Es una vieja historia, pero idiota es una palabra griega que termina en “a” como: problema, dilema y axioma. La diferencia, entre la primera y las otras es que esta es un adjetivo y las demás son sustantivos, que a pesar de terminar en “a”, son masculinos. Idiota pueden ser todos, hombres y mujeres, ya que no se declina por género. La palabra presidente, que es un adjetivo sustantivado tampoco se declina, a pesar que algunos insistan en hacerlo. Valiente es un adjetivo que no se declina y nadie que conozca el idioma osaría a decir “valienta”. Esto sería una aberración y todos la reconocemos como tal, a pesar de que lo he escuchado en algunos dialectos donde ciertas reglas no son respetadas.
Pero presidente, morfológicamente, es similar a valiente o abundante. Es el participio presente del verbo presidir, como amante es una forma verbal de amar adjetivada y aquí tampoco distinguimos entre amanto y amanta. Las presiones a las que se expone una lengua reflejan cambios de actitud entre los miembros de la comunidad que la comparten. Y, como en todas las cosas, hay que tener gusto y tacto, también sentido histórico y flexibilidad para “administrar las modas”. Por este motivo y después de haber pensado por horas en estos problemas, sin esconder que me he divertido, mi modesta opinión es que es mejor dejar las cosas como están. Es decir, llamar a la presidente, presidente y no presidenta; a una abogado, abogado; a una médico, médico y a un idiota o mediocre, idiota o mediocre, en vez de idioto y mediocro, como lo hacemos con el problema de todos los dilemas que, terminando en “a”, llevan el artículo “el”, porque son masculinos de origen helénico, como Sócrates y Platón.
En mi vida he tenido que estudiar gramática, etimología y filología y una de mis tantas conclusiones es que la lengua es viva y cambia constantemente y que la gramática es un instrumento necesario para analizar el uso del lenguaje. Pero esta tiene una función prescriptiva limitada, ya que su objetivo por excelencia es describir en vez de normalizar. Por otro lado, hablar una lengua significa respetar sus reglas en la medida de lo posible y cambiar o aceptar cambios exclusivamente si dan más precisión al postulado o a la palabra. Pero al hacerlo, si hay que hacerlo, tenemos que usar el sentido común y tomar en consideración el enorme legado histórico, cultural y literario que hemos heredado con nuestra lengua. Decir jueza es completamente aceptable como declinación, pero “pretendienta” sería mejor evitarlo y decir: “la pretendiente a presidente” podría ser una aberración, ya que ignora, que la lengua también es música y que esta tiene su propia integridad.
Leyendo textos en castellano antiguo, observamos rápidamente una infinidad de cosas que han cambiado, pero la mayoría de los cambios han hecho de la lengua un instrumento más sólido, agudo y preciso. El cambio tiene que ser una mejoría y si no es tal es mejor abandonarlo. Y esto con todo el respeto a las feministas, que insisten en la igualdad gramatical y de género.