En los barrios ocurre de todo. Las personas se enamoran, viven, mueren, se tergiversan palabras, se ve la novela de las 4 y se escucha cómo el vecino trabaja con el berbiquí a esa misma hora. De Perogrullo sabemos las verdades cotidianas, esas a las que nos asimos para no caernos en la vorágine del día a día y para no preguntarnos por qué estamos aquí, que si lo hacemos todo el tinglado se desmonta. Y cómo suena. Perogrullo nos diría que las ciudades no se hacen sin los barrios. A la pregunta de qué son las ciudades, quizá Perogrullo delegaría la respuesta en otro teórico, que él ya tiene bastante con lo que le rodea como para entrometerse en cuestiones metafísicas. Por uno de esos resquicios entre los que la realidad se desliza, existen fenómenos que unen a los países del mundo más que un acuerdo comercial heredero de la globalización o una de esas campañas que nos torpedean cada cierto tiempo para que nos acordemos por excepción de una enfermedad no común. La gentrificación de los barrios es uno de ellos. Es un proceso que tiene más valor unificador que la divisa del dólar en el mundo y que afecta a tantas clases sociales de tantas nacionalidades que parece rodear lo que ciertamente conocemos como si fuese un anillo de Saturno.
Si en los barrios se juega al fútbol con una pelota deshilachada, cuatro piedras como porterías y una vieja suplicando con nostalgia no llevarse el pelotazo de rigor, también se puede olisquear el cambio entre sus calles. Los barrios, que generalmente son feos por ser prácticos, tienen tantos ojos como personas moraron entre sus murallas. Porque donde hubo una farmacia hay ahora un videoclub; donde existió una droguería ahora emerge una panadería con pan soso; y en el lugar en el que estaba la casa de la bella Juana ahora se despierta un barbudo de tres al cuarto. Las casas de los barrios antiguos de las ciudades albergan tanto pasado como años de su construcción a pesar de que no cambiemos su nombre con facilidad. Ante ello, los fenómenos que se han producido en el urbanismo de las ciudades en los últimos siglos se han narrado, a mi parecer, con tibieza y excesiva lejanía, porque de esos cambios emanan las historias que nos rodean. Ahora la gentrificación amanece con fuerza y no se explica si no es (gracias Marx) con la constante lucha de clases que encierra la historia del ser humano.
La gentrificación, término de origen inglés y que podría traducirse al español como “aburguesamiento” responde al proceso de transformación de los barrios generalmente del centro de las ciudades a través del traspaso de viviendas habitadas por clases bajas a clases más altas mediante su compra, embargo, confiscación o expulsión de los antiguos inquilinos. Son zonas baratas en su relación calidad-precio y que frecuentemente, a causa de la expansión de las ciudades, han mejorado su ubicación dentro de la ciudad. En otras ocasiones son barrios que han sido céntricos a lo largo de las décadas, pero que la ausencia de inversión de los gobiernos municipales en ellos ha provocado que sean áreas sucias, de edificios en mal estado o con altas tasas de delincuencia. Estas zonas son, una vez transformadas, zarandeadas por la inversión privada y las facilidades municipales, convirtiendo estos barrios, que un día fueron morada de las clases más pobres, en eminentes, modernos y superficiales barrios, de estética hípster. Barrios como Shoreditch en Londres, Lavapiés en Madrid, el Raval en Barcelona, distritos de la zona oeste y norte de París, Wudaoying hutong en Pekín o el barrio de La Boca en Buenos Aires son algunos de los cientos de ejemplos que se producen a lo largo del globo. Ante este panorama, son muchas las asociaciones de vecinos de estos barrios las que han dado un paso adelante para reclamar el derecho de los barrios a transformarse sin empujones, intereses o especulaciones.
Porque, espero que se me entienda, los cambios urbanos no son malos por definición. Son irreversibles como que la sangre corra por las venas o los suspiros se desboquen. Las ciudades cambian, se atraviesan, se dulcifican las menos de las veces. Viven. Pero la gentrificación acaba con todo proceso normal de esa transformación, por el interés personal y económico de algunos. El capitalismo ante las causas de cualquier cambio suele aducir a la ley de la oferta y la demanda. El problema suele venir cuando el poder decide colocar más kilos o menos en los platos de esa balanza. Su mecanismo es el de inflar los precios de los alquileres de estas zonas habitadas por personas de clases bajas, obligándoles a cambiar de residencia ante la imposibilidad de pagar. Si los dueños de los pisos son los mismos habitantes de los mismos, existen otros mecanismos, no se preocupen. Los gobiernos municipales optan por dejar a su aire a estos barrios, a los que suelen acudir delincuentes, bandas de venta de droga u okupas. El problema no es “buscarse la vida” o seguir unos principios, como a pesar de no ser el mejor camino ha ocurrido durante toda la vida. La cuestión surge cuando estos fenómenos se convierten en herramientas para que se produzca lo que se busca: la gentrificación. La escasa seguridad, su suciedad y la presión económica tanto a través de impuestos (vertiente pública) como de alquileres privados, causa la salida de las familias de los estratos bajos de la ciudad hacia los barrios más alejados del centro. Después, coser y cantar. Inversión privada, restauración de edificios, panaderías de pan francés, restaurantes para perros o ese sinfín de paridas que tanto gustan al capital.
Los obreros, los tantos con tan poco, esos acaban por irse al cinturón industrial, a los arrabales. ¿Pero qué se creían? Y los centros de las ciudades se vuelven polos donde solo importa atraer los grandes proyectos, las ferias del vino y el queso, lo urbanita sin urbanidad. Sin barrio.
Uno de los casos más apabullantes de esta circunstancia se vivió en la ciudad de Barcelona hace unos años y se ha producido un capítulo muy parecido en las últimas semanas. En el primer caso, en 2006 se produjeron diversas fiestas okupa en los alrededores de un teatro en el revalorizado barrio barcelonés del Born. La entonces recién estrenada Ley Cívica de la ciudad no acababa por expulsar a los jóvenes a través de multas y ordenanzas. El ayuntamiento, dirigido en esos momentos por el alcalde socialista Joan Clos, se colocó de perfil frente a lo que evidentemente se trataba de un problema de paz vecinal en la zona. Permitió esas fiestas esperando que las mismas acabaran por expulsar a las personas que vivían alrededor a otros barrios de la ciudad. Este proceso puede verse en el documental Ciutat Morta, dirigido por Xavier Artigas y Xapo Ortega. Ahora se revive aquel episodio con los disturbios que se han producido en el barrio de Gracia de la capital condal y que tienen como chispa la reclamación vecinal por el aumento de alquileres de la zona en los últimos años y que ha provocado la salida de siete vecinos cada semana a lo largo de los últimos 5 años.
La gentrificación ha comenzado a verse como un fenómeno a ser detenido por los ayuntamientos de las grandes ciudades. Son frecuentes, en los últimos meses, los planes urbanos para detener esta sangría vecinal a la que por otro lado ellos le abrieron la puerta. El intento de crear centros de ciudades sin vecinos destinados solo al ocio, turismo y sedes de empresas ha chocado con las cuatro piedras y el balón deshilachado, el mayor icono de lo que es un barrio.
Ciutat Morta tiene un código dentro de la contundencia de la etiqueta. La ciudad acaba muriéndose por la boca del consumo. Lo que en principio se vende y parece ser el motor de la sociedad la asesina, la manipula, la modifica en beneficio propio. Todo para la ciudad pero sin la ciudad.