Dioses de las antiguas civilizaciones prehispánicas estaban relacionados con la creación, los elementos naturales y el cosmos. La serpiente emplumada, Kukulkan para los Mayas y Quezalcoatl para los Aztecas; el dios de la lluvia, Tlaloc; la diosa de la tierra y la fertilidad, Coatlicue; o el dios de la guerra, Huitzilopochtli, hijo de Ometeotl; eran motivos de cultos y rituales donde la muerte de los mortales, era ofrenda a la vida de los dioses.
La primera vez que escuché el nombre de Ometeotl fue en la sierra Mazateca de Oaxaca. Allí vivió la sabia y curandera María Sabina. Frente a una cabaña de adobe, unas cuantas personas alrededor de un fuego, cantaban en lengua Nahuatl ¨canciones de poder¨. Después de alcanzar la cúspide de cada canto ceremonial, en un clamor eufórico gritaban a las estrellas invocando al dios Ometeotl, que como el yin-yang méxicano representa el perfecto equilibrio entre lo femenino y lo masculino, la unión entre Omecihuatl (energía femenina) y Ometecuhtli (energía masculina).
Con instrumentos sencillos creaban un trance de ritmos y cantos ceremoniales. Más se adentraba la noche y más se asemejaba los gritos de algunos presentes a alaridos de coyotes. En la ceremonia. Asistían gente local y un par de médicos de la ciudad de México, que con el fin de integrar en la medicina alópata la práctica de la medicina tradicional, venían cada año a adquirir conocimiento sobre ella.
A medida que transcurría la noche, los cantos se hacían más profundos y amplificados. Algunos bailaban en danzas tribales y, en cierto momento de la velada, observé del más silencioso de los presentes lo que en mi lucidez percibí como un desdoblamiento.
Difícilmente podría traducir con palabras lo que presencié aquella noche, pero lo que aprendí, integrándolo en mi realidad, es que el mundo sutil, el mundo de lo espiritual, convive entretejido con lo cotidiano y a través de la fuerza de sus oraciones e invocaciones tan esenciales en la medicina tradicional, como lo son las plantas medicinales, se alcanzan umbrales hacia otras dimensiones de la realidad.
Hoy en día, entre el urdimbre del sincretismo mexicano, se sigue rindiendo culto a deidades y santos. A través de ritos y ceremonias, se hace honor con ofrendas e invocaciones en lenguas ancestrales a los mismos dioses prehispánicos con los principales fines de protección y sanación.
El chamanismo se integra en la vida cotidiana, donde confluyen el mundo visible e invisible, y la medicina tradicional está profundamente unida al misticismo de antiguas creencias, cultos y rezos. Los principales médicos tradicionales -el hierbero, el huesero, el pulsador, el santero y la partera- realizan sanaciones con plantas medicinales y ceremonias. Algunos, como era el caso de Maria Sabina, utilizan a través de sus ¨viajes¨ hongos alucinógenos, a los que llaman niños santos o carne de dios. Para ella, la conexión con los hongos era sagrada.
En sus visiones, a través de la fuerza mística de los niños santos, reconocía el lenguaje de los hongos que le transmitían el mal del enfermo. Las plantas medicinales que necesitaba la persona para sanar iban acompañadas durante su preparación y suministro de un lenguaje elevado y oculto en forma de oración.
“Existe un mundo más allá de nosotros, un mundo lejano, cercano e invisible. Allí es donde vive Dios, los muertos, los espíritus y los santos. Un mundo en donde todo ha sucedido y todo se sabe. Ese mundo habla. Tiene un lenguaje propio. Yo transmito lo que dice”. (Maria Sabina, en Shamanic voices).
María Sabina, reconocida como mujer sabia y curandera, falleció un Noviembre de 1985. Aunque sus artes chamánicas fueran descubiertas a través de un artículo en Times Magazine por Gordon Wasson, que dio como resultado inumerables visitas a la chamana por parte de famosos de la música y revolución psicodélica como Timothy Leary, Bob Dylan, Mick Jagger y gente que venían en busca de algo que presentían más allá de sus percepciones; ella siempre se mantuvo humilde. A pesar del maltrato que recibió por parte de la gente de su comunidad, que la acusaban de haber revelado secretos ancestrales, ella consideró su encuentro con Wasson como destino.
Tanto María Sabina, como otros sabios de la región Mazateca, coincidían en decir, que los hongos habían perdido su fuerza. Decían que su lenguaje, el que ellos transmitían, era ahora indescifrable y que seguramente tenía que ver, porque nunca antes en sus pueblos se habían tomado los niños santos de una forma tan irrespetuosa como los tomaban los jóvenes extranjeros, que sin guías ceremoniales, a cualquier hora y sin aparente causa, más que recreativa, consumían la medicina sagrada o carne de los dioses.
Para llegar a Huautla de Jimenez, a unos 1.820 metros de altura donde está situada la sierra Mazateca, viajé toda la noche en autobús, llegué en la madrugada. Huautla, es uno de los pocos lugares en el mundo que al llegar sentí una ausencia del tiempo lineal y cronológico, para entrar en un tiempo existencial con el ritmo natural de la vida. No es extraño, pues, que nadie allí conociese su edad y que, para tener tal vez alguna referencia a la suya, muchos preguntaban curiosos la mía.
La sierra Mazateca es un paisaje amplio y montañoso, donde la vegetación es abundante y rica en plantas medicinales. Las casas, en su mayoría, están hechas de adobe, y las aldeas están conectadas por senderos en donde a menudo se ven mujeres muy ancianas y ágiles que, como mariposas, parecen flotar ligeras entre angostos y estrechos caminos atemporales. La primera noche me quedé en casa de Doña Inés, sobrina de María Sabina, y persona que de niña hacía de intérprete en sus ceremonias entre el Mazateco, la lengua indígena de María Sabina, y el español. En su casa de Huautla, y a lado de la cama donde yo dormía, había una sala amplia y oscura con el suelo de tierra cubierto de velas y decorado con algunas figuras de dioses prehispánicos y santos. Me ofreció un ¨viaje¨, pero su forma de persuadirme me desinteresó. Al día siguiente, en uno de esos tantos senderos bucólicos, conocí a un joven que, confiado, caminaba con su machete.
Al preguntarle si sabia dónde hospedarme, me ofreció quedarme con su familia en una de las casetas de adobe. Me trasladé con la familia del muchacho, Francisco; que vivía con su padre y sus dos mujeres e hijos respectivos. Uno de ellos era el joven Francisco. También él tenía una hija pequeña y una futura esposa, María. En esos días pude asistir a la boda de la joven pareja. Durante los tres días antes de la celebración, se preparaba tradicionalmente el banquete; desde el desplumaje de las gallinas, al mole para las tortillas, a cargar subiendo hasta el cerro donde vivían los instrumentos de la banda de música, la ¨orquesta humilde¨, que iban a tocar en el baile.
El padre de Francisco, un hombre huraño y poco generoso, me alojó en una cabaña donde no había ni hamaca, me dió un petate y una manta. Por la noche pasaba frío y en la mañana me levantaba con cientos de picaduras en el cuerpo; pero los rezos mazatecos de las mujeres, que antes de la madrugada se levantaban para alumbrar la lumbre del fuego donde cocinaban, y los baños matutinos en una cascada cercana donde aliviaba mis picaduras, además del majestuoso paisaje de Huautla acogiéndome en una dimensión abundante de magia, eran la recompensa incomparable a las incomodidades que pasaba.
En los diez días que pasé en Huautla de Jimenez, a pesar de haber tenido múltiples oportunidades, no tomé los hongos sagrados. No los sentí necesarios, ya que me sentía inmersa en una dimensión de umbrales trascendidos, donde la percepción de los sentidos era más amplia que nunca.
Sin embargo, en tierra ceremonial de los Wixáricas o Huicholes, más arriba de la pequeña población de Real de 14, en San Luís de Potosí, y unos días después de la ceremonia que celebran en el laberinto del cerro del quemado, con el Jicuri o el Peyotl, sentí la necesidad de tomar la medicina sagrada.
Después de recoger el peyote en el desierto, salí al día siguiente, temprano. Subí más arriba de Real de 14 hacia el pueblo fantasma. Hoy este pueblo minero antiguo de los españoles, son ruínas extensas con hoyos profundos de donde extraían oro y plata los colonizadores, y donde hoy luchan los Huicholes para no ceder ante expoliadores que vienen a perturbar el medio ambiente; los nuevos saqueadores voraces del capitalismo, una empresa canadiense, First Majestic Silver, que desde hace años se instala en este territorio negociando permisos con el gobierno de México para perforar tierras sagradas Huicholes.
Subiendo lentamente por el camino empedrado que lleva hasta el pueblo fantasma, me detuve a masticar por etapas un gajo después de otro del cactus sagrado. Llegando al pueblo fantasma y perdiéndome entre las ruinas, seguía tomando la medicina. Comencé a sentir como una gran fuente de energía brotaba de mi sangre, sin poder parar y con mucho impulso, caminé montaña arriba, observando la niebla que mansamente subía.
En las cumbres de la montaña, contemplando el paso del tiempo en las piedras de las bellas ruinas, sentí también el agonizante dolor sepultado de tantos inocentes muertos por la codicia de algunos, y quedé inmersa en un lamento intenso, hasta que, sin darme cuenta, me encontré envuelta en una niebla tupida y densa. Al no poder ver ni a unos pocos metros de mí, quedé desorientada sin saber dónde estaba el camino. El peligro estaba en no poder ver los hoyos que había alrededor, muchos no cercados, de 30 o 40 metros de profundidad.
Decidí quedarme tranquila hasta que pasara la niebla, y me senté sobre una piedra. Poco después commencé a hundirme en los efectos de la medicina sagrada.
Si de alguna forma puedo explicar la esencia de lo que sentí con el sagrado Jicuri o Peyotl; fue una experiencia intensamente lúcida y penetrante hasta las texturas más ínfimas de mis entrañas, donde alcanzaba a reconocer la capacidad infinita de amar que contenemos el alma humana. A partir de allí, comencé a aprender a orar. Nombrando a cada una de las personas que he conocido en mi vida, pedí protección para todos ellos, para la humanidad y nuestra reconciliación con lo sagrado, con el resto de los seres vivos del planeta y la vida.