Un chico adornado con un cigarro en cada oreja me está hablando de su perro, un perro enorme de salvamento alpino al que quiere mucho pero al que, desgraciadamente, ya apenas ve. Luego saca un bote del tamaño y la forma de una barra de cacao de labios, lo destapa y se lo hinca en una fosa nasal, aspirando como se abre la capa de ozono. “Yo no necesito de esto, pero necesito de esto, ¿sabes?”. Sé.
Creo que es Popper, coca no parece.
Me confiesa que quiere ser mi amigo ya que en invierno suele esconderse en su casa, el otoño se le ha colado en el calendario y dentro de poco posibilidades de encontrar a alguien que le preste tanta atención quedarán tan pocas como crucifijos en la Internacional Socialista.
-“¿Sabes?”. Sé.
Por eso quiere confesarme que va a ir a un sitio secreto, un bar clandestino oculto en un subsótano al que se accede a través de una puerta negra. “Está aquí al lado. Solo tienes que llamar y decir Quiero Pasar.”
Es la primera noticia que tengo de estos lugares, por lo visto bastante conocidos en Madrid. Sólo hace falta pasar un mes en la ciudad para dibujarse un mapa de lo más decentito de estos refugios del bebercio a los que acudimos aquellos a los que el reaggeton de profecías copulatorias nos provoca estreñimiento facial. Hay cerveza, hay vapores de nicotina en el ambiente, hay gente muy triste haciendo como que no ha entrado porque lleva toda la vida dentro.
Vamos a la recomendación de mi nuevo amigo nostálgico de su sanbernardo.
Por razones obvias, los antros aquí mencionados no van a ser ubicados geográfica ni nominalmente. No es que la policía no sepa dónde están, ni los vecinos, ni los Erasmus franceses que chapurrean el español como un naufragio en el lodo. No, no. Es un pacto de no agresión, quebrado ocasionalmente cuando los decibelios se van de las manos. Mi primera noche en un bar clandestino madrileño termina con los municipales obligando al dueño, o al que creo que tiene poderes de dueño (es complicado; en el siguiente al que voy el propietario también es el portero y el bedel, lo que no deja muy clara la jerarquía de estos negocios) a poner la Carta de Ajuste. Antes, una mujer de la edad del Pleistoceno nos invita a cerrar el pico, chistando con el cuello de su botellín en los labios. Luego, un amable senegalés tan grande como una estación seca nos invita a abandonar el local en fila india. Hola Policía, Hola Amanecer Raro.
Un aspecto fascinante de estos lugares es su supervivencia. Se mantienen al margen de todo. Por razones obvias, carecen de la más mínima publicidad, señal o letrero. Su existencia es venérea, basándose en la transmisión oral, especialmente entre aquellos fulanos de equilibrio a punto de pasar a mejor vida confiando el secreto a sus nuevos mejores amigos. Como mi guía adicto al Popper. Como el hijo de ferroviario convencido de que los OVNIS son mensajes celestiales que nos conducirá por una nueva ruta de sótanos alegales dos semanas más tarde.
¿Qué se cuece en estos sitios? Nada especial. Lo mismo que en muchos bares de Lavapiés en la superficie solo que destilado, condensado y servido con mayor graduación: varones de edad indeterminada tocando una guitarra mientras otros les gritan a las cuerdas del instrumento, parejas a las que les gustaría conocerse un poco más antes de meterse mano, cosa que nunca ocurre, porque uno no baja a los sótanos a profundizar en las chamuscadas raíces existenciales de los presentes, no señor. También hay treinteañeros catatónicos, pre-viejos envueltos en bolsas de cuero confundidas por caras, una proporción increíble de ropa vaquera y de vez en cuando hasta un perro labrador. La diferencia con los antros legales, de superficie y extraordinariamente sableadores de ahí arriba es que aquí la confusión, la angustia y la desorientación que se cuela en cada baile, en cada rechazo al invitar a una copa, en cada aproximación saboteada a ese chico/a, aquí todo tiene una pureza muy particular.
“A este lo conocía yo de pequeño”, me comenta un tipo con una camiseta de color púrpura cosida a balazos junto al que nos sentamos mi guía y yo. “Lo del perro es cierto. Le encantaba, estaba todo el día para arriba y para abajo con el bicho, allí en Villa. Le teníamos una envidia de cagarse en el colegio. Nos encantaba ir a su casa y echar el rato. Luego el padre tuvo una movida muy chunga, lo llevó al veterinario, le dijo nosequé y el animalito no salió bien de allí. Fue como una operación a medias.” Mi guía se despide de escuchar la historia mientras se hipnotiza a sí mismo con la palma de la mano. “Se quedó tocado del ala, el perro digo. Se supone que lo llevaron para un problema de gases o una mierda de esas, pero al final… En fin. Que al final lo tuvieron que sacrificar. Joder, lo mal que lo pasó.”
Otra regla no escrita de los cenáculos de la superficie que aquí se van a tomar viento es el relato de las miserias propias y ajenas. Arriba lo normal es que se expriman como moneda de cambio para ligar, para murmurar soliloquios en una esquina cochambrosa cubata en mano o, a lo sumo, para levantar colchonetas de salvamento entre auténticos colegas de toda la vida. Contar la tragedia, oír que no es para tanto, sacar una sonrisa endeble, llorarlo en casa y a seguir la vida, caramba. Ese es el ciclo natural.
Abajo no.
Abajo, en los subsótanos, las historias se disparan con tanta facilidad como se tumbaba una mesa en Dallas y el primer Colt del 45 salía a relucir.
Hay que andarse con cuidado con quién se va a estos sitios. Y no me refiero precisamente a invitaciones de desconocidos. De hecho, lo mejor que le puede ocurrir a uno es que se encuentre con un completo ignorante de tu pasado, tus desgracias y tus triunfos privados, para que la puerta a las sensibilidades de uno quede bien cerrada. O por lo menos con la llave todavía en tu poder.
Conforme avanza la traumática narración del perro muerto por negligencia paterna me voy poniendo cada vez más incómodo. ¿De verdad no nos está prestando ninguna atención? ¿O es que se está arrepintiendo de haberme traído aquí, confiado en que pasaría un buen rato lejos del pestazo de los escombros personales?
Si ya cuesta darse un garbeo nocturno los fines de semana sin que a las cinco de la mañana le asalte uno, con los ojos empapados y el moquillo colgante, la eterna y lúcida pregunta “¿Tiene esto algún sentido?”, no me quiero ni imaginar lo que debe estar pasándosele por la cabeza ahora mismo a mi guía improvisado.
Al redactor le gustaría aclarar Una Cosa: este es un auténtico antro clandestino. Es decir, no es uno de esos reductos envasados en un pijerío transmisor de pulsos homicidas, como cierta terracita chic de Calle Montera ubicada sobre una tienda tan elegante que el aire le corta a uno los pulmones. En absoluto. Este lugar, como todos a los que pueden acceder congeniando un poco en las zonas adecuadas, como Lavapiés, es el verdadero tugurio al margen de la ley. Los otros merecen su propio artículo, pero no es el caso de momento. Así que ándense con ojo cuando les inviten a tomar algo en un local recóndito y secreto porque pueden terminar en un saloncito vintage, requetecuco, requeteRalphLauren, donde la Mahou se paga a plazos.
No digan que no les advertí.
En lo que ha durado esta acotación mi nuevo mejor amigo ha desaparecido. El relato del perro sacrificado ha quedado en el aire cuando una chica que mira la pared forrada de maderaplástico le pregunta al conocido de mi guía por un tal Tucho. “Pues pendiente de juicio sigue, por lo del bocao al munipa.”
Una nueva trama sobre un nuevo desconocido con aficiones canibalescas aplicadas contra los agentes de la ley, un nuevo ruido en el grupo musical improvisado (suena a armónica, pero no termina de parecerse a la melodía que uno siempre ha relacionado con una armónica) y la planta de interior impasible, en la esquina, aberrante como todo aquello cuya presencia ha sido decidida de forma aleatoria. En tres cuartos de hora nos van a desalojar. Entretanto, como en al menos otros seis sótanos en menos de tres kilómetros a la redonda, el ambiente se va a cargar de más historias, más confesiones sinceras a su pesar. De pronto recuerdo todas esas tonterías pronunciadas por hombres de mediana edad conservados en sucedáneos especialmente caros de Barón Dandy: “Ya no hay locales como los de antes, ya no hay grupos como los de antes, ya no hay noches como las de antes”.
Existen. Pero ellos, quizás usted, quizás yo mismo dentro de veinte años, ya no acuden a dónde realmente se encuentran. Prosperar en la vida tiene la cualidad de proveer de una curiosa amnesia, una según la cual lo “auténtico” sigue envuelto en celofán entre las bolsas guardadas en el trastero, bolsas de un pasado más precario y pobre y descontrolado. Pero esos lugares siguen existiendo, siguen siendo propiedad de gente más joven. Y, a veces, de forma algo más trágica, de gente para las que Prosperidad sólo es el barrio al que van a volver a las ocho de la mañana.
Lo genuino, década a década, como el planeta, como la política, siempre le sobrevive a uno.
Ahora mismo, en el subsuelo de Madrid.