En su afán por rescatar la vitalidad oral de la lengua, la Real Academia Española (RAE) ha incluído “toballa”, “almóndiga”, “pompis” y “apartotel” en el diccionario que compila los vocablos pertenecientes al idioma que unió a Borges y a Cervantes. Si el bautismo de la legitimidad académica ha determinado que tales y otras palabras del estilo (“bluyín”, “descambiar” y “gayumbos”, entre ellas) merecen considerarse castellanas, cabe imaginar que de ahora en adelante no habrá palabra sospechada de anglicismo o de error ortográfico que los estudiosos de la RAE no vayan a reivindicar más temprano que tarde. Sin embargo, contra ese y cualquier otro pronóstico, me animo a asegurar que efectivamente hay un puñado de términos, giros y sinonimias capaz de resistir todo intento de convertirlo en la materia prima de una lengua culta. Expresiones como “forifay” (por una pistola calibre .45), “marmaja” (por dinero), “pitero” (por débil), “chupirul” (por pene) o “ñañañá” (por cocaína) forman parte de ese código sucio e insurrecto, un auténtico argot clandestino que ningún diccionario se atrevería a legalizar. O sí, solo uno: el insólito Canerousse, de reciente aparición en México, que interpreta “el lenguaje de la clase maleante” a través de sus equivalencias con el habla cotidiana del pueblo ajeno al hampa.
En un país acostumbrado a sacudirse por las sombrías revelaciones de crímenes perpetrados por la acción conjunta de delincuentes y policías, nada parece más útil que un manual lexicológico para entender de qué hablan los que hablan mientras roban, matan o secuestran. Ya que cada vez cuesta más distinguir al maleante del representante de la ley, no resulta descabellado tratar de diferenciar al forajido del decente por el vocabulario que utiliza cada uno. Tal podría ser una de las tantas intenciones de los editores del Canerousse, quienes cierran el volumen con la aclaración de que se tiraron “1.000 ejemplares sin sobrantes para los pungas” y recuerdan que la edición se llevó a cabo “en el país donde la delincuencia es ley”.
Pensado como una enciclopedia portátil del habla carcelaria, el libro consta de dos textos complementarios: el Canerousse, de J.L.Franco, y el Diccionario del hampa, de Ricardo Amor, publicado por primera vez en 1947. Entre ambos construyen un mapa idiomático de los márgenes de una sociedad, un monumento a lo único de veras libre en un mundo de rejas, celdas y prisioneros que mientras purgan sus condenas reinventan palabras para el uso y abuso exclusivo de rateros, mafiosos, extorsionadores y asesinos. El caló impreso en las páginas del Canerousse representa la primera y última propiedad del delincuente, un código de la intimidad presidiaria cuyos cimientos les fueron sustraídos al lenguaje de los otros y que, tras su paso por celdas, pasillos carcelarios y torres de vigilancia, se transformó en algo tan propio que nadie más que un criminal puede entender y hacer valer. Se trata de un lenguaje blindado, impermeable, inmune al robo que significaría su uso por aquellos que no robaron esas mismas palabras para reapropiárselas. Para el decente, un melón es una fruta; para el delincuente, un millón de pesos. Nadie que no haya pisado una cárcel creería que un mazapán es, en realidad, cocaína cocinada con bicarbonato de sodio. O que el dieciocho es un vigía, y que Eric Clapton no es un gran guitarrista, sino alguien sin recursos económicos.
Aunque surge como una fábrica oral de complicidades, dirigido especialmente a excluír a quienes sí viven apegados al orden de la ley, lo cierto es que este peculiarísimo dialecto ya ha dejado atrás los muros del confinamiento para aterrizar en cantinas, pulquerías y garitos del submundo callejero sin negar su abolengo delictivo. Como destaca Sergio González Rodríguez en el prólogo de este libro, “el preso, el proscrito, el maldito, el desposeído de su propia persona hallaba en un habla especial la resignificación mínima que la sociedad le había negado: la oportunidad de controlar si no la fatalidad que lo condujo a su desdicha, sí la capacidad de nombrarla”. Exportado al resto de la sociedad gracias al ingenio de sus inventores secretos, el idiolecto carcelario dignifica la catástrofe personal del reo y alcanza la libertad que añoran quienes lo pusieron en marcha. En el México de hoy no sólo los presos usan las palabras “descontón” (golpe que se da por sorpresa), “chueco” (alguien deshonesto) o “arreglo” (acuerdo ilegal), lo que a su manera demuestra que el lenguaje no hace diferencias entre honestos y criminales. Como si no hubiera nada más democrático que el idioma, cuya aventura vital impregnó al habla popular con este acento de feos, sucios y malos que no necesita ningún permiso para darle voz y sentimiento al lado oscuro de la vida libre.
“Nos interesa recuperar esa parte del habla de los bajos fondos y la marginalidad como una prueba de que se puede resistir al poder desde el lenguaje mismo con la irreverencia, picardía y buen humor de quien ha hecho de la transgresión su modus vivendi”, señalan los responsables de Producciones El Salario del Miedo, el sello editorial que publica el Canerousse. A través de este libro heterodoxo y valiosísimo, la creatividad lingüística que vibra en las cárceles mexicanas se convierte en un inesperado patrimonio cultural. Justicia poética, pues, para quienes la justicia encerró hasta convertir en anónimos poetas.