Tengo esa clase de dolor resultado de entender que ha llegado el momento de abandonar. Aun debo pensarte unas doscientas veces para hacerlo, pero empiezo a intuirlo. He de irme.
Hablo de ti, de ese asunto que consiste en comprender que hoy la vida me ha colocado en el lugar de los que pierden, entendiendo por tal el lugar de los que no consiguen lo que quieren. Casi he trascendido hasta ese estado en el que se comprende que lo que se quiere no siempre es lo mejor, ni lo único. Es sólo eso, lo que en ese momento se quiere. Y cuando estás ahí, acabas de ganar.
La vida es llevarse el gato al agua y no tener que explicar a los demás que no, que finalmente no pudiste. O la vida es simplemente vivir, definir lo que es eso para ti y dejar atrás las otras doscientas vueltas que le has dado hasta encontrar este lugar. En fin, fracaso, existes tanto como el valor que tienes. Vivirte es la historia de una deconstrucción gastronómica: pasar a ser lo mismo pero diferente y algo más entretenido, reinventarse y luego hacer arte de la estampada, la que te acabas de dar contra tu propia cabezonería.
Fracasar es sentir interiormente una derrota al ser consciente de que aquello, tras tu esfuerzo e ilusión, no salió como esperabas. Porque no se cumplió o porque al cumplirse aprendiste que eso no era para ti. Hablo de cuando el príncipe mirado de cerca es sapo, y de cuando resultó que tú no eras princesa, ni tampoco rana.
Por fases y psicológicamente hablando, primero llega el hundimiento. Recuerdas infinito cuando todo iba bien y cuando después ya no. Y, aunque no lo pareciera, recorres un tramo yendo y viniendo de la melancolía a la frustración. Pasas por el drama, eres víctima y lo empiezas a contar. Después analizas concienzudamente, buscas el porqué hasta la parálisis total. No por las respuestas que obtienes, sino porque el fracaso es así durante un tiempo, paralizante. Y odias. Todo es parte de la despedida. Permítetelo, es sólo tu enfado. Queriéndolo o no, te pusieron en apuros. Se llama reciprocidad al derecho de dar, pero también de devolver, y se llama orden a colocar las cosas en su sitio interior, ese que finalmente te reconcilia.
Atrás dejas tu refugio en lo mágico, al que acudiste para coger fuerza y suplir la carencia de lo real y empiezas a construir, casi sin saberlo, delimitando un nuevo orden natural a través de la constancia y la voluntad. Tomas decisiones.
Empiezas a enraizar de las maneras más tontas: quizás sea un buen día para hacer un pastel. Quizás debas explorar otras opciones. Ya sabes que esto ha sido una huida hacia adelante, pero da gusto ver cómo ya empiezas a caminar.
Cuando quieres darte cuenta estás muy lejos, en otro país que se llama por ejemplo otro país. Sales y te fijas en lo diferente de cualquier parte. Ahora, pasarte diez minutos decidiendo entre el vino caro o el barato se ha convertido en un asunto de estado. Que en cuatro euros te vaya la vida es una lección de humildad que te coloca en algún sitio que, sea como sea, suena a sensato y responsable. Se acabaron los tiempos de la abundancia y llegaron los de la libertad.
El banquete de esta noche con tu copa de vino a miles de kilómetros de casa no te lo quita nadie.
O esa cama entera para ti, con un montón de espacio para reconocer cada mañana y cada noche, desde el amplio silencio, tu lugar en el mundo. O todos los que en el mismo río te estás encontrando, que hoy vienen y mañana se van. Los echarás de menos, pero ya sabes que es así la corriente.
Enfrentarte a las ruinas tan crudamente te obliga a desaparecer y quedarte sólo ante ti. Para eso se hicieron los océanos, para siempre seguir, aunque la tierra se tambalee.
Has tenido que estrellarte para llegar aquí. Surca el cielo Sao; que tú sabes volar. Diálogos con el fracaso.