Después de pasar una temporada a 5 kilómetros al interior de la costa en el Norte del mar Egeo en el precioso y tranquilo pueblo de Yesilyurt (tierra verde), gozando tanto de la belleza natural del lugar como de la amabilidad de la gente, que antes de irme ya me evocaba nostalgia, llegué a la encantadora, colorida y destartalada ciudad de Ayvalik.
Es una pequeña población en la costa turca del mar Egeo situada frente a la isla griega de Lesbos. Su paseo marítimo recorre a lo largo del centro un pequeño puerto con modestas embarcaciones, sobretodo veleros y algunos barcos grandes para el turismo turco que en su mayoría proviene de las ciudades como Ankara o Estambul.
Ayvalik es prácticamente desconocido para el turismo extranjero. Sin embargo, es un lugar muy apacible, tremendamente acogedor en su ambiente y por sus canes callejeros que fueron los primeros en recibirme. De la estación central de autobuses se toma un minibús hasta el centro. De allí camino sin saber muy bien hacia dónde, cuando en seguida, respondiendo a mi saludo, me rodean unos cuantos perros simpáticos y gentiles.
Sin demasiado esfuerzo, encuentro la pensión ideal. Un lugar sencillo, limpio, con gente amable y muy económico. Dejo mi mochila y salgo a hacer una de mis actividades predilectas: callejear. Detrás de donde me hospedo, en las calles estrechas frente a las puertas de las casas, la imagen surrealista de las aceras levantadas con medio metro de montaña de tierra y haciendo una línea como si se tratara de una cordillera me impresiona, y me resulta difícil de imaginar cómo entra y sale de sus casas la gente. Parece como si hubiera un trabajo de meses antes de que las callejuelas vuelvan a tomar su normalidad, pero en realidad, tras irme en ferry a la isla griega de Lesbos, en donde estuve casi dos semanas, a mi regreso todas las aceras en donde seguramente estaban arreglando las tuberías estaban recompuestas.
Algo que he observado en Turquía es la cantidad de trabajo manual de reparación, restauración y pintura que se ve en las calles, como por ejemplo ver lo que no veía desde mi infancia: un grupo de cuatro hombres construyendo a diario un muro de piedra de unos cuatro metros de altura como se hacía antiguamente: con mucha labor, técnica y escasas herramientas, como pico, martillo, cepillo, una plomada y paleta.
Me gusta como en las pequeñas poblaciones más tranquilas, los hombres se sientan afuera a tomar su chai y las mujeres se agrupan frente a algún portal con sus sillas tomando el fresco. El ambiente de Ayvalik es muy natural, tanto por los perros y gatos que libremente circulan, como un grupo de hombres que con cabras cruzan las calles, a locales frecuentados por hombres en donde toman chai mientras juegan a tablas, mujeres sentada en los portales donde charlan, hasta hombres en el patio de su casa despellejando a un animal que de un árbol cuelga, y aunque la escena por mi intenso amor hacia los animales me perturbe, prefiero una sociedad que se alimenta de su propio ganado con quien tiene una relación directa con la vida y muerte del animal, que no una sociedad de consumo que sin escrúpulos compran lechones navideños plastificados de Carrefour.
Siguiendo la luz de la media tarde, subo hacia las alturas de la ciudad y me detengo a hablar con mi escaso turco con la gente local. Un hombre me indica el camino para llegar allí donde el atardecer es espectacular. Siguiendo sus indicaciones, llego hasta el límite de la ciudad donde se encuentran las últimas casas y comienza una escarpada montaña rocosa e iluminada por la luz dorada del atardecer. El paisaje es espléndido, pero lo que lo hace aún más especial es el encuentro con dos mujeres que, delante de sus casa, cuecen en un horno tradicional un pan que, recién hecho, me dejan probar. Concentradas en su tarea, hacen pan y cocinan carne para cenar. Me proponen cenar con su familia que uno a uno van saliendo, de los más pequeños a los esposos, curiosos a saludar. Se divierten conmigo y mi escaso turco y me piden la cámara para hacerme una foto comiéndome el pan.
En general, la gente en Turquía son directos y hospitalarios, además de muy generosos; si no te ofrecen algo de comer, te ofrecen una fruta cogida de un árbol, pescaditos recién pescados, o un chai. Hoy, por ejemplo, como podía y con la ayuda de mi librito sagrado de frases turcas, en la estación de autobús, el hombre no solamente tuvo una grandísima paciencia conmigo, sino que hizo que me tomara mi tiempo para hacerme entender ofreciéndome un chai.
En mis paseos nocturnos por Ayvalik, lo que más me ha fascinado es la cantidad de perros que me acompañaban. Durante el día los ves en alguna sombra tumbados como los gatos, pero cuando llega el atardecer, se activan y comienza la juerga canina. En el momento que les hago un poco de caso, llegan unos pocos más y termino igualmente caminando como en un viaje a mi infancia en el pirineo, en donde a menudo me veía rodeada de un grupo de cinco o siete amigos callejeros con quienes jugaba. Así que, además de sentirme segura y protegida, siempre iba bien acompañada pues galanes, venían conmigo y me dejaban en la puerta de la pensión donde me hospedaba.
Me resulta saludable una sociedad que todavía permite perros y gatos, los eternos compañeros del ser humano, callejear libremente. Porque al igual que entre ellos forman sus propias jaurías, toda la comunidad o barrio, a excepción de algún individuo miedoso que los apedrea, los cuida dejándoles agua y comida en las distintas esquinas. Desde la última vez que estuve en Turquía hace siete años, las autoridades, en vez de erradicar a los perros callejeros como se ha hecho a excepción de Grecia en todo Europa; en Turquía, sobretodo en poblaciones como Ayvalik en donde abundan, tienen una etiqueta grapada en una oreja que aunque parece algo incómodo y un simple collar sería mejor, por lo menos controlando su salud, aceptan la existencia de estas criaturas tan dóciles y sociables que nacen en las calles dejándolos vagabundear libres y felices.
A mí parecer, dejar que estos animales que ancestralmente han acompañado en todas las culturas al ser humano libremente circular, no solo añade espontaneidad y belleza a nuestras vidas y sociedades modernas tan anímicas en su instinto, sino también naturalidad, prosperidad y humanismo.
Algo que realmente aprecio en Turquía es que en cada pueblo, por pequeño que sea, o ciudad se convoca desde el alminar de las mezquitas, cinco veces al día la oración.
En Ayvalik, como en otras poblaciones, tienen sus momentos puntuales del día en que el almuédano llama al rezo. Como siempre es en directo, las oraciones, siempre de voces masculinas, a veces son mediocres, pero otras son de gran belleza. Estando en el pueblito de Yesilyürt, ya comenzaba a distinguir sabiendo quienes cantaban mejor la oración de los distintos almuédanos de los pueblos de alrededor, y aunque aprendí a apagar la música por respeto, con algunos lo hacía con el verdadero placer de escucharlos, pues hay algo elevador en el ritual de una sociedad que convoca a diario a una conexión en común con lo supremo. Cualquiera que éste pueda llamarse en las distintas culturas o religiones, mi impresión cuando escucho el intento de acceder mediante una oración a lo que trasciende la materia es como una divina e indivisible esencia que crea unión y a la que la humanidad limita poniéndole nombres. Si la conexión de uno mismo con el espíritu trae infinitas posibilidades, la religión limita el acceso a lo divino, que está afuera de toda condición.
Hasta 1821, Ayvalik era una provincia autónoma en donde a los otomanos de religión musulmana no se les permitía residir. Hasta el forzado ¨intercambio¨ en 1923 entre la población turca y griega que resultó en una gran tragedia humana de lo que habían sido dos culturas conviviendo durante siglos, Ayvalik estaba sobretodo poblada por ortodoxos.
Con restaurantes donde sobretodo sirven pescado, tiendas de curiosidades y antigüedades, salones de té, algunas pocas cafeterías y algún bar, Ayvalik tiene un ambiente relajado en donde nadie parece tener prisa por llegar a ningún lado, pero al mismo tiempo tampoco se siente el aire estancado, más bien parece circular ligero donde un cierto movimiento surgente apunta a una energía creativa donde aún queda mucho por hacer y existe el entusiasmo de hacerlo.