Llegan las horas estivales, el mercurio en los termómetros marca temperaturas más templadas, las ropas se hacen más ligeras y el contacto de la piel con el sol y el aire nos invita a caminar descalzos sobre el pasto, a sentir el contacto con la arena, con el mar o la montaña. Flota una sensación de libertad muy agradable. Algo en el ánimo cambia. No lo sé, tal vez sea la luz, las condiciones climáticas, el ambiente vacacional, pero incluso esa sensación de urgencia y las prisas eternas adquieren otro ritmo. Es probable que el abrazo de los rayos solares tenga que ver, pero en verano cambiamos un poco. Lo que más se modifica es nuestra relación con el reloj.
Las horas estivales tienen características distintas a las de cualquier otra temporada del año. En invierno, nos cubrimos el cuerpo, nos llenamos de vestimentas, nos enredamos el cuello con telas pesadas y prendas de estambre, nos enfundamos botas, nos tapamos la cabeza. En verano, nos quitamos todas esas capas y nos damos el lujo de descubrir brazos y piernas, de dejar el cabello más libre y, a veces, hasta mostramos los dedos del pie. Caminamos con mayor facilidad, ya no cargamos el caparazón protector del frío y entramos en una especie de embobamiento feliz. Vamos aletargados por el calor y andamos contentos. La vida toma otro tono, las terrazas de los restaurantes se pueblan, las conversaciones se animan y las copas de vino son menos intensas.
Sí, en verano hacemos las cosas en forma diferente. Nos volvemos más indulgentes, más sensoriales: el tacto se hace más fino, el olfato entra en contacto con los aromas en forma más directa, las cosas saben diferente y los colores brillan más intensamente. Tenemos más ganas de hacer ejercicio, de movernos, de vestir en tonos vivos. Incluso, dice Alberto Manguel, las lecturas de verano son diferentes a las de invierno, en época de calor leemos de día y en invierno de noche. Eso nos aumenta la curiosidad por leer.
El estío es la época de obedecer a Sor Juana Inés de la Cruz, que nos invita a leer y más leer en su Carta a Sor Filotea de la Cruz. Sí, es el momento en el que se inaugura la temporada de ocio y distracción. Es el tiempo en pensar en hacer las maletas y salir de vacaciones. Lo curioso es que al meter el traje de baño, la ropa, las chanclas, también metemos un libro. No importa cuál. Lo cierto es que leer en verano es divertido porque leemos sin hacer caso del reloj.
Leer sin prestar atención al minutero es una delicia. La lectura adquiere una calidad particular: el reposo le da un grado extremo de goce. El mejor compañero mientras se espera una conexión en el aeropuerto, en el tren, en un vuelo eterno, en la playa, en la montaña es aquel que te aleja del aburrimiento y que transforma el momento en algo divertido. Además, la lectura de las vacaciones obra una magia: activa la memoria, desencadena la nostalgia.
Al vacacionar y abrir un libro, recorremos renglones que nos llevan a recordar a ese amigo de la infancia del que hace tanto no tenemos noticias, esos juegos extraños en el patio del recreo, esos sabores de aquellas golosinas de la escuela secundaria, esa maestra en la preparatoria o esas risas en la universidad. Germinan memorias de olores y perfumes. Esa loción que usaba el primer novio o esas cosquillas que se sintieron en aquella cita. Entramos, junto con los personajes de nuestras lecturas, a habitaciones nuevas que nos resultan conocidas.
Por eso, no nos resulta ajeno el sofocante verano de La Mancha cuando vemos el recorrer del hidalgo y su escudero, y entendemos en cansancio de Raskólnikov, ya que Crimen y Castigo empieza en una agobiante tarde de principios de julio, y nos hermanamos con el cansancio del cosechar que Levin comparte con sus trabajadores en Ana Karenina, aunque jamás hayamos estado en Rusia. Entramos al calor de Comala o naufragamos junto a Robinson Crusoe. Investigamos junto a Hercules Poirot la Muerte en el Nilo y con Lord Henry conocemos a un apuesto Dorian Grey.
Pasa también que en verano nos volvemos más pacientes. No nos asusta una Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y sus seiscientas ochenta y un páginas porque sentimos que tenemos tiempo y lo vamos a acabar. Podemos tumbarnos en una hamaca, mecernos rítmicamente mientras leemos y conquistamos las páginas que van pasando. Tenemos la libertad que nos desata del reloj. No hay un segundero que nos marque urgencias. No hay pendientes. Hay tiempo.
Recuerdo que cuando era chica, la mayor parte del tiempo, mi madre me recriminaba esa afición por tener la nariz metida en un libro. Me pedía que arreglara el clóset, que tendiera la cama, que recogiera el regadero, que terminara la tarea, que hiciera algo de provecho —como si leer no lo fuera— y dejara la lectura para cuando ya estuviera todo hecho. Sin embargo, en verano ella jamás interrumpió mi tiempo de leer. Es más, creo que hasta la protegía. Me regalaba libros. Me compraba los que yo quería.
En aquellos veranos me sumergí en las lecturas más variadas. De una sentada leí Hamlet, Romeo y Julieta y Macbeth. En una tarde acabé con Crónica de una muerte anunciada y Aura. Pasé tardes enteras tratando de entender El laberinto de la Soledad y me morí de risa con las novelas de Luisa María Linares y Caridad Bravo Adams. Sí, que nadie eleve las cejas, en el tiempo estival caben todo tipo de lecturas. Las refinadas, las cultas, las de entretenimiento, las de lágrimas y risas. Todas.
Hay quienes opinan que hay lecturas según la temporada del año. No creo. No me parece que ciertos libros deban leerse en primavera, otros en otoño, algunos en invierno y ciertos en verano. Así no se clasifican las lecturas, creo. Más bien, somos los lectores los que cambiamos. ¿Qué debemos leer en verano? Lo que le interese al lector en ese momento, lo que le apetezca. Da igual que sea un tratado filosófico que una novela de detectives, lo mismo una historia de amor que un cuento romántico.
Lo importante, como dice Sor Juana, es leer y más leer. Lo importante es que estamos en esa época del año en la que podemos caer amorosamente entre los brazos de un libro y dejarnos querer por sus frases, acariciar por sus reglones y llegar exultantes al final de sus páginas. Sí, leer y más leer, sin las restricciones que nos impone el reloj, sin las apuraciones de la cotidianidad, con la luz del sol y el aire tibio. Sí, leer así es una delicia. Así transcurren las horas estivales.