Hace unos meses acudí preocupada a consultar a mi doctor por una extraña dolencia que me aquejaba y que había comenzado a afectarme seriamente en mi vida diaria… estaba asustada porque acababa de cumplir cincuenta años. Saber que mi transitar por la vida había llegado hasta ese punto me había sumido en una especie de pozo sin fondo del que me veía incapaz de salir.
Cincuenta años, cincuenta. Nada más y nada menos. Sentí que el mundo se había subido a caballito a mis espaldas y que su plomizo peso me impedía correr, siquiera andar ligera por la vida. “Doctor, ya tengo cincuenta años y creo que hay muchas cosas que ahora no debo hacer…”. Y así, quejosamente, se lo expuse a mi médico.
Con semblante serio, y tras mirarme fijamente durante unos segundos, el doctor tomó el bolígrafo y una receta. Me miró nuevamente y reflexionó. El asunto parecía grave, a pesar de que ni siquiera me había tomado la tensión, o me había hecho esa interminable anamnesis hasta indagar en mi pasado más lejano en busca de antepasados aquejados de algún raro trastorno… Nada.
Tras inspirar profundamente, se decidió a escribir el resultado de su veredicto y me explicó cómo debía tomarlo, insistiendo en la importancia de seguir sus indicaciones estrechamente: “Tómelo cada ocho horas, y en la primera toma de la mañana tome una dosis doble… o incluso triple”. “Si usted sintiera que aun así no es suficiente, tómelo cuantas veces quiera, tres, cuatro, cinco…”.
Lo que me temía, el mal que me aquejaba era grave, muy grave. Sentí que el resto de mi vida estaría encadenada a una fuerte medicación que esclavizaría mi voluntad.
Desprendió con cuidado la receta del talonario y la puso ante mis ojos. En defensa de los médicos, tan vapuleados a lo largo de la historia por su terrible caligrafía, he de reconocer que aquellas letras estaban trazadas con pulcritud y claridad.
Mis ojos, ávidos por descubrir el fármaco para paliar mi rara dolencia, quedaron atónitos ante aquellas dos palabras que el doctor había escrito: “Adverbio «solo»”. Confusa, así es como me sentí… muy confusa. Tras unos segundos, conseguí ordenar algunas palabras en mi cabeza y le pregunté al doctor: ¿Qué significa exactamente… eso? ¿Tal vez es una novedosa medicación? ¿Una formulación de vanguardia? ¿Voy a formar parte de un nuevo ensayo de algún fármaco?
“Solo le he recetado una nueva actitud ante la vida, una nueva perspectiva, un punto de vista diferente”, me dijo. Y añadió: “Y solo usted tiene la llave para hacerlo; al principio le resultará un poco complicado y no obtendrá muchos resultados, pero si día a día se esfuerza en practicarlo, lo conseguirá".
"Mi receta es que actúe valiéndose de un poderosísimo instrumento que todos utilizamos a cada momento: las palabras. Cambie sus palabras y será capaz de modificar su mente y sus pensamientos. Le propongo que siga las indicaciones de mi receta. Por favor, escriba la frase que ha dicho cuando ha entrado a la consulta":
«Doctor, ya tengo cincuenta años…».
"Y ahora sustituya el adverbio «ya» por el que le he recetado":
«Doctor, solo tengo cincuenta años…».
"La duración del tratamiento… dependerá de su voluntad”.