En la tienda de regalos de la exposición temporal sobre Munch que acoge el Museo Thyssen de Madrid hay: tazas de grabados de El Grito, fundas de cojines de cuadros sobre hojas de Munch, chapas con el eslogan de la expo “Too Munch”, libros despiadadamente caros sobre la técnica de Munch, los lugares donde comió Munch, la familia de Munch y lo que otros artistas piensan de Munch. Uno también puede encontrar camisetas de El Grito, láminas para decorar tablas de skate de El Grito, cajitas para guardar utensilios diversos, un lápiz que grita de El Grito y un trozo de tela que no queda clara cuál es su función. Sirve para cubrir un mueble y, por las proporciones, bien podría ser una mesa camilla o la cuna de un bebé.
He seguido el curso antinatural de los museos, comenzando por la tienda de regalos, porque me he creído más inteligente que el chico de la recepción, he insistido en pagar dos euros más para tener derecho universal a acceder a la colección permanente, he defendido mi deber inalienable como consumidor cultural a tirar el dinero aunque sepa (porque en el fondo lo sabía) que ni de broma iba a darme tiempo a disfrutar del noruego y del resto del museo en dos horitas, así que aquí estoy, pasando el dedo índice por encima del plástico protector de los regalos como se pasa la zarpa encima de la ropa extraordinariamente cara de tiendas a las que uno no debería entrar.
Por fin me llega el turno.
Cuánta gente.
Es bonito saber que, proporcionalmente y al contrario de la corriente cínica cultural, estas salas demuestran que hay público más que suficiente para callar la boca a esos tristes y apolillados contables incapaces de entender la cultura como un asunto situado por encima de dividendos y márgenes de beneficios. Además, la inteligente organización temática en arquetipos (Celos, Enfermedad, Amor…), la iluminación tenue, la calidad de las pinturas en exhibición, todo se confabula para convertir a ésta en una de las muestras más importantes y de mayor calidad del año. Es reconfortante, es emotivo aproximarse a las angustias cargadas de color y belleza, quebrando del imaginario que tanto la vida nórdica como el invierno de las emociones están atrapados en tonos fríos y deprimentes. Ahí reside buena parte del genio de Edvard Munch. Es tan básico como evidente.
En…
-¡Esto es como el programa! ¡Como Museo Coconut!
Menudo susto.
A ella la exposición le recuerda al programa de Joaquín Reyes. Él asiente, elucubrando qué pasaría si la madre y la hermana de Munch saliesen del cuadro y se pusieran a contar paridas.
He perdido el hilo.
Creo que estaba encontrando el genio del pintor en…
-¡A éste tío lo metía yo en un manicomio! ¡Ya lo creo!
Me alejo todo lo rápido que puedo a una esquina de la sala Ansiedad. No soy de leerme los folletos, así que quizás haya omitido que cada estancia de la expo ha sido cubierta por actores secundarios especialmente contratados para provocar el estado anunciado en letras mayúsculas en las paredes.
En el caso del cine puedo entenderlo (avances con más seducción que verdad, títulos confusos, sinopsis tan ambiguas como el último te quiero antes de la ruptura), pero, ¿por qué alguien paga diez, doce, quince señores euros si toda su consideración, sensibilidad y asimilación de la expresión artística de un post-impresionista nórdico se reduce al comentario arrabalero?
No me malinterpreten: aquí la cuestión clave es la transacción monetaria. Como firme defensor de la gratuidad sin límites de espacios como los museos, creo que caballeros como el anterior o visitantes como la señora de dimensiones panorámicas que ahora mismo me echa el aliento en el cogote, tachando al pintor y el total de su obra como de “Asqueroso Machismo Desenfrenado”, creo que ese es el tipo de visitante que merece toda la atención de las instituciones culturales. El que merece toda la inversión en guías que, cargados con toneladas de amabilidad y saber estar, argumenten por qué, quizá, se trate de algo más que demencia, algo más que misoginia contenida, algo más que pinceladas brillantes y temas angustiosos de manual junguiano.
Pero, ¿hasta qué punto debe intervenir el lugar en las consideraciones previas del visitante? Nadie puede acusar a los curadores de falta de información o incluso de intención didáctica. La campaña de marketing encarnada en cartelones, carteles en marquesinas de paradas de autobús y reportajes en diferentes medios no deja lugar a dudas: usted va a ver cuadros, cuadros de un pintor noruego mundialmente conocido por una figura habichueliforme sujetándose los carrillos en una de las mayores expresiones de terror y claustrofobia jamás parida por mano homínida. El gran misterio del visitante comentarista es: ¿por qué? ¿Qué le ha impulsado a introducirse en este edificio, pagar una entrada de dos cifras y, claramente, sufrir? O mejor dicho: ¿qué esperaba? ¿Qué esperaba aquella mujer panorámica de un señor de finales del XIX en términos de su aproximación a la cuestión femenina, la emancipación de la mujer y demás? Quizá el lastre que cada uno arrastramos ante los genios sea el del egoísmo concreto: nuestros esquemas de valores son insuperables pues residen en el presente. ¿Y qué hay más avanzado que el presente, con sus sentencias sociales ametralladas por cualquier fulano ante las limitaciones de los habitantes del pasado? Lo colectivo, lo atemporal, el arquetipo. Lo universal. Y el error, como suele ser habitual, reside en ser incapaces de someternos a lo que cualquier obra maestra nos pide, sutilmente, casi en un susurro. Olvida mis limitaciones como varón heterosexual de 1890. Apiádate de las estrecheces de mis consideraciones como en el futuro se apiadarán (y burlarán) de las tuyas. Piensa en los que estuvieron antes, los que vendrán después. Piensa en sus fallos, sus regocijos y sus sueños a medio montar. Piensa en todo eso y supéralo para aceptar algo más, porque eres tú y en Noruega también tenemos atardeceres de un rojo tan intenso como en tu pequeña parcela mediterránea. ¿A que nunca nos imaginaste así?
Ese es el gran logro de Edvard Munch: estar atrapado por las oscuras contradicciones de su tiempo mientras nos regala un reflejo a base de pinceladas sobre el nuestro.
En caso de no sentirlo así, no hay de qué preocuparse. Cada cual lo encuentra en el sitio donde debe, fuera o dentro del museo. Y si se sigue sintiendo mal por ello, recuerde que los salvamanteles con el grabado de El Beso están a mitad de precio.