“Quererse está de moda” no es solo una moda. Se trata de una iniciativa llevada a cabo por el centro comercial de Bilbao Zubiarte y el centro comercial Gran Casa de Zaragoza consistente en la venta de espejos solidarios que contienen los lemas "Tengo el guapo subido", "Estoy para comerme", "Estoy de moda" y "Me molo y lo sabes".
En una sociedad donde la presión por la apariencia física pesa más que la importancia de la salud, cualquier fuerza que se ejerza en contra es bienvenida. Si bien estamos tristemente acostumbrados a escuchar o leer cómo la modelo/actriz/cantante de moda, o todo a la vez, acaba reconociendo sus padecimientos en este infierno que arde en las entrañas de tantas jóvenes, suena refrescante ver cómo tantas otras mujeres de la industria de la fama comienzan a levantar armas contra la dictadura de la talla.
La última en ponerse en pie de guerra ha sido la joven modelo de 19 años Agnes Hedengård, a quien con 1,80 y 56 kg le han sido cerradas las puertas del reino de la moda. Al parecer, no está lo suficientemente delgada para traspasar su estrecho umbral, según denuncia a través de un video en Youtube.
Hace ya un par de años que Kristie Clements, exdirectora de la versión australiana de Vogue escribió un libro, The vogue factor, en el que contaba lo que había presenciado durante 15 años como profeta de la biblia de las tendencias. Ejemplos tan impactantes como el de modelos que comían pañuelos de papel para mantener el estómago lleno nos cerraban el estómago entonces, llevándoles casi a firmar su nuevo testamento. Esta peculiar forma de desalimentación ya había sido denunciada por la modelo estadounidense Amy Lemons, que contaba cómo algunas de sus compañeras de profesión tragaban bolas de algodón empapadas en zumo para engañar el hambre. Privaciones que convertirían en hedonista al más abnegado asceta. Todo por aparecer en los anales de esta religión perversa.
Mientras en horas de prime time infectan nuestros televisores programas dedicados a contar los amores y desamores del famosillo de turno, un documental como El peso de la vida, que expone esta triste realidad (des)compuesta de los trastornos alimenticios, es emitido a las 12:00 de la noche en La 2 (en concreto el pasado 28 de septiembre), hora en la que la mayoría de la población riesgo, esas inocentes de entre 12 y 18 años, se van a la cama para asistir a clase al día siguiente. Al fin y al cabo, siempre será más efectivo para el telediario de turno contar la noticia de una (otra) joven adolescente que se ha suicidado a causa de un trastorno alimenticio. Quizá durante unos minutos perdamos la capacidad de ingerir la comida o la cena, pero eso sí, y menos mal, no será por trastorno alimenticio, sino social, que es más difícil de diagnosticar. Después, un par de programas en los que opinan unos cuantos “quién sabe qué ha hecho para estar ahí” llevándose las manos a la cabeza y alimentándose como animales carroñeros de la desgracia ajena. Y en los próximos anuncios, vuelta a los estereotipos. Vuelta en la tele, vuelta en las revistas que se hacen eco de la noticia mientras en la página siguiente muestran a una modelo al borde de la inanición publicitando la marca del momento.
Dentro del conjunto de los trastornos alimenticios, en concreto la bulimia está aumentando hoy en día en nuestra sociedad por encima de la anorexia. Afecta al 5% de esos jóvenes entre 12 y 18 años de los cuales el 95% son mujeres. A grandes rasgos se trata de un trastorno de la alimentación caracterizado por períodos en los que se come compulsivamente, seguidos de otros compensatorios de vómitos, laxantes o ejercicio excesivo. Y por curioso que resulte, sin embargo, tiene su origen siglos atrás.
De hecho, los atracones han sido practicados a lo largo de la historia con distintas funciones. En la antigüedad, los individuos dependían de la caza para comer, y claro está, no era tan fácil como pensar “tengo hambre, voy a cazar una liebre”. Por el contrario, no se cazaba ni se comía siempre que se quería, sino cuando se tenía posibilidad. Y cuando esto ocurría, esos primeros humanos se daban un festín de uno o dos días. Estos atracones les permitían acumular tejido graso suficiente para combatir los días de escasez que seguían.
Una vez que el hombre empezó a tener la posibilidad de ir a la despensa cuando quería (o cuando su nivel social se lo permitía), comenzamos a encontrar los vestigios de esta enfermedad. De hecho, el término bulimia fue descrito ya por el médico griego Galeno y significa “hambre de buey”.
Por todos es conocida la costumbre romana de comer y beber sin moderación en los grandes banquetes, a lo largo de los cuales vomitar para poder seguir comiendo era algo habitual. Tal era la costumbre, que existían los vomitorium, lugares destinados a realizar la purga. Sirva como ejemplo el del Emperador Maximino, cuyos biógrafos señalan que llegaba a ingerir 16 kilos de carne y 32 litros de vino en una sola comida. Si bien es cierto que en ese momento vomitar era costumbre y no trastorno, ya en el siglo IX, un monje de Monheim (Baviera) da cuenta de la historia de la joven Friderada, la cual padecía una extraña enfermedad: tras un periodo de hambre voraz, la muchacha vomitaba todo lo ingerido.
En el siglo XIV, el vómito fue utilizado como forma de castigo y penitencia por las religiosas. La monja Caterina de Siena evacuaba sus culpas vomitando y consumiendo hierbas diuréticas. Bien es cierto que en este caso, como en el romano, la connotación es diferente, pues el objetivo último no está relacionado con la supuesta mejora de la apariencia física.
En el siglo XVIII, James (1743) diferencia en el Diccionario Médico de la Universidad de Londres entre true boulimus, enfermedad caracterizada por una intensa preocupación por la comida y por la ingesta de importantes cantidades de alimentos en períodos cortos de tiempo seguidos de desmayos, y caninus appetitus, donde tras la ingesta se presentaba el vómito. Posteriormente, en 1869, en el Diccionario de ciencias Médicas de París aparecen descritos estos cuadros.
Ya en los años 30 del siglo XX aparecen diagnosticados los primeros casos de bulimia nerviosa, lo que llevó a que en 1979 el psiquiatra inglés Russell definiera sus características, incluyéndose un año más tarde en el DSM III.
El diagnóstico de la bulimia puede ser difícil debido a la ocultación de síntomas por la paciente. Pueden pasar muchos años, hasta una década, hasta que el trastorno sea descubierto. Lo más frecuente es que las afectadas acudan a consulta tras haber sido descubiertas por algún pariente realizando un episodio de purga o atracón y tras haber alcanzado conciencia de su enfermedad después de un largo tiempo de sufrimiento. Las causas de este trastorno son complejas. Podríamos hablar de una combinación de factores. Por un lado, resulta evidente la excesiva sobrevaloración del aspecto físico que se da en nuestra sociedad, que incide especialmente en jóvenes que quieren parecerse a Lady Gaga, Lindsay Lohan, Kate Moss, Victoria Beckam o Mary-Kate Olsen, ente otras. Todas ellas, por cierto, han confesado haber sufrido un trastorno alimenticio. El modelo al que se aspira es el modelo de la enfermedad. Lejos queda la admiración de principios del XIX por la sonrosada y curvilínea maja de Goya.
Los factores psicológicos como el perfeccionismo, altas expectativas personales, tendencia a complacer las necesidades de los demás, baja autoestima, impulsividad y tendencia a conductas adictivas se proponen como elementos de riesgo a la hora de caer en esta enfermedad.
En cuanto a los factores biológicos, ¿qué pasa en los cerebros de las afectadas? Se han registrado elevados niveles del neuropéptido Y (NPY), un potente estimulador del apetito, en pacientes con bulimia nerviosa con un peso normal. Por otro lado, los niveles de noradrenalina (NA) y serotonina (5-HT) se encuentran disminuidos en estas pacientes en comparación con los individuos sanos. Niveles bajos de noradrenalina se relacionan con falta de atención, escasa capacidad de concentración y memorización, depresión y descenso de la libido. Los niveles bajos de serotonina producen hiperactividad, agresividad, impulsividad, fluctuaciones del humor, irritabilidad, ansiedad, insomnio, depresión, migraña, dependencia (drogas, alcohol) y bulimia.
En pacientes con bulimia nerviosa se han encontrado niveles disminuidos de triptófano en sangre, principal precursor de la serotonina. Por todo ello, no es de extrañar que las mujeres con bulimia nerviosa sean más vulnerables a los cambios en el estado de ánimo y puedan sufrir depresión, llegando a sostener ideas suicidas.
Los patrones diurnos de secreción de leptina, inductora de la saciedad, también se hayan alterados. La elevación de la misma se anula a las 8:00, en contraposición a lo que sucede con sujetos no afectados.
La buena noticia es que una vez tratada y recuperada la enfermedad, los niveles alterados de estos neurotransmisores y hormonas vuelven a la normalidad. La mala noticia es que lo normal no está de moda.
Más información
Reportaje sobre la bulimia en El País
“Bulimia nerviosa (Parte 1). Historia. Definición, epidemiología, cuadro clínico y complicaciones”. Dres. M. Fernanda Rava y Tomás J. Silber. Arch.argent.pediatr 2004; 102(5)
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“Anorexia nerviosa - Aspectos históricos en la medicina sobre los trastornos alimentarios”, Javier San Sebastián Cabasés (Jefe de la Unidad de Psiquiatría Infanto-Juvenil Hospital Ramón y Cajal. Universidad de Alcalá de Henares), Revista de Estudios de Juventud.
“Trastornos de la conducta alimentaria en adolescentes y escolares”, Verónica Marín B., Revista chilena de nutrición, (Santiago Vol. 29, N°2, Agosto2002) versión On-line ISSN 0717-7518
“Comorbilidad de las alteraciones de la conducta alimentaria con los trastornos de personalidad”, Enrique Echeburúa e Izaskun Marañón, Universidad del País Vasco (España)
“Bulimia nerviosa y trastornos de la personalidad. Una revisión teórica de la literatura”
Maite Gargallo Masjuán y Fernando Fernández Aranda (Ciudad Sanitaria y Universitaria de Bellvitge, España), y Rosa M. Raich (Universidad Autónoma de Barcelona, España)
(18 septiembre 2002)