Es indudable que uno de los grandes problemas del mundo actual es la pobreza, que aumenta no obstante el enriquecimiento “macroeconómico”, y es también claro que la pobreza es el resultado de la ultra-riqueza de algunos, que van acumulando dinero y bienes en cantidades muy superiores a sus necesidades personales.
Si decimos que la causa de la pobreza es la riqueza y nos preguntamos cual es la causa de la riqueza, podríamos mencionar varios factores, pero el concepto más invocado tal vez sea el de la codicia, que podemos describir simplemente como una sed exagerada o voracidad de riqueza.
Pero ¿de dónde esta voracidad de enriquecimiento que parecen compartir aquellos que integran la plutocracia característica del mundo contemporáneo?
Aunque una respuesta científica a ello requeriría una serie de entrevistas íntimas a un grupo estadísticamente representativo de aquella minoría entre quienes se reparte la mayor parte de la riqueza del mundo, puedo decir que conozco la atracción por el dinero en su manifestación más moderada; es decir entre personas más comunes; y que también conozco la voracidad más inespecífica de quienes no solo alimentan su hambre psíquico con el dinero, sino que también con el poder y el prestigio. Sobre la base de tal conocimiento, así como sobre la base de mi comprensión de la mente humana en general, escribo estas líneas, a través de las cuales me propongo comunicar una idea muy simple: que la voracidad en el fondo no es una sed de dinero sino que de algo muy diferente pero intangible, y que por ello las personas se equivocan al creer que encontrarán en el dinero lo que realmente buscan —de manera semejante a cómo alguien, queriendo coger la fruta que pende de un árbol, la confundiese con su reflejo en una charca.
Mi tesis es la siguiente: lo que buscan los codiciosos es lo mismo que buscamos todos y lo que mayor satisfacción nos reportaría encontrar: la experiencia directa de nuestra propia existencia. Y todos nos equivocamos al confundir el ser con su reflejo en las apariencias; solo que los voraces, equivocándose más, alimentan en mayor grado su insatisfacción y su sed.
¿Y qué es lo que buscamos todos?
Podríamos llamarlo la plenitud, o la felicidad que acompaña la plenitud; pero podemos también decir que nos buscamos a nosotros mismos, porque solo cuando está nuestra mente completa podemos tener la experiencia que corresponde a las palabras “yo soy”, en tanto que la habitual desintegración o incoherencia entre nuestro pensar, sentir y querer se acompaña de un doloroso vacío interior, que es como una condición de estar muerto en vida. Y si bien hay algunos que parecen indiferentes a su pobreza interior, otros, que la sufren a través de un deseo de encontrar su alma perdida, se vuelven buscadores, en tanto que otros, más inconscientes (en su ceguera a todo lo que pertenece al mundo interior) se vuelven voraces de cosas tangibles, como esos zombies de la ciencia-ficción, en que se combinan la inconsciencia y la voracidad.
Hemos visto una caracterización de la voracidad orientada hacia el dinero en el film relativamente reciente Êl lobo de Wall Street, en el que el protagonista no solo aparece como poseído de una gran energía y también de un notable talento para vender y comprar, sino que también de una exagerada necesidad de conseguir, avanzar, hacer, ganar, que nunca le permiten el reposo, y de una sed de intensidad que lo hace dependiente de la cocaína. Es común ese tipo de persona entre los más exitosos, y parece moverlos no solo el dinero sino el status que se asocia habitualmente a la riqueza; pero el status mismo constituye una superioridad solo aparente que cobra exagerada importancia para quienes no perciben que la verdadera grandeza no es determinada por el dinero, por el poder o siquiera por el saber, sino que por algo más inefable que es el Ser —que entraña algo así como una coherencia con la vida o con “lo divino”—. De ahí que la voracidad, vuelta hacia el dinero y el reconocimiento, no se sacia, sino que, por el contrario, se vuelve insaciable.
En el film El Capital de Costa-Gavras encontramos un personaje en el que el deseo de prestigio, status y poder a través del dinero revela un tipo de personalidad muy común entre los altos ejecutivos de las grandes empresas de hoy, en que es característica la pérdida de valores que acompaña lo que se podría considerar un sacrificio de la propia humanidad al éxito. Y en este caso lo que se pone de relieve es la simulación de valores humanos al servicio de la ganancias. "¿Para qué quieres más?" –le pregunta más de una vez su mujer a este personaje, cuyas respuestas se reducen a expresiones de su insaciabilidad.
Pero no se reconoce este como un codicioso, sino que le parece que lo más importante de la vida es un juego en que simplemente hay que “ganar”, es decir, triunfar. Solo que, como todos aquellos que viven poseídos por el espíritu de triunfo y de conquista que ha caracterizado la historia de nuestras civilizaciones patriarcales, su misma obsesión lo vuelve ciego a la posible satisfacción auténtica que podemos encontrar los humanos en una vida verdadera, abierta a la simple expresión de nuestro potencial amoroso intrínseco.
Otro tipo humano aparece en un film más antiguo sobre Wall Street en el cual el protagonista ofrece una vehemente declaración de que la codicia es una buena cosa —declaración que nos suena como un eco amplificado de la noción de Adam Smith de que el interés propio redunda (a través de la operación del mercado) en el enriquecimiento colectivo—. Se trata en este caso de alguien cuya mentalidad es del tipo que en el psicoanálisis se llama “oral agresiva” y también “canibalística”—que parece querer resarcirse de sufrimientos pasados a través de una actitud resentida y reclamadora, cuya voracidad parece nutrirse más de carne viva que de dinero frío—. Y también hay otros caracteres orientados al enriquecimiento, como los amables y simpáticos vividores, tan dados a las alianzas políticas y a la corrupción, cuyo olfato para los negocios se ha desarrollado originalmente en respuesta a un deseo de protección hacia su familia (que posteriormente se extiende hacia su clan, sus aliados, partido, etc.); y también los ambiciosos, o los que se sienten con el derecho de su superioridad y van por la vida como conquistadores. De todos ellos se puede decir que una búsqueda del bien se ha transformado en una búsqueda exagerada de bienes tangibles y que, como en el chiste del borracho que busca la llave de su casa bajo un farol pese a haberla perdido en su casa misma porque es allí donde hay más luz, esperan encontrar a la luz del día algo que solo podría encontrarse con la iluminación del mundo interior, en que yacen los verdaderos tesoros como en la cueva de Aladino.
Pero todos somos más o manos voraces, y todos hemos llegado a interesarnos más en los bienes que en el bien; pues todos, habiéndonos formado en el molde de la sociedad patriarcal, que nos ha enseñado a reprimir a nuestro niño interior instintivo y a postergar nuestro potencial amoroso materno de solidaridad y cuidado (en vista de nuestra ventaja competitiva), hemos llegado a vivir como seres unidimensionales, intelectuales e insatisfechos.
¿Y qué se puede pensar entonces acerca de la cura de la voracidad, que últimamente asola más que nunca a nuestro planeta?
Simplemente que, siendo una expresión de esa ceguera espiritual que los antiguos llamaban ignorancia, y que persiste en nosotros a pesar de nuestros muchos saberes así como de nuestra mente astuta y tecnológica, encontrará la ilusión del dinero su antídoto en el desarrollo colectivo de la consciencia, especialmente a medida que los poderosos, decepcionados de los límites del poder y del castigo de la voracidad, se interesen en encontrarle el sentido a la vida.