Un grito rompe con el silencio nocturno. Una anciana de 88 años ha sorprendido a dos criminales que se han escabullido en su hogar. Forcejean, pero sus manos arrugadas por el peso de los años no son capaces de contener las embestidas propiciadas para intentar silenciarla. Empujones, amenazas y una soga alrededor de su cuello para poner fin a la historia de una de las ciudadanas más longevas de la capital venezolana. De repente, vuelve el silencio y un escalofrío que recorre por las calles de la ciudad. Una nueva vida desaparece en Caracas.
No se trata de un caso aislado. En el otro extremo de la ciudad ha fracasado un secuestro exprés. La incapacidad de pagar el rescate ha terminado con un joven maniatado entre los matorrales. En su piel, la marca de los cigarrillos que apagaron sus secuestradores en la espera del dinero, mientras que en su rostro aún permanece la mirada asustada de quien se encuentra prematuramente con la muerte. Ahora, sólo queda la parte final del ritual de la muerte: picarle en trozos pequeños y encerrarlo en una maleta. No se trata de un intento de eliminar evidencias en un país con una tasa de impunidad del 90%, sino de una mera diversión.
La escena, similar a las más oscuras viñetas de ‘Gotham’, es la cotidianidad a la que se enfrentan la mayoría de los venezolanos. Sin embargo, en el país caribeño la realidad es más cruel que la ficción. Los superhéroes no existen y, en la mayoría de los casos, los actos delictivos cuentan con integrantes de las fuerzas de seguridad o, al menos, cuentan con la colaboración directa de cómplices o indirecta de una falta de investigación de los casos. Las necesidades económicas, ausencia de justicia y lesa moral ética convierten al país es un cóctel idóneo para la violencia e impunidad.
Una de las mejores formas de comprender la crisis humanitaria que existe en Venezuela es imaginar las gradas del Estadio Nueva Chicago (en Buenos Aíres) completamente llena de cadáveres. No se trata de una exageración. El campo de fútbol cuenta con una capacidad para 30.000 personas, pero solo en un año son asesinadas de forma violenta un total de 28.000 venezolanos. Una cifra que le convierte en el segundo país con la mayor tasa de homicidios, con 90 fallecidos por cada 100.000 habitantes, el equivalente a 76 muertes violentas cada día.
Ante los datos, la pregunta más recurrente es: ¿qué está haciendo el gobierno para evitar que se continúe con la masacre? La respuesta es sencilla: nada. Los representantes del oficialismo han centrado todos sus esfuerzos en la permanencia en el poder, así como en evitar la realización de un referéndum que, así como ocurrió con la Asamblea Nacional, conllevaría a una pérdida del control de las instituciones públicas. En este sentido, sólo se han elaborado planes de seguridad que cesan a las pocas semanas o que, tristemente, sólo tienen por finalidad controlar las fuerzas de seguridad de los municipios dominados por la oposición.
La desidia gubernamental facilita que las calles del país sean un pasadizo oscuro por el que los ciudadanos circulan movidos por la brisa del miedo y desolación. A sus espaldas le susurra la muerte que, libre de circular a su voluntad, se manifiesta en los miles de secuestros, atracos, altercados y ajustes de cuentas que se realizan en las ciudades de Venezuela. La tragedia está servida y no hay ningún comisionado Gordon o Batman que esté dispuesto a combatirlas. Por el contrario, los superhéroes nacionales están corrompidos, muertos o exiliados. Así se vive en la ‘Gotham’ del Caribe.