Y allí está él. Dando golpes al hierro al rojo vivo, moldeándolo con manos que han golpeado durante casi un centenar de años, una historia y una vida. Tenía solo 14 años cuando conoció de su tío este oficio cuasi desaparecido. Y es que las navajas, los llamadores, las bisagras y todos los elementos realizados con hierro siguen siendo necesarios, pero la banda sonora que crea el golpear sobre el yunque se sustituyen por maquinaria y “fundición en frío” que abarata las piezas, pero también las hace menos duraderas, aunque la morriña se instala en el interior de aquellos que visitan la fragua de José Ares, en Valdespino de Somoza. Un hombre tan de su tierra que hasta luce el apellido que le ubica en la Somoza seca, aria y dura. Un oficio procedente del tiempo de los arrieros, tan necesarios para el herraje de las caballerías.
Y es que José es uno de los últimos, no de Filipinas pero sí de Valdespino, del oficio de artesano. Con sus 93 años sigue acudiendo a la fragua, encendiéndola con carbón de piedra, que no sirve para la cocina como matiza su mujer. Y es que ella, Visitación, también merece su propio reportaje, las líneas que recuerden la labor de quienes han vivido la mayor parte de su vida siendo el apoyo y el bastón de estos artesanos. Y me atrevo a decir que Visitación sabe casi tanto de esta pequeña fragua, de paredes ennegrecidas, como su marido. Apoya en bastones el paso de los años, el peso de la vida que recuerda, al igual que José, con una precisión pasmosa. Y la relata con una ilusión y brillo en los ojos que ha dejado como legado en sus descendientes.
Generaciones de artesanos se dan cita en esta pequeña fragua, de ventanas azules maragatas, que guarda historias colgadas de sus paredes y cada tañido dado por el martillo sobre un yunque que hace años dejó de ser recto. En ellas uno puede encontrar picaportes, bisagras, llamadores, llaves… y cientos de elementos más que los ojos casi no llegan a registrar. Una fragua, que como él mismo cuenta, sirvió como lugar de reunión y encuentro de las personas del pueblo. Allí no solo se charlaba o “se comía un trozo de tocino”, también se trabajaba, porque nunca había manos suficientes para moldear el acero.
José Ares muestra a todo el que quiera que él sigue realizando todo tipo de piezas, sobre todo navajas. Navajas que llevan el sello de Valdespino, haciendo llegar este pueblo de Maragatería a todos los puntos del mismo.
El enorme fuelle movido a mano de la fragua es accionado día a día por José. Cuando las llamas prenden, avivan el paso de los años que le han hecho inclinarse para realizar piezas que serán irreproducibles, únicas y que traspasarán los años en perfecto estado. Y es que la garantía de estas piezas es de por vida.
José no solo realiza las piezas, sino también aquello que necesita para ellas. Desde el martillo hasta la parte más pequeña de los elementos han sido creados por el mismo, tal y como él recuerda: “las navajas las he hecho yo, también la empuñadura de madera”. Navajas que en su gran mayoría tienen forma de bota de tacón, esa forma tan maragata, tan arriera. Junto al fuelle, el horno de carbón donde se calienta el metal, un yunque negro machacado durante decenios, y todo ello entre unas paredes llenas de carbonilla inmemorial y oscurecidas por las décadas de artesanía, de encuentro de los del pueblo, de los vecinos de las localidades aledañas y del tañir del yunque.
José el herrero se pone guapo para la labor, se ata su mandil antes de encender la fragua y meter el hierro en el fuego. En pocos minutos está ya al rojo vivo, lo saca y lo moldea con el martillo para darle la forma que él busca. Una acción que continuara día a día en esta fragua que parece ya un capítulo del pasado pero que sigue abriendo sus puertas al siglo XXI.