Víctor Patricio Landaluze, grabador vasco que vivió en Cuba en las postrimerías del siglo XIX, fue lo que hoy podríamos considerar un artista viajero, un creador cuya producción estuvo marcada por la experiencia del viaje y cuya obra representó la mirada de un explorador sorprendido ante los personajes, formas y paisajes de los nuevos territorios que visitó.
Bilbaíno de nacimiento, Landaluze, al arribar a las tierras cubanas, se encuentra ante un panorama que lo sorprende y lo seduce, una sociedad con protagonistas, costumbres y comportamientos únicos, que decide materializar en sus dibujos. Recién llegado a las tierras del Nuevo Mundo, buscó y captó, bajo el hálito romántico del costumbrismo, las escenas y figuras características de las sociedades americanas que despertaban su interés. Su mirada forastera produjo el asombro que derivó en exótico pintoresquismo, en idealización de los nuevos actores que encontró en la Isla, pero que, a pesar de que mostraban una visión en cierto modo acrítica, se convirtieron en el registro más importante y elocuente de la vida cotidiana habanera del siglo XIX.
Pero Landaluze fue para la historia del arte cubano algo más que un artista viajero. Su permanencia en la Isla y su casamiento con una viuda de Guanabacoa definieron su total adhesión al destino insular, integrándose completamente a la sociedad colonial decimonónica, que supo plasmar con maestría en cada una de sus estampas.
De esta manera, el negro se convirtió para Landaluze en uno de sus grandes centros de atención, un icono distintivo del escenario que ante sus ojos se abría. En sus obras quedaron plasmados su modo de vestir, sus gestos, sus actitudes, su comportamiento, su pose, su fisonomía, su desenvolvimiento urbano… en pos de presentar lo que probablemente consideraba el sello social característico de la sociedad cubana. Ñáñigos, caleceros, mulatas de rumbos, negros curros… desfilan por sus telas como nunca antes lo habían hecho en ninguna producción de artista cubano o extranjero. A esta galería de personajes se suman también otros: los guajiros, la frutera, los mataperros, la bollera, el mayoral, el centinela español, el gallero… Iconos sociales que Landaluze descubre e inmortaliza.
Sus imágenes se caracterizaron por el retrato de lo particular, por la representación de escenas de la vida cotidiana, minúscula y común, pero no por ello menos interesante. A los grandes ambientes urbanos de Federico Mialhe, otro de los grandes artistas costumbristas de nuestra historia, Landaluze ofrece una visión intimista de los personajes que retrata, una aproximación a lo doméstico, a lo privado y a lo personal de las figuras del contexto cubano.
El espíritu romántico inspira al pintor y lo anima a describir zonas de la realidad que hasta el momento habían sido ignoradas. En los cuadros y grabados de antaño solo se presentaban situaciones y personajes que podían ser dignas del respeto, la honra y el orgullo aristocrático. Sin embargo, los nuevos tiempos propician la ampliación de la mirada hacia los espacios más humildes, si bien signada por la perspectiva idealista y edulcorante de un fenómeno que solía ser mucho más duro e injusto de lo que aparentaba en los lienzos.
Landaluze rescató del olvido numerosos tipos populares, representados además en el marco habitual de su existencia. Si bien los personajes aparecen, la mayor de las veces, en escenas jocosas y divertidas, con ciertos rasgos estereotipados y burlescos que ofrecen una versión idílica del fenómeno de la esclavitud, de lo que significaba ser negro, pobre o guajiro en la Habana colonial, sus representaciones minuciosas de detalles de interiores, de actitudes y objetos, permiten leer entre líneas una realidad diferente, más áspera e incómoda.
En términos generales, la recreación de ambientes y personajes populares característicos de la sociedad cubana colonial fue el mayor legado de Landaluze, tanto para entender la vida cultural y social de La Habana del siglo XIX como para la creación de un imaginario nacionalista consecuente con la heterogeneidad de la sociedad insular.
Víctor Patricio Landaluze fue, pues, un español que emigró a la Siempre Fiel Isla de Cuba para convertirse en uno de sus artistas más encumbrados. Su obra, sujeta a las limitaciones de su tiempo, se expandió, no obstante, más allá de las fronteras impuestas por su época y su autor. El registro costumbrista de una realidad entendida como espectáculo pintoresco, se transformó en fuente vital para la construcción de un imaginario social incluyente de la historia cultural cubana.