"El hombre sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último cura". Siempre he querido comenzar un artículo con esta amable frase manifestada ya en el siglo XVIII por Diderot, que ahondaba en una sentencia de Jean Meslier, sacerdote ateo (!!!) y contemporáneo del enciclopedista francés. Ambos simplemente hablaban de la igualdad. En el año 2015 seguimos siendo esclavos de un sistema que, además de dedicar toneladas de información panegírica a personajes de dudoso calado moral, como Emilio Botín o la duquesa de Alba, ha introducido en nuestras venas la velocidad sin brújula, pero hay puntos de fuga, sólo hay que saber dónde buscar.
Es curioso, me siento un Bukowsky, Burroghs o Baudelaire de medio pelo, pues para escribir esto arrastro un bolígrafo despistado por un folio mientras bostezo bajo el efecto de una semana de Valium. Qué lejos quedan aquellos días en que volaba entre nubes de colores por los alrededores del Capitolio de Washington para protestar contra la guerra del Vietnam, o aquellos en que, recién salido de un fumadero de opio, me ponía delante de un tanque en la plaza de Tiananmén. Y qué decir de aquella ocasión en que mi amigo Pedro, fotógrafo de naturaleza, se presentó con un aperitivo de ayahuasca en mi casa y decidimos coger un martillo camino del muro de Berlín. Espero que El Gran Wyoming se acuerde de mí y me nomine, junto al ultraderechista con piel de moderado Pablo Casado, para la portavocía de los X-Men. Aunque lo que de verdad me habría gustado es que el humorista madrileño me hubiera entrevistado en su libro No estamos solos, editado por Planeta, porque me sentiría muy orgulloso de formar parte de la Marea Blanca, de la PAH, de la Solfónica o incluso de los Yayoflautas. En definitiva, de esas miles de personas que cada día, sin gestos grandilocuentes, ponen un granito más para cambiar este sinsentido, este retorcimiento de la realidad al que nos han llevado los gobernantes y al que contribuye la pasividad de muchos de nosotros que, en nuestro cómodo despiste, creímos que no teníamos el deber de cambiar la cara del mundo, de todo aquello que no nos gusta. Parece que un gran sector de la sociedad ha despertado para darse cuenta de que la vida es muy importante como para delegar la consecución y el mantenimiento del bienestar, que ahora se traduce en un adelgazamiento de servicios que aquí consideramos básicos, como pueden ser las escuelas públicas y universales o los hospitales de calidad sin privatizaciones interesadas.
Ah, los hospitales. Qué bien se está cuando se está bien, me dijo en una ocasión un hombre sabio, pero no nos damos cuenta hasta que empieza a cojear nuestra salud, ese tesoro que dejamos de menospreciar cuando su ausencia se empieza a manifestar en diferentes grados. La espera en un centro hospitalario suele ser plomiza, pero yo, que según asegura mi madre, siempre he sido un hombre inteligente, he aprendido a sacar lo positivo de donde solo se ven nubes negras. Así que, en vez de mirar el reloj cada dieciocho segundos, me da por practicar ese peligroso deporte de pensar:
Oxígeno – Vacío – Aire Medicinal, leo mientras estoy tumbado en una camilla con una vía en mi vena. Perdonad que sea recurrente, pero últimamente soy todo achaques, como este país devastado por hienas profesionales. Desde el box número 2 de Urgencias veo, a través de una ligera apertura de la puerta corredera, el plano de evacuación del Hospital Vital Álvarez Buylla y es lo único que me apetece: evadirme, pero no de este centro flamante y público, escenario de fotos propagandísticas donde los políticos amigos de mafias sindicales se erigen en constructores del bienestar y donde trabajan los verdaderos pilares del mismo, los mejores profesionales del mundo, llámense Sonia Bernardo (encantadora) o fulano de tal, esos que me regalan una placidez de luces blancas. Lo que yo quiero es evadirme de la vida acelerada que, de una forma u otra, me trae aquí demasiado a menudo para lo que estoy acostumbrado. Lo que quiero decir es que una mente descansada y limpia no deja la puerta abierta a las enfermedades.
Pensadlo. Es estúpido e inquietante el ritmo. No me refiero al último éxito de Enrique Iglesias, sino al signo de los tiempos en esta parte del mundo que llamamos avanzada. Correr, correr sin mirar el paisaje para visitar un lugar desde el que partir de nuevo porque se ha hecho tarde y tener que regresar para apurar la noche y el sueño, que hay que madrugar más aun, pues hoy no dio tiempo a terminar la tarea en el trabajo, que mañana será doble y pasado triple. Habrá que acelerar un poco más, ya casi somos mileuristas… Sí, todo es estúpido e inquietante como correr hacia la destrucción.
Somos como un maldito replicante. Bajo la lluvia entre la que se pierden sus lágrimas, el robot Roy Batty se dirige a un Deckard convencido de su propia muerte: “qué experiencia vivir con miedo, ¿verdad? Eso significa ser un esclavo”. Los Nexus 6 de Blade Runner corrían contra el tiempo, contra su fecha de caducidad, contra la certeza de un límite temporal muy definido. Los neuróticos del siglo XXI hemos añadido al miedo a la muerte la esclavitud del reloj y no hay vuelta atrás, salvo cataclismo refundador. Pero hay soluciones individuales, hay esperanza. Y como la vida es un relato muy mal escrito, una vez más la literatura llega al rescate: “La presencia de los otros borronea el mundo. La soledad es esta conquista que devuelve el goce de las cosas”, nos dice Sylvain Tesson en su bella obra La vida simple, editada en España por Alfaguara, en la que narra su retiro durante seis meses a una cabaña a orillas del lago Baikal, en la inmensidad siberiana, a cinco días de marcha del pueblo más cercano.
¿Quién no ha pensado alguna vez en dejar de huir hacia adelante sobre el asfalto, romper con todo y desaparecer, aislándose del mundo? Tesson cumple el sueño de muchos de nosotros y anota en un diario, como el surco de sus pasos en la nieve, cada jornada de reencuentro consigo mismo en el silencio blanco y azul. Sus compañeros de este viaje a las profundidades, los que comparten con él temperaturas de 30 grados bajo cero, son, entre otros víveres, el vodka, los puros y unos 60 libros, entre los que se encuentra Walden, obra de uno de sus más ilustres predecesores en la obsesión por una vuelta a las raíces, al encuentro del hombre con las estaciones, con el movimiento de los astros, con la vida a escala humana y en paz con la naturaleza: Henry David Thoreau, pensador además admirable por su formulación de la desobediencia civil, filósofo cuyo testigo en la resistencia pacífica recogieron gigantes como Gandhi o Luther King.
Los tentáculos de los gobiernos son demasiado largos y poderosos como para enfrentarse a la arquitectura social en la que estamos (en)castrados, pero iniciativas como las de Tesson nos indican un posible camino, perfectamente expresado en esta cita tan larga como ineludible: “La ciudad es una inscripción en el espacio de la cultura, del orden y de su hija natural, la coerción".
Sólo el recurso a las extensiones infinitas y despobladas autoriza una anarquía pacifista cuya viabilidad se funda en un principio muy simple: contrariamente a lo que sucede en la ciudad, el peligro de la vida en los bosques proviene de la Naturaleza y no del Hombre.
La ley del Centro encargado de reglamentar las relaciones entre los seres humanos puede privarse de penetrar hasta esos lejanos parajes. Soñemos un poco. Podrían imaginarse en nuestras sociedades occidentales urbanas, como en Pokoiniki o en Zavarotnoe, pequeños grupos de gente deseosa de huir de la marcha del siglo.
Cansados de las ciudades superpobladas cuyo gobierno implica la promulgación cada vez más abundante de reglamentos, odiando la hidra administrativa, excedidos por la dominación de nuevas tecnologías en todos los campos de la vida cotidiana, presintiendo el caos social y étnico asociado al crecimiento de las megápolis, decidirían abandonar las zonas urbanas y volver a los bosques. Recrearían aldeas en los claros. Se inventarían una vida nueva. Ese movimiento se emparentaría con las experiencias hippies, pero se alimentaría de motivos diferentes.
Los hippies huían de un orden que los oprimía. Los neobosquimanos huirán de un desorden que los desmoraliza. Los bosques, por su parte, están dispuestos a recibir a los hombres; tienen el hábito de los eternos retornos. Para llegar al sentimiento de libertad interior, se necesita espacio en abundancia y soledad. Hay que agregar el dominio del tiempo, el silencio total, la sobriedad de la vida y la cercanía del esplendor geográfico. La ecuación de esas conquistas lleva a la cabaña”.
Las palabras del escritor francés nacen de una lucidez que solo es posible porque ha repensado el mundo y a sí mismo desde la serenidad, y algún momento de desesperación, que le confiere la soledad. Al modo en que los ascetas se retiran al desierto mudo para percibir el aliento de Dios en cada grano de arena, Tesson, lejos de supercherías oficializadas como el cristianismo, consigue sentir en su carne el estremecimiento del mundo, la verdad que trae el viento, la disciplina nacida del frío, modeladora de la esencia eslava, que tan bien define en el libro. Consigue dominarse a sí mismo porque aprende a dominar el tiempo sumergiéndose en el ritmo natural de la vida, porque cambia la pantalla del ordenador por la ventana que cada día visita un paro, irónico nombre en tiempos de crisis para un pájaro cuya presencia y compañía contribuye a la deshabituación del “circo de la vida urbana”. La vida simple es una lección que crece en el interior de cada lector como una fotosíntesis, es una visita a la cara oculta de la luna, un tratado contra el suicidio colectivo que hemos asimilado, contra la aceptación de un estúpido modo de vivir en el que, en palabras del periodista canadiense Emile Henri Gauvreay, nos pasamos la vida haciendo cosas que no soportamos para conseguir dinero que no necesitamos y poder comprar cosas que no queremos para impresionar a gente que detestamos.
Si te sientes identificado con la anterior descripción, quizás sea el momento de que salgas a la calle a luchar por cambiar el mundo o de que te vayas a una cabaña lejos de las luces de neón.