Fue a la puerta del colegio donde escuché aquella frase que captó mi atención: “No, no, nada de poner bombas y volar el parlamento. Asesinatos selectivos, pistola en mano y mirando a los ojos a cada uno de estos cabrones que nos están ahogando. El primero: Rajoy”. Inmediatamente ajusté la frecuencia de mi oído y dirigí la oreja hacia aquel hombre de ceño fruncido que, a pesar de los esfuerzos del resto de padres, que intentaban calmarle a base de palabras que usamos a menudo en la Cuenca Minera, del tipo: “anda Pepe, nun seas animal, que esos políticos, con to lo hijos de puta que son, tienen fíos, familia…”, no paraba de escupir rabia por su boca: “¿Familia?, ¿hijos?.. No te preocupes por ellos, que sobrevivirán, seguro que no van a este colegio, donde la profesora del mi guaje está peleando ella sola, sin apoyo de nadie, con 26 rapacinos de cinco años, en la etapa más importante de su formación; donde quitaron las clases de asturiano y de informática por falta de personal, pero las de religión son intocables, donde a punto estuvieron de suprimir el inglés porque no es obligatorio en primaria… No me hables de los hijos de nadie y mira lo que están haciendo con los nuestros, quieren burrinos mal formados, mano de obra barata para competir con Bangladesh el día de mañana, cuando en China dirán: `no compres eso que es made in Spain y no respetan los Derechos Humanos, tienen a los trabajadores asfixiados´, o qué pasa, que no os dais cuenta de lo que están haciendo con la educación; si es que estoy hasta los cojones, como siga viendo el telediario, viendo a Rajoy despreciando debates con esa risa de pusilánime mientras vamos perdiendo todo poco a poco, como siga viendo a esos corruptos, forrados, con el dinero calentito en Suiza y de rositas… qué va, qué va, una pistola no, una metralleta…”. Otro padre intervino entonces para decirle que el 20 de diciembre tenía una oportunidad de echarlos a la calle sin necesidad de matar a nadie. Pepe-ceño-fruncido acabó de explotar: “¿El 20 de diciembre?, ¿y qué?, ¿y ver cómo se hacen con el gobierno los del Rivera, esi corderín más facha que los abuelos de los que gobiernan ahora?, ¿esi corderín neoliberal que pactó con la ultraderecha y que ta esperando pa sacar la tijera y el cuchillo que esconde detrás de esa sonrisa inquietante? Entonces ahí sí que se acabó, una metralleta no, una bomba nuclear…”.
Después de recoger a mi futuro burro mal formado me dirigí hacia casa, adonde llegué pensando en la inutilidad de la crispación sin acción, en por qué en todos estos años de crisis-estafa la gente desesperada despotricaba en los bares y no había salido muchísimas más veces a la calle, en las palabras de aquel hombre dispuesto a comprarse una pistola o una bomba de hidrógeno. Meditando sobre todas esas cosas encendí el ordenador y, al echar un primer vistazo a un medio de comunicación, me saltaron a los ojos las palabras de Martín Noriega Campillo, un concejal del PP de la localidad asturiana de Peñamellera Baja, quien, a través de Facebook, pedía "un puto tiro en la cabeza" para los refugiados sirios que Europa debería acoger y a los que está hacinando en esas fronteras que son como neocampos de concentración de la indignidad humana. Fue al día siguiente de los atentados de París que dejaron 129 muertos y el vergonzoso texto completo ladraba odio de esta manera: "Qué hijos de puta!! Y todavía tendremos que acogerlos y respetarlos para que no digan que Europa no es solidaria y cosas de esas.. Un puto tiro en la cabeza y fuera!!! Son todos iguales tarde o temprano la lían".
Todo empezó a darme vueltas, el crónico dolor de mi espalda se trasladó al pecho y un zumbido comenzó a taladrarme la cabeza. Entre aquella agitación de avispas enfurecidas distinguí una voz que procedía del armario-librería que había a mis espaldas, unas sordas palabras en alemán me impelieron a levantarme. Abrí las puertas de mi santuario literario y comencé a abrirme paso, lanzando a Shakespeare, Cortázar, Hierro, Saramago, Clarke, Borges, Moore, Homero… por encima de mi cabeza, con un frenesí que cesó abruptamente al encontrarme con La montaña mágica de Thomas Mann. Lo cogí en mis manos como si fuera un tesoro milenario y, abriéndome paso entre cientos de obras desparramadas por el suelo, regresé al escritorio, donde comencé a releer la que es una de las cumbres de la literatura alemana y a darme cuenta de todo:
Génova 13 es el sanatorio Berghof. Da igual que millones de personas pasen hambre o llenen las ciudades de protestas, porque el PP, como aquella burguesía decadente que, rodeada del maravilloso paisaje de Davos, ignoraba los tambores de guerra, nunca va a hacer nada, porque allá arriba, cuando se pone el sol, “la temperatura descendía a siete u ocho grados bajo cero. El mundo parecía envuelto en una pureza helada, su suciedad natural quedaba oculta, congelada, encerrada en el sueño de aquella muerte mágica”.
Génova 13 es el sanatorio Berghof porque la corrupción se ha convertido en una tuberculosis crónica que ha llenado los pulmones del sistema de pus y sonidos de ultratumba, donde solo los ricos pueden pagarse un tratamiento y envolverse en mantas de camello.
Génova 13 es el sanatorio Berghof porque allí el tiempo también se ha parado, concretamente en la dictadura franquista, verdadera abuela de esos cachorros que ahora desacreditan a las personas que quieren enterrar dignamente a sus muertos, diciendo que aquellos solo se acuerdan de estos cuando hay subvenciones. Aquella dictadura franquista de santos inocentes de la que emanan las fotos actuales de cacerías de negocios que aglutinan a políticos y constructores en cortijos que Mario Camus creía extintos.
Génova 13 es el sanatorio Berghof. Allí las señoras de alta laca y mínima ética como Barberá, Botella o Esperanza Aguirre (la misma que llama a Franco socialista o que duda de que la dictadura fuera impuesta por la fuerza) se pasean con sus caras pieles y su falsa dignidad mientras la tisis moral las va corroyendo.
Génova 13 es el sanatorio Berghof porque, al igual que el joven Hans Castorp entregó su alma al lugar, borrando de su mente la parte más abyecta del mundo, un joven Albert Rivera aspira a visitar esa sede reformada con dinero negro para pactar y vivir entre nubes de falsa pureza, donde los ricos empresarios se sienten junto a él en una mesa rebosante de manjares, de esos que embrutecen la sensibilidad y adormilan el entendimiento.
Génova 13 es el sanatorio Berghof, cuyos pacientes miran a la pantalla de cine atónitos, como si hubieran visto B, la película, basada en la declaración de Bárcenas al juez Ruz, dirigida por David Ilundain y posiblemente la mejor película de terror hecha en España jamás, ante la cual nuestra reacción es como la del público de la novela: “El silencio de la multitud después de aquella ilusión era un tanto apático, un tanto incómodo. las manos que no podían aplaudir se encontraban impotentes ante la nada. La gente se frotaba los ojos, mirando fijamente hacia el vacío, sentía vergüenza con tanta luz y anhelaba volver a la oscuridad para mirar de nuevo, para ver de nuevo cómo aquellas cosas pasadas volvían a hacerse presentes desde el principio ilustradas por la música”. Pues eso, impotentes ante la nada y sintiendo vergüenza ajena.
Génova 13 se parece demasiado al sanatorio Berghof, incluso en las escasas disidencias que le nacen, como la de esa Madame Chauchat a la que, tras su viaje a España, le preguntan por el palacio de El Escorial y a lo que ella responde: “Eso, el castillo del rey Felipe. Un castillo inhumanóo´. Me gustó mucho más el baile popular de Cataluña, la sardana, acompañada de la tenora. Yo también bailé. todos se dan la mano y se baila en corro, en la plaza llena de gente. Es encantador, es
humanóo´. (Me extraña que Artur Mas aún no haya citado la novela para justificar el proceso independentista, posiblemente solo lea autores catalanes).
Los paralelismos de la eterna decadencia española -representada por el PP- con la novela de Mann son innumerables.
Por eso, todo en el sanatorio Berghof, con sus gentes y sus enfermedades físicas y, sobre todo, morales, recuerda a Génova 13, con una excepción: en la sede del Partido Popular nunca podría haber un combate dialéctico con la altura intelectual de los mantenidos por Settembrini y Naphta, el último de los cuales, por cierto, se dio un puto tiro en la cabeza.
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