Era tarde, entré a la casa y estaba vacía. Vacía en el sentido que no había nadie, pero la casa estaba elegantemente amoblada, llena de libros y de música. Me habían dado la llave, diciéndome que entrara y esperara. Lo hice y me senté cómodamente en un sillón, tomé un libro y me puse a leer y a escuchar La follia de Corelli.
No sé cuantos minutos pasaron o si fueron horas. Sé solamente que, al despertarme, encontré una persona en pie, delante de mí. Un hombre ya maduro de unos 60 años y con barba blanca que, al verme despertar, me preguntó si yo era Pedro. Le respondí positivamente y después de haber visto lo que estaba leyendo, exclamó: "tienes buen gusto para la lectura y la música". Y agregó que, a juzgar por mi cansancio, el viaje había sido largo y agotador. En realidad fue así, horas y horas en un bus y sin poder dormir.
Me pidió que lo siguiera para mostrarme donde iba a dormir y mientras subíamos la escala me dijo: "hablaremos mañana, cuando estés reposado". Era tarde y me metí en la cama inmediatamente y me puse a pensar en el lugar donde estaba, en las decoraciones, los muebles, los olores, los ruidos, en el viaje y en el encuentro con una persona que decía que podría ayudarme.
Yo tenía 17 años y estaba en Buenos Aires. Era el año 1973, la primera semana de diciembre, y afuera llovía levemente. Desde la ventana se percibían los reflejos de las luces de los coches a pesar de que las gruesas cortinas estaban bien cerradas.
Dormí profundamente en un lecho espacioso, con sábanas celestes y una cubierta única hecha de plumas que era, además, delgada. Al despertarme con la luz del día, descubrí que el cuarto había sido ocupado por una mujer recientemente. Se sentía aún un ligero perfume de flores y todo alrededor estaba impecablemente ordenado. Entré en un baño al lado del cuarto, donde encontré toallas, champú y jabones de varios tipos. Me duché, me vestí rápidamente y bajé las escaleras.
En una cocina grande, con una mesa blanca en el centro, encontré a Simón y nos volvimos a saludar. Me ofreció desayuno y me preguntó si había dormido bien. Respondí que había dormido profundamente y que me sentía como nuevo. Simón me explicó que daba clases en la universidad y que estaba solo en casa. Su mujer y su hija se habían ido de vacaciones y yo podía quedarme allí por unos días y que en el refrigerador encontraría lo suficiente para comer.
Me explicó que estábamos cerca de plaza Once y que, desde allí, podía tomar el metro o un autobús a cualquier parte de la ciudad sin mayores problemas. Simón era miembro de una red que ayudaba a los refugiados, que en ese entonces llegaban desde Chile, Uruguay y Bolivia. No fumaba, leía tres periódicos y escuchaba la radio al mismo tiempo. Hacía clases de sociología y, como muchos otros docentes de la universidad de Buenos Aires, era judío.
Hablamos por unos 30 minutos, no me hizo ninguna pregunta personal, pero presentía que teníamos mucho en común. A un cierto momento, me preguntó si aún tenía las llaves, me dijo que las conservara y mirándome a los ojos me preguntó si necesitaba algo de dinero. Le dije que no.
Se pudo una chaqueta ligera y me dijo que iba a volver tarde y que me sintiera en casa. Me dio la mano y se despidió, dejándome solo. Desde la ventana se veía avenida Pueyrredón con todo su tráfico de coches y buses. La plaza Once no estaba lejos, eran ya las 9.10 y decidí salir a la calle y recorrer la ciudad. Era mi primer día en Buenos Aires y hacía ya calor y estaba húmedo.
Por avenida Pueyrredón fui hasta plaza Once y de allí doblé hacia la izquierda, siguiendo avenida Rivadavia, que según los bonaerenses era la avenida más larga del mundo. En Chicago, años después, descubrí que para ellos la avenida más larga al mundo era Western Avenue y que cada ciudad importante tenía sus mitos sobre la grandeza inmensurable de la urbe.
Caminé por horas, llegue hasta el centro, atravesé avenida 9 de Julio y llegué a Lavalle. Trataba de recordar todos los nombres de las calles y, caminando sin rumbo, encontré la sede principal de la Universidad de Buenos Aires, donde había un letrero anunciando una charla con David Cooper, el autor de la muerte de la familia, que trabajaba con Roland Laing en el desarrollo de una terapia para esquizofrénicos.
En ese entonces, se pensaba en esta enfermedad como el resultado de una socialización problemática, causada por una comunicación ambigua, contradictoria y llena de conflictos. La charla era en la sede de Avenida Córdoba, donde estaba la facultad de medicina. Decidí sin saber por qué de ir hacia allá, ya que no estaba muy lejos y la idea de escuchar su charla me parecía interesante. Seguí caminando. Llegue a la facultad, entré siguiendo a la gente que iba a la charla y me encontré en una sala enorme, llena de gente.
Me senté y me puse a esperar, mientras observaba lo que acontecía a mi alrededor. Había tomado nota, que siguiendo Córdoba hacia a la derecha, volvería a Pueyrredón y de allí sin problemas a la casa de Simón.
Escuché atentamente todo lo que dijo Cooper y las preguntas que le hicieron. Los comentarios y las críticas y para mí era un espectáculo, un mundo exuberante de ideas y de discusiones con uno de los protagonistas de la anti-psiquiatría a nivel mundial. Conversé con algunas de las personas presentes e hice amistad con un grupo de jóvenes¡ que me llevaron a la librería, donde encontramos el libro recién traducido y publicado de David Cooper.
Pensaba en la sociología, en las relaciones sociales, la comunicación y la psiquis como un producto directo de todas estas interacciones y me sentía fascinado por estas ideas. Eran otros tiempos y ese era yo. Compré el libro y nos despedimos. Desde ese momento, supe dónde podía encontrar amigos y charlar sin preocuparme de nada, sino del tema de la conversación y pensar vivamente en otras cosas.
A las 9 de la noche decidí volver a casa y caminé por unos 40 minutos, pensando en todo lo que había visto y sentido. En la casa no había nadie y estaba cansado y con ganas de leer el libro, que era de unas 150 páginas. Me acosté y me puse a leer, sintiendo nuevamente los aromas del cuarto y los sonidos que llegaban de la calle. No sé cuánto tiempo estuve allí en el cuarto con la luz encendida. Tarde, ya de noche, llegó Simón, que subió al cuarto a saludarme. Le conté de mis aventuras y la lectura. El dejó el cuarto riendo, diciéndome que nos veríamos al desayuno, para que le contara el resto.
El día siguiente era un jueves, lo recuerdo perfectamente. Me desperté con ganas de seguir descubriendo la ciudad. Bajé a la cocina y me encontré con Simón, que me saludo de buen ánimo. Me senté en la mesa con él y me sirvió un té. Hablamos de lo que había vivido el día anterior, me pidió que le comentara la charla de Cooper y me dijo que conocía sus teorías indirectamente a través de Basil Bernstein, que describía los códigos lingüísticos que diferenciaban las clases sociales.
Simón se ocupaba, entre otras cosas, de estratificación social en las sociedades latinoamericanas y una de sus conclusiones era que esta era un resultado directo de la absoluta falta de movilidad social. Si uno nacía rico, era rico por el resto de su vida y si uno nacía pobre, su destino era ser pobre hasta la muerte. Agregó que en Latinoamérica los contactos sociales y emotivamente fuertes entre personas de clases diferente eran casi inexistentes y que esto no permitía la empatía y una identidad común. Escuchándolo, pude percibir que la sociología en Argentina estaba más desarrollada como estudio y que era, además, menos ideológica y más orientada hacia los problemas reales que en Chile.
Simón era un intelectual, formaba parte de la “inteligencia” y tenía una posición social holgada, que le permitía viajar y conocer el mundo. Leía en inglés y francés. Me preguntó por mis intereses personales y le conté que quería estudiar psicología, pero que por el momento lo importante para mí era sobrevivir. Me miro y me dijo que seguramente iba a sobrevivir y que esta situación inestable en que me encontraba no iba a durar para siempre.
Después hablamos de lo que pasaba en Chile y en Argentina. Él tenía clases e iba a volver tarde como ayer. Yo le dije que iba a pasear todo el día por la ciudad y que no se preocupara. Antes de salir, me dijo que el viernes tenía un encuentro con unos amigos y si yo quería, podía participar. Le dije que me encantaría hacerlo y él se fue sonriendo a su trabajo.
Yo mire unos minutos por la ventana y decidí que iba a hacer el recorrido opuesto. Que iba a caminar hasta Córdoba, en vez de ir hacia la izquierda y doblar en Rivadavia, y de allí hacia el centro, pasando nuevamente por la universidad. El día era esplendido y me sentía lleno de energía, optimismo y ganas de experimentar nuevas cosas, caminando de arriba abajo por toda la ciudad.
Me gustaba pasear, mirar la gente, constatar las diferencias entre Chile y Argentina, que en esos años eran tantas, además de observar y aprender. Era el 1973, inicios de diciembre y mi vida había cambiado completamente. Había dejado mi país para sobrevivir y ahora estaba con un amigo, que no conocía, hospedado en su casa por unos días, tratando de recomenzar mi vida. Sabía que tenía que encontrar una solución y decidir qué hacer conmigo mismo y mi futuro.
La situación en Chile no cambiaría por muchos años y era probable que empeorara también en Argentina. Salí a la calle y seguí la gente casi sin destino. Al llegar a Corrientes, antes de Córdoba, doblé hacia el centro y caminando despreocupadamente por la calle, de repente, me encontré con un conocido. Él me reconoció y me llamó "Pedro, Pedro". Me giro, lo reconozco y nos damos un abrazo. Me dijo que estaba contento de verme y nos fuimos a conversar a un bar. Me contó de su situación de refugiado, de cómo yo podía obtener ese estatus y recibir ayuda por un tiempo. Me hizo la lista de las personas que conocíamos y que vivían en Buenos Aires y quedamos de acuerdo que me acompañaría a la oficina de las Naciones Unidad para los refugiados.
El lugar no quedaba lejos y fuimos caminando. Al llegar, me encontré con una fila de personas que esperaban, unas 30, de las cuales casi la mitad eran chilenos, de todas partes del país. Después de un tiempo, entré a hablar con una señora que tenía, como muchos en Argentina, nombre y apellido italianos. Ella, cuando descubrió que estaba solo y que era, según sus palabras, un niño, hizo todo lo posible para ayudarme y me aconsejó que lo mejor para mí era vivir en un refugio y que me podía acomodar en uno que no estaba lejos, una casa casi en la esquina entre Córdoba y Pueyrredón. A menos de un kilómetro de la casa de Simón, pensé al sentir sus palabras.
La asistente social, que se llamaba Ángela, hizo unas llamadas, salió y entró varias veces de la oficina y cuando volvió definitivamente, traía unos papeles y un sobre. Me dijo que me habían reconocido como refugiado, me dio unos documentos que demostraban el hecho y me pasó el sobre con un poco de dinero, diciéndome que en caso que tuviese cualquier dificultad la contactara sin hacerme problemas. Además, me dio el nombre de una persona en el refugio y una dirección para que fuese inmediatamente y me dieran un lugar para dormir y un poco de comida.
Salí de la oficina de las Naciones Unidas para los refugiados y me dirigí hacia el refugio, pensando en todo lo que había experimentado en esos pocos días. Mientras caminaba, decidí que le diría a Simón que dejaba su casa y que le agradecía enormemente su ayuda, ya que entendía que no podía quedarme allí por muchos días.
El refugio era una casa enorme de tres pisos con una cocina, un comedor grande donde se comía a turnos y baños. Todas las otras habitaciones disponibles eran usadas como “dormitorios”. En fondo a un patio, había un garaje de unos 200 metros cuadrados, que también se usaba como habitación. En total, vivían allí unas 100 personas, entre hombres, mujeres, jóvenes y niños. La mayoría eran chilenos. Había también un grupo de uruguayos, algunos bolivianos y dos paraguayos. Todos tenían interminables historias que contar y casi todas las conversaciones trataban de esas aventuras y dramas personales.
El ambiente era tranquilo de día, ya que muchos preferían salir a pasear o a buscar trabajo durante día y se volvía tarde para comer y dormir. Los trabajos disponibles eran descargar camiones en el mercado, limpiar el piso en un bar o restaurante o trabajar en una cocina lavando platos. En el refugio encontré algunos conocidos y me pusieron en el garaje, donde estaban los solteros. Uno de mis amigos me dijo que había que hacer lo posible para encontrarse un trabajo y que podíamos hacer algo juntos. Fuera del refugio, en hoteles, vivían unos 20.000 refugiados y el número aumentaba día a día.
En un rincón del garaje en alto me pusieron una cama y la idea fue que tenía que ir a buscar mi mochila y despedirme de Simón. Eran como las 6 de la tarde cuando decidí ir a recoger mis cosas. Salí del refugio solo, doblé hacia la derecha, pasando por un bar, donde encontré una joven que me sonrió. De allí, hacia la izquierda por un kilómetro. Caminaba lentamente con la sensación de que tenía que salir de Argentina. La violencia aumentada, aumentaba la tensión y las protestas, el gobierno de Perón era débil y estaba profundamente dividido entre corrientes de derecha e izquierda. A menudo me detenía a leer los diarios y veía en las noticias que estaba pasando lo mismo que en Chile, el país se hundía lentamente y nadie hacía nada para salvarlo.
Llegué a la casa de Simón y entré sin encontrar a nadie. Busqué papel y un lápiz para dejarle algo escrito, diciéndole que pasaría a verlo lo antes posible para agradecerlo personalmente. Le contaba todas mis peripecias y también el hecho que era mejor que me transfiriera rápidamente al refugio. Después de escribirle me puse a mirar las fotografías que colgaban en las paredes de la casa y encontré una foto reciente, donde Simón estaba con su mujer y su hija. La miré por unos momentos y pensé que seguramente el cuarto donde dormí fuese de ella, la hija, y me apure en limpiarlo, sacado las sábanas de la cama para ponerlas en el lugar donde tenían la ropa para lavar.
Después bajé, mire el reloj y decidí que era mejor que me fuese. Dejé las llaves en la mesa sobre la “carta” que le dejaba y me dirigí hacia la puerta. Abrí la puerta y, en ese momento, Simón estaba allí, buscando la llave en su bolsillo. Se sorprendió al verme y cuando entró en su casa le dije en palabras todo lo que le había escrito, mientras me miraba con los ojos mojados. Se levantó, me dijo que yo pudiera haber sido el hijo que nunca tuvo y nos dimos un abrazo.
Antes de salir le dije que pasaría un día a saludarlo y a contarle como me iban las cosas. Salí de casa y me fui caminando lentamente hacia el refugio. Era ya noche, hacía calor y había, como siempre, mucha gente por las calles.
Unos meses después nos volvimos a encontrar. Fuimos a comer juntos, él estaba con su mujer y su hija, que se llamaba Ana, y les conté que dejaba el país y me iba a Dinamarca, donde tenía dos hermanas. Hablamos de tantas cosas, reímos y nos volvimos a despedir. La mujer de Simón me dio un beso en la mejilla y me dijo a baja voz que su marido y ella me querían como un hijo. Ana me regalo un libro de Cooper. Ella estudiaba psicología y le faltaban pocos años para terminar. Cuando abrí el libro, encontré una dedicación suya: a mi hermano menor, que nunca tuve y que nunca conocí, cómo me hubiera gustado conocerlo.