Lo volvieron a hacer. La volvieron a utilizar, como si fuese una prostituta que esta vez sí puso la cama. Y no era una cama cualquiera. Repleta de pozos de riqueza, de combustible para las maquinarias de su seductor. Para abrir la puerta, bastó mostrar un billete verde por encima del bolsillo de la chaqueta. El portero, desde la mirilla, sonreía y abría de par en par. Dentro todo era fiesta. Parecía mucho más pacífico que como lo recordaban los asistentes a la fiesta. Porque ya habían estado allí, aunque habían sido expulsados. Durante años, no demasiados, fueron personajes non-gratos. Pero ahora sus carteras repletas, sus sonrisas y el sarcástico aplauso a la libertad adquirida fueron suficientes para que quienes fueron oprimidos y ahora controlan el garito piensen que el pasado, pasado está. Y entraron, al principio con miedo, pero después se fueron desperezando. Todos se dieron cuenta de que a fin de cuentas, hablaban el mismo idioma y que siempre habían tenido los mismos intereses. Comenzaron de pie, pero acabaron poniéndose cómodos. Llamando a los camareros para que vertieran un poco más de champán en las llenas copas. Todo iba como la seda. La noche no tenía fin y la resaca no llegaba. Se prometían fidelidad eterna. Con grandilocuencia, hablaban sobre proyectos futuros. Construyeron torres, trazaron planes faraónicos. Cayeron en el onanismo histórico del momento en el que vivían, atribuyendo a la globalización la capacidad de infundir democracia y respeto. Sin pensar que el simple hecho de estar rodeados de lujo les producía un lujo artificial, etéreo, incapaz de ser la base sólida de ninguno de los grandes sentimientos que aseguraban albergar.
La crisis económica no empieza ni acaba. De hecho, Europa no la ha inventado. Aunque pueda parecer mentira por la capacidad del viejo continente de creerse centro del mundo. La crisis económica espera agazapada a que haya una concatenación de decisiones que la hagan florecer. Y al igual que en ocasiones no se sabe muy bien cómo se descubrió, tampoco se suele vislumbrar cómo se puede tapar. La bajada del precio del petróleo en un 40% en los últimos seis meses ha provocado una crisis general mundial. Una crisis de dos vertientes: una en un sentido favorable (reducción de precios en los países consumidores); y otra más trágica para aquellos países productores. Las causas básicamente son tres: la desaceleración económica de China y otras potencias emergentes; la técnica del fracking (inyección de agua y elementos químicos en el subsuelo para obtener petróleo y gas) , utilizada por Estados Unidos para producir la mayoría del petróleo del que se abastece en la actualidad; y, finalmente, la estrategia adoptada por los países árabes de mantener la misma producción a pesar de este nuevo competidor, con el objetivo de expulsar al petróleo derivado del fracking del tablero de juego, ya que esta técnica es más costosa que los métodos convencionales.
Esta situación ha provocado que países como Venezuela, Méjico, Irán o Angola, cuyas estructuras económicas apenas están diversificadas y cuyo desarrollo depende enormemente del petróleo, hayan sufrido un parón en sus ingresos. Una coyuntura económica que ha abierto de nuevo la caja de Pandora de las preocupaciones a aquellos que ya se sentían cómodos en las tierras que un día se liberaron del yugo colonial. El racismo ya no es solemne. La colonización se hace a través del capital, y las guerras no son más que parones en el proceso de llenar los bolsillos. África abrió sus puertas, confiada en que la lógica libertad de los pueblos había formado la senda de la descolonización. Lo que no quisieron ver los grandes dirigentes de los países africanos con cuantiosas riquezas naturales es que la forma cambiaba, pero el paradigma no. Que el verdadero meollo estaba en sus suelos y que la libertad tenía un precio: dejar esos suelos para goce y disfrute de las grandes multinacionales mundiales.
A pesar de que no parezca demasiado justo el hecho de que los países que oprimieron la libertad de tantos pueblos sigan beneficiándose económicamente de sus antiguos presos, no es menos cierto que todo entra dentro del sistema. Y que Angola o Nigeria decidieron jugar en él. Pero la amenaza de la crisis del petróleo ha hecho asomar la patita del racismo, que ahora parece que nunca se fue y que tan solo se disfrazó. En Angola, excolonia portuguesa que se independizó en 1975 y cuyo territorio alberga valiosas riquezas, el nerviosismo de los trabajadores extranjeros es cada vez mayor, por la falta de dólar en el país, derivada del menor ingreso de la divisa por la bajada del precio del petróleo. Las transferencias internacionales son demoradas. Lo que debería ser un problema menor, y actualmente con solución, ha engullido los grandes reportajes de las potencias que miran a Angola de nuevo con desprecio. Por ejemplo, la revista portuguesa Visão publicó un reportaje en las últimas semanas alertando sobre el proteccionismo del Gobierno angolano, que le ha llevado a cancelar la importación de varios productos, y sobre la desesperación de los trabajadores portugueses que no consiguen enviar sus salarios a su país.
Partiendo de la base de que la sensación de sufrimiento es intransferible y que la situación de estos emigrantes es complicada, no es menos cierto que parece que Occidente se olvida de nuevo de África. Los peores efectos de esta crisis atacan directamente a los ciudadanos africanos, que ven cómo el capital extranjero pretende huir sin que su entrada se haya sentido en necesidades estructurales de los países como la energía, la sanidad, la educación o la potabilización del agua. Las grandilocuentes palabras de los dirigentes acerca de acabar con el hambre y las guerras en el mayor continente del mundo vuelven a surgir huecas. Basta golpear con los nudillos para escuchar el eco.
El año 2014 y el principio de 2015 han recordado de nuevo a África la acuciante necesidad de una unión política y social entre los países del continente. La hipócrita respuesta del resto del mundo con el brote del Ébola, el desvío de mirada en el caso de la actividad de grupos terroristas como Boko Haram y ahora este “sálvese quien pueda” de las grandes potencias ante el amago de crisis del petróleo son tres indicios que deben hacer pensar a las grandes potencias africanas que nadie va a defender a sus ciudadanos desde fuera.
La sala de fiestas ahora está en silencio. Un silencio tenso. Quien pestañee primero, tendrá que irse. Algunos ya comienzan a recoger sus bártulos y la luz del sol comienza a aparecer. Todos esperan (o no) a que alguien baje la luz de nuevo, ponga la música y grite: ¡que siga la fiesta! Veremos.