Parece muchísimo, pero ya han pasado 400 años desde que se publicó la segunda y última parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por Miguel de Cervantes. Un cuarto centenario que está pasando casi desapercibido fuera de Castilla la Mancha -sabido es que no se conoce con exactitud cuál era el famoso “lugar” en el que nació nuestro héroe, ni el autor quiso desvelarlo nunca-. Ni programación especial en la televisión pública, ni grandes eventos, ni mucho menos una edición popular... ¿Cuánto conocemos realmente de nuestra más insigne novela?
Probablemente la respuesta sea lo que nos enseñaron en el instituto. Con adaptaciones o, el más difícil todavía, capítulos de la versión original (1605 y 1615). Para facilitarnos la tarea, el magnánimo Arturo Pérez-Reverte, académico y ayudante del prójimo, se ha encargado de elaborar un Quijote pelado y resumido para que los escolares no se aburran entre tanto parlamento, requiebro e intrigas secundarias de personajes que aparecen por el camino y no tienen nada mejor que hacer que contarle sus desventuras a los buenos de don Quijote y Sancho Panza. A pesar de esta noble intención, le han llovido las críticas. Está muy bien quitarle la grasa a la magnum opus de nuestra literatura, pero no sobra indicar qué es lo que se ha omitido, para que el estudiante curioso pueda profundizar si lo desea: he ahí el olvido del autor de Alatriste, que para algunos maliciosos no es casualidad.
Y es que ni siquiera el Quijote se ha salvado de la mala interpretación, y no me refiero solamente a la censura de la época, incapaz de ver qué llegaría a ser. Por ejemplo, la famosa escena de la purga de los libros, en la que, aprovechando el reposo del hidalgo tras su azarosa primera salida, el cura y el barbero hacen un “donoso y grande escrutinio” para ver qué obras merecen ser conservadas y cuáles deben ir a la hoguera. Este es un sibilino ejercicio de crítica literaria de su tiempo, en el que Cervantes demuestra que no quería tanto acabar con la novela de caballería como género como con la degeneración a la que había llegado; por eso salva la gran aventura del Amadís de Gaula y el Palmerín de Inglaterra, junto con diversos poemarios y a sí mismo, en La Galatea. Lamentablemente hubo quien se tomó este episodio demasiado al pie de la letra, como recuerda el historiador Fernando Díaz-Plaja en su Anecdotario de la España franquista. Tras la Guerra Civil se produjeron en España hogueras de tomos y tomos al más puro estilo inquisitorial. Sabino Arana, Rousseau, Marx, Voltaire, Freud y hasta periódicos como el izquierdista El Heraldo de Madrid fueron pasto de las llamas. El secretario nacional de Educación, el falangista Antonio Luna, tuvo la osadía de compararse con los personajes cervantinos. Si el escritor levantara la cabeza...
Un pasaje al que se le ha dado muchas veces el valor que no tiene es la célebre: “Con la iglesia hemos topado, Sancho”. Esta cita se suele emplear para atacar las injerencias de la milenaria institución, cuando se interpone entre nosotros y nuestros deseos. Pero la verdad es que el caballero andante nunca quiso darle a su frase tanta seriedad: simplemente advirtió así a su escudero de que se habían dado de bruces contra el templo del Toboso. En otra ocasión la frase no se ha tergiversado, sino añadido: “Ladran, luego cabalgamos”. Igual que el archiconocido “Elemental, querido Watson”, es un invento de los lectores que nunca existió en el texto. Probablemente lo popularizase el escritor nicaragüense y padre del modernismo, Rubén Darío, que solía decir este improvisado refrán a quien lo importunaba, como recoge la necrológica que le hizo Nilo Fabra, hijo del fundador de la primera agencia de noticias española. Después, Ricardo León, en su popular novela Cristo en los infiernos, puso la frase en boca de Manuel Azaña, otros atribuyeron erróneamente la cita a Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho... y así continúa la confusión hasta hoy.
No siempre hay el tiempo, la energía y el glosario que hacen falta para enfrentarse a don Quijote en su idioma del Siglo de Oro. Pero no por eso hay que desanimarse: hay excelentes adaptaciones que verdaderamente resumen y no sólo arrancan páginas en el mercado, y magníficas adaptaciones para el cine, como El Caballero Don Quijote de Manuel Gutiérrez Aragón (2002), que nos acerca a la segunda parte. Y para disfrutarlo en familia, que nunca falte la serie de dibujos animados que produjo Cruz Delgado en 1979, una maravilla con la que han crecido varias generaciones. Qué pena de archivo de RTVE, pudriéndose en las estanterías en lugar de estar en la red.