Cada mañana, al amanecer, de camino al trabajo, paso junto a un viejo edificio y un gran árbol situado junto a la entrada. Se trata de un olivo, de tronco grueso y nudoso, las ramas grisáceas curvadas con el peso de los años.
Cada mañana, los faroles amarillos proyectan su sombra contra las paredes de la casa y, cada mañana veo la sombra de un enorme caballo de batalla, atado a las ramas del árbol. La cabeza de la bestia alzada hacia la entrada del caserón, el grueso cuello tenso. En la sombra del animal sobre el muro de ladrillo se puede ver con claridad su fortaleza. En sus suaves movimientos, su lealtad ante un peligro invisible.
Al amanecer, cinco días a la semana, lo veo y cada tarde le hablo a mi hermana pequeña de él y de su vida pasada. Mi hermana es una espabilada niña de diez años a la que siempre han gustado mucho los caballos. Ver iluminársele los ojos al oír hablar de este es una de las mayores satisfacciones del mundo.
Una tarde, pasamos las dos junto al caserón. Había caído ya la noche, las farolas brillaban con su luz amarilla, el tráfico era reducido y el fresco le desordenaba los rizos. Nos detuvimos un instante ante la casa y el árbol, la sombra del corcel inclinando la cabeza, como saludando. Al fin y al cabo, nos conocíamos desde hacía ya un tiempo.
Con una sonrisa, lo señalé y pregunté a mi hermana qué opinaba. Ella volvió la cabeza en mi dirección, el ceño fruncido en confusión. “Es un árbol”. “Ya sé que es un árbol. Mira detrás.”, respondí. Las cejas arqueadas, la niña giró los ojos una vez más hacia la pared. “¿A la sombra del árbol?”
Con impaciencia avancé un paso, y, al alzar la mano, mi sombra acarició el grueso cuello del animal. “¿No ves la sombra del caballo?”. Con un dedo le mostré el contorno de la cabeza, el hocico, las orejas y el cuello. “Eso,” dijo mi hermanita, “es la sombra del árbol”. Y, con decisión, avanzó un paso y se colgó de un brinco de una de las viejas ramas, distorsionando las sombras en la pared. El caballo desapareció y, con él, los fantasmas del pasado, las miles de posibilidades, los millares de historias.
No obstante, la mayor pérdida en ese momento fue la de la fe infantil. ¡Cómo crecen los niños hoy en día! Qué rápido pierden la imaginación. La Era de la Información, que nos ha traído los cuatro rincones del mundo a la palma de la mano, ha educado y enriquecido nuestro mundo… Pero ¿a qué precio, si nos volvemos incapaces de apreciar los pequeños misterios y desdeñamos la magia escondida en cierto tipo de ignorancia?
Los niños ya no creen en la fantasía. Se hacen pequeños adultos, serios, escépticos y realistas. Ya sea por la falta del tiempo o por la evolución de este mundo que ahora va tan rápido. Me paro a pensar en mi infancia, en mis cuentos; en lo que yo creía –y sigo creyendo – en comparación con la forma en la que estamos educando a los niños hoy en día y me doy cuenta de que, por todo el conocimiento y toda la verdad que saben ahora los niños, hay tanto más que hemos olvidado.
Tal vez sea algo bueno que sepan tanto. Supongo que estarán más protegidos de los males reales del mundo. No caerán en engaños tan fácilmente. Podrán concentrarse mejor en su futuro si no andan matando dragones. Pero de esta manera ¿no estamos acortando su infancia? Me comparo a mí y a mis compañeros de generación con los niños de hoy en día y pienso: nosotros a su edad aun creíamos en…
Y si hoy día los niños a los diez años ya no imaginan, ¿qué pasará en diez, veinte años? ¿Perderán la imaginación a los cinco? ¿A los tres? ¿Y no es eso una gran pérdida? ¿No es la imaginación el arma más poderosa que tenemos contra el tedio de la rutina y las cadenas del día a día? ¿Debería avergonzarme de tener todavía creencias infantiles a mi edad, cuando los niños ya las han abandonado? Quizás mi hermana me ve como una persona pueril, cuando yo la veo ya como una pequeña adulta.
No tengo respuesta a estas preguntas. Dudo que nadie las tenga. Pero ahora, cada mañana, al mirar la sombra del árbol que parece un caballo de batalla, me da la impresión de que este mundo que hemos hecho tan pequeño se ha vuelto también más gris.