He dejado mi mundo para entrar en otros mundos, porque mi mundo es la lengua, las palabras, los sonidos y los acentos, que nos permiten sentir, vivir, trasmitir experiencias y reflexionar. He pasado del español al italiano en Italia, al danés en Dinamarca y al inglés en mis interminables correrías y cada idioma ha sido una casa con su puerta y ventanas. Con sus paredes y su techo, con sus ecos y su alma.
En realidad, me he exiliado, viviendo en idiomas que no se hablan en el lugar donde vivo y he perseguido sombras y recuerdos, usando otros verbos para volver atrás y desenredar el sentido. Leo en francés, consulto temas en alemán, comprendo y leo fácilmente el portugués con toda su musicalidad. Leo poesía en sueco y en noruego, pero a la hora de escribir vuelvo a mi juventud, retomo la lengua de mis padres, que tampoco era su lengua y hablo en español, porque en español aprendí a pensar y a jugar.
A veces busco una palabra pasando de un universo a otro, a veces trato de seguir un estilo que he apreciado en otras lenguas, a veces me confundo y cambio rápidamente de realidad. Pasando de una casa a otra, entrado por la puerta y saliendo por la ventana. He percibido el tono que encierra cada palabra, como si el tono mismo tuviese un significado, como si la música misma de la palabra le diera un sentido y esa palabra la repito cientos de veces hasta que se me pega en la garganta y en la lengua, como algo que me pertenece y me hace más humano y más real.
Mi mundo está cargado de gramática, de reglas que hay que seguir para poder cambiar y huyo lentamente de las convenciones, de lo que por un motivo u otro considero tradicional y con los sonidos trato de tejer mi propia lengua dentro de la lengua para pensar y sentir una nueva realidad. Muchas veces pienso que no somos más que la suma de todas las palabras que conocemos, de todos sus secretos y matices y con todos sus usos y posibles significados. Pero también siento que en nosotros exista algo que no es parte del lenguaje y del cual todos partimos en una búsqueda ciega que no tiene destino ni final.
Estamos atrapados en la lengua y no podemos liberarnos, ya que todo lo que podamos imaginar y pensar estará determinado por ella y por eso la lengua es nuestra realidad, nuestro destino y nuestra prisión, que nos apega y separa del mundo, como si este fuese un reflejo de la primera o esta fuese un reflejo inexacto de todo lo que nos circunda y nos limita, como hace también la lengua, que nos da alas y no nos deja volar.