El lugar de nacimiento marca mucho más que cualquier circunstancia de la vida de una persona. Yo, por ejemplo, debería dar gracias por ver mi primera luz en Mieres y no en alguna gris zona industrial de China, donde ahora mismo un hombre de mi edad apura a su hijo de cinco años para que monte mucho más rápido un bolígrafo igual al que en estos momentos sujeto para escribir estas líneas cabreadas, letras en estado latente que acabarán danzando por el teclado de un ordenador ensamblado en Vietnam por otro individuo que sueña con emigrar a Europa, donde los váteres -de oro- están llenos de champán, en esencia el mismo líquido mediterráneo en el que varios miles de vomitados de sus tierras han dejado sus vidas por su capricho de no dormir bajo las bombas o deslumbrados por las hojas de los cuchillos del Estado Islámico.
El comandante Loren Lorenson, nacido en el planeta azul y uno de los protagonistas de Cánticos de la lejana Tierra, obra del gran Arthur Charles Clarke, tiene miedo a dormirse y soñar con el fin de los finales que le tocó vivir al morir el Sol:
“Había visto la Gran Pirámide encenderse antes de hundirse en un charco de piedra fundida…
… el fondo del Atlántico, roca calcinada, endurecida en segundos antes de ser sumergida de nuevo por la lava que brotaba de los volcanes de la falla central oceánica…
… la luna levantarse sobre la selva brasileña en llamas, brillando ahora casi tanto como el Sol en su última puesta, solo unos minutos antes de…
… el continente antártico emerger brevemente, después de su largo entierro, debido a la fusión de sus kilómetros de viejos hielos…
… al poderoso tramo central del Puente de Gibraltar fundirse cuando se desplomaba en medio de un aire abrasador…
En el último siglo, la Tierra se había visto acosada por fantasmas, pero no de los muertos, sino de aquellos que ya no podían nacer”.
Es estremecedor el retrato ofrecido por el visionario escritor inglés, a quien seguramente le habría gustado nacer en Sri Lanka, donde, por otra parte, no habría podido disfrutar de la exquisita educación que recibió en el King´s College de Londres.
En efecto, el nacimiento marca a uno mismo; en cambio, la muerte deja huella en los otros. Y en medio de ambos hitos, vivimos una sopa de sucesiones: lágrimas-risa, sol-lluvia, blanco-negro, Keaton-Chaplin, rubia-morena-pelirroja-pelirrojo-rubio-moreno, letras-ciencias, dulce-salado, Canon-Nikon, Góngora-Quevedo, Chirbes-Galdós (aventuro), destrucción-creación. En el caso de Rafael Chirbes, este optó por crear hasta el último día de su existencia, que tuvo lugar, según se cuenta, una semana después de habérsele diagnosticado un cáncer de pulmón, seguro que no propiciado por el tabaco, sino por la sombra que le invadía cada vez que se documentaba para sus novelas -retrato prístino de la corrupción- o que intentaba analizar el estado de este país constantemente inmaduro. A Chirbes, que murió a los 66 años sin los honores que merecía ni deseaba (no me habléis de premios), también le marcó su lugar de alumbramiento, Valencia, tierra soleada y cítrica, punto cero de la metástasis de la derecha española, Macondo embarrado y pestilente, Ítaca congestionada por los olores del vertedero donde los constructores contaban los billetes.
No hay duda, tu primer asentamiento en este planeta errante, valga la redundancia, condiciona el resto de tu periplo. Los eternamente descontentos humanos, que nos permitimos denominar “encuentro fatídico” al milagro de la creación que devino en una célula eucariota, madre de todo lo que somos, de todos nuestros sinsentidos, de toda nuestra estupidez, hemos evolucionado hacia la destrucción. Todos y cada uno de nosotros, menos Chirbes, que vivió para regalarnos su lucidez y mostrarnos el camino. Y por eso estoy cabreado, porque este hombre decente que confesaba a Javier Rodríguez Marcos en El País “quizá haya llegado el momento de atreverme de una vez a huir al frío. La verdad es que me marchito en esta California en la que nunca llueve ni nieva ni puedes ponerte una bufanda, pura tripita de buey”, se ha ido en silencio y el mundo sigue oliendo a una mierda que ya nadie narrará de igual manera.
El comienzo marca, no sé si ya lo he mencionado. Urano tarda unos 84 años en dar una vuelta al Sol, casi la media de vida actual en España. Esto quiere decir que si el escritor valenciano hubiera nacido en este lejano planeta, no habría tenido tiempo de completar un giro alrededor del astro que ilumina Tabernes de Valldigna, el terruño soleado que le vio nacer y morir. En medio, un viaje moldeado por numerosos jalones: Ávila, Madrid, París, Marruecos, Coruña… Si hubiera nacido en el gigante gélido, tendría 27 lunas para inspirarse, pero, el punto de nacimiento marca tanto, tanto (por si no lo sabíais), que hasta el eje de rotación de un planeta te puede condicionar y como el de Urano descansa prácticamente en el de su órbita, es decir, gira de lado, la diferencia de nacer en un polo u otro del planeta situado a casi tres millones de kilómetros de nosotros, sería la misma que la de vivir poco menos que la mitad de una vida en la luz o en la oscuridad. En España, el escritor, Premio Nacional de Narrativa (insisto, no me preguntéis mi opinión sobre los premios), vivía en la parte soleada, pero hablaba de la oscuridad. Eso en este planeta bello y moribundo, donde veía amanecer cada 24 horas. Me pregunto qué escupiría su pluma si hubiera nacido y vivido en cualquiera de los extremos de Urano, y estoy casi seguro de que la luz propia de su lucidez le serviría de fino detector de los más abyectos instintos de las criaturas que lo habitaran, independientemente de su ubicación.
Ahora se ha ido para siempre, seguro que triste por dejar este país en semejante estado, y a mí me parece que se ha ido un poco por la puerta de atrás, sin tiempo para que los gurús de la alta crítica literaria hayan derramado suficientes panegíricas lágrimas por su excelente obra y sin capacidad para protestar por su falta de reconocimiento (algunos podrán negar esto, pero no se podía considerar que Chirbes, a pesar de los últimos galardones recibidos, gozara de mucha popularidad en España, mucho más abundante fuera de nuestras fronteras). Al menos, Clarke, padre de la órbita geoestacionaria, se dio el gustazo de lucir por las playas de la antigua Ceilán un atuendo que rezaba: “Inventé el satélite y todo lo que conseguí fue esta pésima camiseta”. Genial Clarke y genial nuestro Chirbes, dos estrellas que en diferentes momentos se han apagado hollando la memoria de un Universo que sumará a su ingente información la radiación emitida por el polvo de sus huesos.
“Esa es mi visión del mundo: oponerte al mal en la medida en lo que puedas, pues yo con libros y despotricando cuando puedo en el bar o cuando ando con los amigos, y bueno, intentando crear conciencia de cómo son de miserables los que nos mandan, los que nos gobiernan”.
¡Larga vida a Chirbes!