Hace más de treinta años, en 1979, un desconocido director australiano debutaba en el largometraje con Mad Max, salvajes de autopista. Esa producción independiente, rodada con un presupuesto de 350.000 dólares, se convirtió en un inesperado éxito de taquilla con cerca de 100 millones de recaudación en todo el mundo y en una de las cintas más rentables de la historia del cine. Con el paso del tiempo, las aventuras de Max Rockatansky (Mel Gibson), un policía encargado de vigilar las autopistas en una Australia posnuclear dominada por bandas de criminales, también convencieron a la crítica. La pequeña cinta se convirtió en saga comercial de éxito con dos entregas adicionales aplaudidas tanto por prensa especializada como por público.
Pero pasaron los años ochenta y no se tuvieron noticias del agente Rockatansky. George Miller continuó dirigiendo y Mel Gibson alcanzó y perdió el estrellato en las tres décadas que han pasado desde la última entrega. Ya en 1998 el realizador australiano pensó en rodar una cuarta parte, pero los atentados del 11-S retrasaron el rodaje. Nuevos retrasos y cambios de reparto se sucedieron hasta que en 2012 las cámaras comenzaron a rodar en el desierto de Namibia. El motor volvía a rugir. Tres años después, la película por fin ha llegado a las salas. El resultado, muy satisfactorio. Los motores rugen con renovada fuerza.
Y pese a la notable calidad del producto final, el guion no se caracteriza por una especial complejidad o elaboración. Mad Max: Fury Road tan solo es una loca y desesperada huida por el desierto de un mundo postapocalíptico con escasos recursos naturales. Nada más. O, quizá, mucho más. Porque Miller introduce en esta fuga temas tan variados y vigentes como la contaminación y destrucción del planeta (no podía ser de otro modo), la supervivencia, el feminismo, la solidaridad y la búsqueda de un hogar y una familia, con independencia de que se comparta herencia genética con sus componentes. Todo ello pasado por un filtro de sequedad y laconismo.
Pero no deberíamos engañarnos. Si bien el director toca esos temas a lo largo del metraje, no profundiza demasiado en ellos. No lo hace porque Mad Max: Fury Road es, ante todo, un espectáculo de imagen y sonido con grandes aspiraciones comerciales que pretende entretener al consumidor de productos de evasión. Es precisamente en ese aspecto donde la película muestra su propia personalidad con más claridad, un carácter diferente al de las numerosas superproducciones que cada año se estrenan con idéntico esquema narrativo y visual. El filme del realizador australiano presenta una acción vertiginosa y espectacular, pero, al mismo tiempo, audaz, imaginativa y clara, hasta el punto de poder saber qué ocurre en cada secuencia de persecución o enfrentamiento. Miller sorprende con un soplo de aire fresco en el género de acción que, sin embargo, puede responder a la decisión de volver al pasado y reducir al mínimo la utilización del CGI, imágenes generadas por ordenador. De ese modo, todo cuanto aparece en pantalla parece más auténtico, más real. Por supuesto, en esa tarea son cómplices indispensables la fotografía en tonos anaranjados de John Seale y un estilizado y cautivador diseño de producción y vestuario inspirado en la estética del heavy metal.
Tampoco se debe obviar la estupenda contribución a este cóctel explosivo de una rapada Charlize Theron. Su emperatriz Furiosa es el gran hallazgo del filme y encarna una natural defensa del feminismo con tanta ferocidad como corazón. Tal es la fuerza de este personaje que el presunto protagonista, interpretado por Tom Hardy, queda relegado a un segundo plano, convertido en un agente pasivo tan falto de diálogo como de personalidad. No obstante, esa carencia parece responsabilidad del guion más que del intérprete y, en todo caso, no afecta a un conjunto ejecutado con brillantez, lleno de ideas, frescura y personalidad. Es el renovado rugido del motor postapocalíptico, que exige una gran pantalla y oscuridad alrededor para disfrutarlo.