Paul Lafargue, yerno de Marx, escribió en 1880 un celebrado panfleto, irónico y polémico, titulado El derecho a la pereza, en cuyas páginas alababa al español puro, no decadente, es decir, no contaminado por la civilización europea moderna, aquel que veía en el trabajo «la peor de las esclavitudes». Apenas unos párrafos después de decir esto, Lafargue se pregunta: «¿Cuáles son, en cambio, las razas para quienes el trabajo es una necesidad orgánica?». Y, ni corto ni perezoso, suelta cinco a bocajarro: los auverneses, los escoceses, los pomeranos, los chinos y, last but not least, los gallegos.
No deberían los gallegos venirse demasiado arriba ante semejantes palabras. No representan ningún elogio. Lafargue considera que es más bien una lacra, una degeneración, esa querencia y/o tendencia al tajo, la brega y la faena. ¿Basaba Lafargue su juicio sobre los gallegos en su propia experiencia personal o simplemente se había creado una cierta imagen estereotipada a partir de lecturas y relatos indirectos? La cuestión, en todo caso, radica en saber si tenía razón.
Siendo honestos, no andaba tan desencaminado el yerno de Marx, aun cuando presentase casi como un vicio loco e incomprensible lo que no era sino resultado de la más urgente necesidad. Dos décadas antes de que Lafargue publicase su libelo, Rosalía de Castro, capaz ella sola con sus versos de crear o resucitar un pueblo, se erigió en la defensora de los campesinos y jornaleros gallegos a través de un durísimo poema (Castellanos de Castilla) en el que ponía voz a los padecimientos que sufrían aquellos cuando iban a trabajar los campos de Castilla. Este poema, el número 28 de Cantares Gallegos, forma un par tan explosivo con la última estrofa del poema que viene a continuación como para provocar desde entonces los ataques más virulentos por parte de cierta intelligentsia contra una Rosalía que, por lo demás, salvó con su único poemario en castellano (En las orillas del Sar) el mediocre Ochocientos de la poesía española. Y menos mal que Bécquer, cual electrón libre, tuvo su Espín.
En realidad, la migración gallega a Castilla no fue nada comparado con el éxodo a América (más de un millón y medio de personas solo entre 1881 y 1930). Muchos abandonaron Galicia siendo niños y adolescentes para ganarse el sustento trabajando en lo que fuera y aceptando condiciones de existencia miserables. Con todo, las remesas enviadas supusieron una inyección fundamental para la modernización del agro gallego y no pocos emigrantes acabaron amasando considerables fortunas. Algunos incluso regresaron a su tierra para ofrecerle lo que ella le había negado y, de hecho, hasta bien entrado el siglo XX, buena parte de las obras públicas acometidas en ciudades y pueblos de Galicia (escuelas, hospitales) fueron sufragadas por los denominados indianos.
Ahora bien, ¿se puede deducir de tales hechos una predisposición innata al trabajo de los habitantes de Galicia? El asunto no es tan sencillo. Los gallegos serán todo lo trabajadores que se quiera, pero su afición a divertirse no deja de ser proverbial. Empezando por el idioma. Difícilmente se encontrará una lengua con mayor número de calificativos para denominar la fiesta: xolda, troula, farra, xacarandaina, trullada, foliada, esmorga, pándega, carallada, rexouba son apenas una reducida muestra de la riqueza léxica de la lengua gallega en este ámbito.
Aunque tampoco se trata de caer en el extremo contrario y ver en Galicia el país de vividores y parranderos por excelencia. Más bien, lo que se produce es una íntima imbricación entre el tiempo del trabajo y el tiempo de la diversión, algo, por lo demás, tan característico de nuestra condición humana. Así se explica que una serie de actividades tan serias e importantes para la supervivencia de una sociedad rural como son las que rodean el proceso de molienda acabasen derivando en un baile y una música autóctonos que definen a la perfección la idiosincrasia gallega. Nos referimos, por supuesto, a la muiñeira.
Nada refleja mejor esta vena fiestera que un par de cifras exorbitantes y un fenómeno de masas verdaderamente llamativo. Las cifras aparecen recogidas en un estudio publicado hace cuatro años por la Universidad de Santiago de Compostela, donde se reseñaban 2.387 fiestas con verbena y 5.743 actuaciones. El fenómeno es el de las orquestas, un prodigio que más allá de los tráileres enormes que encierran escenarios infinitos con múltiples plataformas, cañones de luz, macropantallas vomitando imágenes, miles de vatios de sonido, ingeniería hidráulica a mansalva no siempre coherente con la trama musical en la mejor tradición del Deus ex machina, vestidos con lentejuelas, trajes a lo Eduardo Inda y cuerpos moviéndose con calculado frenesí dionisíaco, por encima de todo eso, decimos, tal vez no sea sino la más clara demostración de que el sentido (y, por lo tanto, también el sinsentido) se presenta siempre como acontecimiento incorporal.
Pues definitivamente habrá que creer que Galicia es sitio distinto. Mientras la industria musical entraba en el tercer milenio con muy mal pie, en medio de crecientes zozobras y encadenando una crisis tras otra, el fenómeno de las orquestas aquende el Padornelo no dejaba de engordar y Galicia se convertía en una especie de paraíso para la música en directo. No vayamos a creer que se trata de una moda pasajera: la París de Noia, una de las top del panorama orquestal, se fundó en 1957.
Lo que sí resulta novedoso, y sorprendente, es una capacidad de adaptación que ya quisieran para sí las especies más admiradas por Darwin, así como una inteligencia estratégica con la que podrían soñar esos líderes de nuestra época tan proclives a caer rendidos a la táctica. Alrededor de las orquestas, por ejemplo, se ha generado un inopinadísimo fenómeno fan, capaz de mover a miles de seguidores de pueblo en pueblo tal si lo que estuviese en cuestión fuese recibir de primera mano la palabra misma del profeta.
Así se explica que la Panorama, el Combo Dominicano o la propia París de Noia (que conforman el triunvirato premium del universo verbenero) puedan actuar en localidades de apenas unos cientos de habitantes sabiendo de antemano que su público se contará por miles. ¿Qué vieja estrella de rock no desearía para sí ese poder de convocatoria? También existen aplicaciones que permiten estar al tanto de las novedades de los grupos preferidos, conocer fechas de actuación, mapas de fiestas, fichajes... Y solo hace falta visitar las páginas de las grandes formaciones en las redes sociales para comprender la magnitud del fenómeno y las pasiones (a veces encontradas) que generan.
Aunque las orquestas principales no paran en todo el año, el acmé del fenómeno se produce cada año entre junio y septiembre, cuando Galicia es, literalmente, una fiesta y se celebran festejos si no en cada pueblo, sí al lado de cada pueblo. Y por falta de pueblos no será: hay casi 30.000 entidades de población registradas en el territorio. Durante esos meses de verano, hasta los grupos verbeneros más pequeños deben hacer horas extra para cumplir con sus compromisos.
Visto lo visto, no resulta extraño que los niños y niñas de muchas aldeas gallegas no quieran ser médicos o ingenieros, sino cantantes de orquesta. Incluso se comprende que prefieran forrar sus carpetas con fotos de Jorge Ferre o Lito Garrido, cuyo sex appeal no pocos colocarían entre interrogantes, antes que con las de Cristiano Ronaldo o Chris Hemsworth. Una actuación veraniega de una de las orquestas top puede costar cerca de 20.000 euros. Se trata de una cantidad importante para cualquier comisión de fiestas, especialmente si hablamos de localidades pequeñas. Pero este circo trae debajo del brazo mucho pan. El sector mueve millones de euros y genera más de 4.000 empleos directos en Galicia. Y los fans que acompañan a las orquestas de pueblo en pueblo son básicamente gente joven, predispuesta al gasto en barra o chiringuito, de manera que para la parte contratante la rentabilidad de la inversión está garantizada. Como decía el clásico, están locos estos gallegos...