ni sus buenas intenciones consiguieron librarlo de la impronta felipista. El germen de una contradicción política en estado puro se había sembrado hacía tiempo y la familia socialista era ya un mar de antítesis. La absurda convicción de que el socialismo precede a la catarsis había calado hasta en las bases, y la separación de una ideología en sus dimensiones política y económica se ha convertido en una disonancia que está dando su fruto ahora: un espectro tan amplio que la convulsión actual del PSOE se desgrana en un resultado electoral que lo balancea –y se deja mecer- entre PP y Podemos. Ciertamente, qué huérfano debe sentirse un partido con tal dispersión doctrinaria.