Si la humanidad dedicara y consagrara un solo día del año al silencio para escuchar a la naturaleza con su propia música; desde el murmuro de la cascada al canto de un pájaro, al susurrar de las hojas.., tal vez despertaría del intenso estruendo que nos aplasta, que nos estanca, que enmaraña el pensamiento con los infinitos ruidos mecánicos que inundan y saturan nuestra existencia.
El día internacional del silencio podría tal vez cambiar el rumbo de la humanidad, aunque fuese en la brevedad del resurgimiento de un brote existencial; bajo una consciencia colectiva hacia la vida, hacia lo que vibra, lo que brilla, lo que florece y se expande.
Un solo día sin que la máquina fuese la gran dictadora de nuestras sociedades de prisas, de ansiedades, de órdenes y obediencias, de ocupaciones que nutren el sistema, que nos degenera, dejándonos el alma anémica y desnutrida. La humanidad entera, unida, en el silencio de la naturaleza, como el día de la madre, del trabajador, de la paz…
El día del silencio, como una consciencia hacia el ser con el todo, escuchando nosotros, los hijos de la gran madre, lo que más allá de nuestras pequeñas vidas murmura, canta, gime, erupciona, duele...
Hoy en día, que tan necesario y en boga está trabajar el bienestar a través del yoga, de la meditación, de la literatura espiritual, de las ceremonias, de las constelaciones familiares, de terapias y spas; podría añadirse el día del silencio, en el que en unión entráramos toda la familia de la humanidad a vincularnos en comunión con el santuario de la naturaleza y, allí lavarnos de todo ese ruido que nos impide ver con claridad, en un estado de mente pura, donde sólo se escucha el ritmo natural de la vida y todo lo demás calla.
Un buen remanso de paz, silencio y sanación en medio de la grandiosa Naturaleza, son los baños de aguas calientes. Aguas termales, salvajes o en termas, se han utilizado desde tiempos inmemoriales, en diversas culturas y civilizaciones, como un rito de purificación. Son fuentes sanadoras que invitan con su calor relajante al descanso del cuerpo y de la mente, a la recepción de los elementos de la naturaleza y la integración de nuestra existencia con ella.
Estas aguas sagradas curan reumatismos, alivian problemas circulatorios, respiratorios, gastrointestinales, diabetes, problemas cutáneos o psicosomáticos, como insomnio o estrés. Las fuentes sanadoras, donde hallamos medicina para el cuerpo y el alma, son un alivio que generosamente proporciona la naturaleza a todos sus hijos que tanto sufrimos, destruyéndonos inútilmente con esa relación tóxica de amor odio que tenemos con ella.
Los baños salvajes invitan más que un balneario a una experiencia con lo absoluto. Inmersos en el rezumar de las aguas calientes que manan del vientre de la tierra, su calor, nos abre los sentidos y podemos sentirnos, como hermana o hermano de sus rocas, del agua, de los minerales, del fuego, del aire y de todos los elementos que nutren todo lo que fluye. Igualmente, nuestras emociones fluctuantes, se liberan de estancamientos que nos crean los propios condicionamientos de la mente con sus pensamientos desordenados y confusos tan sumisos al ruido con el que estamos habituados a convivir.
La naturaleza es nuestro Templo Mayor y, en armonía con ella, las asperezas del alma se calman. Así los instintos logran conducirnos de nuevo hacia una mudanza donde el pensamiento inútil cae como hojas secas de otoño y avanzamos hacia una quietud profunda, hacia una mente pura y una ligereza del ser, perteneciente a la unidad absoluta, de lo que fluye naturalmente, dentro y fuera de nosotros.
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