Vivo construyendo mundos para después destruirlos. Mundos imaginarios que reflejan el real desde una perspectiva nueva y cuya base está hecha, al inicio, con pocos indicios. Algunos las llaman teorías, otros, meras suposiciones, pero en práctica es casi lo mismo. ¿Qué hubiera sucedido si …? Es una de las preguntas que me hago a menudo. O ¿por qué fue así y no de esta otra manera o cuánto podrá durar, si no cambia?
Estos mundos virtuales o historias cambian rápidamente, porque los datos que obtenemos nos fuerzan a actualizar nuestras teorías y esta forma de pensar, típica de un investigador, de un periodista o de un científico, es en realidad un diálogo entre lo que sabemos y lo que teorizamos y, en este juego, lo único que sabemos es que nuestras verdades no son ni serán nunca absolutas.
Por otro lado, a menudo me sorprende el hecho de que confundimos las dos cosas: las hipótesis con la realidad o nuestras ideas sobre el mundo y el mundo real. Y el único método para evitarlo es dudar. Dudar siempre y de todo. Y pensar cómo podría demostrar que no es así para poder avanzar, ya que el conocimiento es siempre negativo, en el sentido que sabemos más sobre lo que no puede ser posible que de lo contrario. La misma idea de que la tierra fuese redonda, casi como una pelota, surgió de la imposibilidad de que fuese completamente plana a partir de incontables observaciones, como las obtenidas durante los eclipses, cuando la tierra oscurecía la luna, mostrando siempre una curvatura u observando la luna misma, pasando de llena a menguante.
Una de las tantas cosas que se aprenden pensando así es que todo es, en cierta medida, una opinión. Y la única diferencia entre una opinión y otra opinión consiste en la cantidad de datos que la sustentan y nuestra capacidad de adecuarla a nuevas observaciones. Pensando así, la aberración más grande es la de aferrarse ciegamente a ciertas opiniones, que con el tiempo, se convierten en obsoletas y por ende en cosas absurdas. Por este motivo, considero que el mejor indicador de seriedad intelectual, sea el haber cambiado de opiniones tantas veces, actualizándolas cada vez más.
Una vez, hace ya unos decenios, escuché un político danés que en una discusión pública, donde era criticado por haber cambiado de opinión, dijo claramente que él tenía una opinión hasta que la cambiaba y, en realidad, debería ser siempre así. Porque si uno no cambia sus opiniones, lo único que demuestra es ser una persona obtusa, que no aprende ni duda de su propia imagen del mundo y que seguramente esta ha sido ya mil veces superada, si alguna vez en la vida fue plausible y por consecuencia, ahora no es nada más que un prejuicio, es decir, una opinión insostenible.
Desde esta perspectiva, cada vez que escucho o leo lo que afirman muchos políticos latinoamericanos, por no decir casi todos, llego a la triste conclusión, que ellos viven en un Macondo, donde el tiempo nunca pasa, porque se repite constantemente y, si piensan de ser hábiles y bien informados, es porque nadie los ha confrontado con otras verdades o les ha dicho claramente que son ignorantes y además estúpidos, como Úrsula en Cien años de soledad, que pensaba de estar aún viva, porque nadie le había dicho que estaba ya muerta.
Pero el problema mayor es que estos políticos, de vez en cuando son votados, y, al ser elegidos nuevamente con una mayoría de votos, no nos queda otra alternativa, que aceptar y concluir, que el mal es general y que en la tierra de los muertos gobierna y gobernará siempre un muerto o un vivo imaginario.