Soy un periodista sedentario que apenas tiene dinero. Solo con eso ya tengo todo lo que se necesita para no poder correr la Maratón de Pyongyang, la capital de Corea del Norte. Desde hace dos años quiero hacerla, pero ni siquiera troto. Ya había contado que perdí mi rodilla izquierda en un campo de fútbol, pero creo que si no estuviera dañado tampoco me atrevería a ponerme unas zapatillas y simplemente echar a correr. Me gustaría que me gustara.
Hace unos meses saqué prestado en la estación de tren De qué hablo cuando hablo de correr, el libro de Murakami con el que desayunan los runners, tratando de entender qué motiva a un ser humano aletargado y calentito a levantarse de la cama y salir a andar 5 kilómetros en una mañana lluviosa. El relato deslumbraba por la disciplina y la autoexigencia, pero estaba tan amansado con rodeos pop y falsas modestias –tan comunes entre los runners- que acabó por hacer expirar el plazo de entrega hasta la multa. Lo terminé, no en un parque, no en una pista, no en el gimnasio, sino peleando a muerte cada párrafo como se pelean los metros en una maratón. Enroscado entre las cobijas, es ahí donde soy plusmarquista.
Pero no ser atleta no es un obstáculo para irse a la Maratón de Pyongyang. Kim Jong-un, como líder norcoreano, no solo prueba misiles, sino jugosos negocios. Incluso los ligados con el turismo. Desde el año pasado, el joven dictador de la carita de plancha aceptó por primera vez a un centenar de turistas extranjeros que corrían o manifestaban correr. Solo ofrece tres planes redondos que van desde los 2.500 dólares con un par de agencias de “turismo” autorizadas para dos únicos vuelos desde Pekín o Shangai. El año pasado fueron 200 y este miércoles primero de abril serán más de 500, muchos de ellos estadounidenses.
El régimen, además de los verdes, no exige gran cosa. Un corte de pelo sobrio, una marcha sin ademanes y una camiseta y un calzón de colores sólidos, sin decolorados hippies, mensajes ni consignas. Además de la media maratón, tiene una válida 10.000 abierta que no filtra por tiempos. Por como me lo contó Andrea Lee, la agente de viajes de Corea del Norte que contacté, da la sensación de que, sea yo o sea un keniano medallista olímpico, cualquiera que se inscribe puede correrla.
Quizás habrá poca dignidad en ello, pero hasta el último momento me tentó la idea de disfrazarme de corredor, pedir prestado el dinero, tomar un vuelo barato a Pekín con escala en Londres y luego otro hacia la enigmática Pyongyang. En total tres visados para un colombiano. Luego acomodarme en la línea de salida y rendirme en el primer kilómetro, decir que se me enrollaron los isquiotibiales y subir al autobús de rezagados con destino al gran estadio Kim Il Sung hasta completar la maratón a bordo de él. Solo por decir que corrí la Maratón de Pyongyang me obligaría a hacer semejante trámite y a dar semejante espectáculo, pero no puedo porque soy periodista.
Los periodistas estamos en la vitrina de objetos prohibidos en Corea del Norte junto a la revista Forbes, los discos del Gangnam Style, las biografías de Adam Smith, los televisores Samsung, el porno (sea suave, duro o japonés pixelado), las tarjetas SIM, James Franco y la Biblia. Suena poco ético y lo es, pero el régimen solo permite la entrada a los periodistas que pueden pagarlo. Hace unas semanas, un programa de televisión español le habría girado 18.000 euros al régimen norcoreano por la grabación (Not) All Access de un programa en ese país. El resultado, para amargura de Kim Jong-un, fue un reportaje al borde del drama musical reivindicando a los exiliados en Corea del Sur que hizo valer cada euro de la penosa transacción. No existen allí y no los permiten, así que si de algo no saben los norcoreanos, incluido su líder, es de periodismo y publicidad.
Podría en todo caso infiltrarme, no quisiera poner en riesgo a nadie más que a mí mismo: es una regla lapidaria del periodismo. En 2013 tres reporteros de la BBC tuvieron la mala idea de camuflarse con engaños entre un grupo de estudiantes del prestigioso London School of Economics, de excursión en Pyongyang, y lo pagaron caro. Publicaron un documental trastabillado con mucho ruido y pocas nueces, la propia academia los denunció públicamente por poner en peligro a sus alumnos en medio de un viaje de estudios y provocaron que se endurecieran aún más los filtros para periodistas. No quieren nuestras narices allí.
Quién sabe si algún día Corea del Norte se desnudará y se dejará contar más allá de esa cárcel dentro del mundo que en Occidente queremos vender/comprar, o del país más feliz detrás de China, que pregonan los folletos norcoreanos. Mientras todo eso no pasa, este primero de abril 50.000 norcoreanos recibirán con una gigantesca ovación a los atletas que ingresan al estadio Kim Il Sung tras atravesar el arco del Triunfo. Algo de poético debe tener cruzar la meta junto a esos tiernísimos niños norcoreanos y frente a la mirada taimada de Kim Jong-un y su corte. Cualquiera que pueda debería intentarlo. Yo solo soy un periodista sedentario que apenas tiene dinero, por eso este año tampoco obtuve la visa para correr la Maratón de Pyongyang. Bueno, cuando digo “correr” quiero decir “contar”, me conformaría con caminar los últimos 500 metros lápiz y libreta en mano.