A veces me cuesta escribir. Pienso que esto que voy dejando por aquí y por allá, compartiendo en retales de páginas o rincones en la red, que en parte pretende quedar ordenado como en un baúl, espero sea leído algún día por aquellos que, más allá de mi existencia, quieran saber o conocer cómo pensaba, vivía o fue el que fue -padre, abuelo, amigo o tío- y no imaginen -o sientan- que a veces, ese que cree ser de los que se pone frente a un león a dieta, que aconseja como Coach a tantos valientes de la vida, puede llegar a sentir ciertas angustias por esos giros inoportunos que de vez en cuando nos presenta el camino.
Se enfrenta uno a la página, en innumerables ocasiones, con cierta ansiedad. Uno llega a conocerse más de lo que debe, por eso le cuesta o le incomoda tanto encontrarse consigo mismo, en soledad. Prefiero quemarme con el hielo o coger un resfriado con el sol. Así soy yo y así me gusta aconsejar a esos que me lo piden.
Me caracterizo, entre otras muchas cosas, por ser una de esas personas amantes de la soledad voluntaria y silenciosa; pero luego soy, también, uno de los máximos defensores de las relaciones humanas, de los sentimientos y emociones que nos unen.
Lo más enriquecedor de la vida es que sea compartida. Una vida sin compartir es una vida sin sustancia. Lo esencial de nuestras vidas, esa única que se nos permite vivir, es compartirla con aquellas personas que queremos.
Es cierto que en el caminar de ese largo recorrido, a veces angustioso, de nuestro vivir, son muchas las personas que se nos cruzan, que nos buscan, que nos alaban y dicen todo aquello que nos agrada escuchar; que se nos acercan en esos instantes de diversión o alegrías.
No sé si por suerte o desgracia, desde muy joven he vivido el mundo de los círculos de interesados. Esas relaciones contaminadas por el interés, que se mueven alrededor de uno, provocando en ocasiones una confusa ficción difícil de separar de lo real.
He sentido la soledad de la responsabilidad, el éxito y el más absoluto fracaso. Tengo grabado en el alma lo fácil que es emborracharte de elogios y caricias envenenadas, cuando todo parece ir bien; pero, fundamentalmente, lo difícil que es que alguien se acerque a ti, te sujete y abrace, te hable con sinceridad de tus equivocaciones o aciertos, te anime y te diga "no pasa nada", cuando nada de aquello existe.
Con estos años que tengo, que no son muchos, pero son, sé de sobra que son esos últimos, los que sólo están en esos momentos difíciles. Y siempre son los mismos: tu familia y un puñado de amigos.
En los momentos verdaderamente jodidos pocas personas están junto a ti. Casualmente, en esos casos, alguna de esas personas que está, porque siempre está y ha estado incondicionalmente, es esa que posiblemente más hayamos despreciado o apartado en los instantes de falsas dulzuras.
Familia, Amigos. No son tantos, no te ríen todas las gracias, no te dicen lo que te gusta escuchar, no te aguantan todas esas tonterías, pero... siempre están. ¿Por qué? Muchas veces no es por lo que haces o das por ellos, que siempre es demasiado poco. Simplemente es porque algunos ponen por encima de su interés personal, de su comodidad, de su vida, el valor que tiene compartir con los que realmente le merecen la pena: contigo.
Y eso es lo que una vida termina por ser. El valor que tiene agarrarte y rodearte de los tuyos, esos que siempre están ahí, posiblemente inmensos en los dolores que puede provocar caminar junto a ti, difícil de aguantar, pero siempre a tu lado de manera incondicional, en ese silencio que marca las horas de lo que más vale: tu vida.
Muchas veces deberíamos pensar, más allá de esa felicidad momentánea y egoísta, si somos merecedores de tantos que nos acompañan compartiendo sus vidas de manera incondicional. Y nosotros ¿qué aportamos, qué compartimos? A veces lo pienso. ¿Qué aporto? Es un examen que deberíamos hacer de vez en cuando, si no siempre.
¿Qué aportamos, qué damos a los demás, a los que verdaderamente importan?