El manojo de textos que componen la obra de un poeta desborda la posibilidad inmediata de apresar y retener de un cerebro acostumbrado a comportarse como una mano posesiva. Las palabras que juegan en la poesía y, por qué no, en el ensayo simplemente nos superan, no tanto por obra de la distancia intelectual, como por fuerza de la alegría que provoca la lectura. ¿Qué es la alegría, sino una de las formas del “saber del no saberse”1 ? Provocada por otra cosa (que no soy Yo), la alegría, intimidad inesperada, se vuelve lo más propio y, para colmo de dislocamientos, parece no diferenciarse del resto, impropio, del mundo que se dona. Sabemos de la alegría tanto como la alegría nos sabe. ¿De qué manera nos interpelan los trazos finos del poema-ensayo?
La escritura de Mujica, por ejemplo, y las voces que hace pasar (como, por ejemplo, la de Nietzsche o la de Heidegger) buscan en cada lector el punto de suspensión de su proyecto de vida, de su vida como proyecto. Una obra como un cofre en el que se reservan para siempre las cosas preferidas: Trakl, Morandi, Hölderlin, mitos y leyendas desde el judaísmo hasta la antigua China… Confía en una escucha posible de la vida que se da como instante eterno, es decir, despojada tanto de fundaciones estáticas como de referencias finalistas. Porque esa aparente desorientación que vuelve como eterno retorno es un vértigo amoroso: no se ama para poseer, ni para prolongarse acumulando. No se ama “para”. El cimbronazo de una vida es la medida de esa vida y es su historia, es decir, ese relato que cuenta que una vez nada volvió a ser lo mismo. No es el “superado”, el que altanero cuenta cómo su conciencia, una vez a la altura de su tiempo, del saber y del Espíritu, se volvió capaz incluso de primerear obstáculos. La historia de una vida tajeada por el darse de las cosas es un relato de desacomodados, bailarines de pies ligeros que abandonando la voluntad de conquista hicieron del duelo la condición de una disponibilidad atenta al tacto del mundo.
En tiempos de fagocitación, donde el prefijo “pro” insufla legitimidad a cada gesto, la vida se reduce a un continuum en el que cada quien juega su destino como gerente de sus pequeñas certezas, fundidas con sus intereses de parcela. ¿Pero qué hay de las incertezas profundas que no dejan de fundarnos y desfondarnos? Amenazados y amenazantes viven los bichos pro-activos de la hora. Aferrar o no aferrar el metro cuadrado que define la vida personal, esa parece ser la cuestión… ¿Puede un libro o una obra hablarle a una época hablándole, a su vez, a todos los tiempos? Porque si es cierto que nuestra comedia coyuntural nos muestra saturados de información, atestados de estímulos, también podemos intuir que tanta arena está destinada a escabullirse, esperándonos un vacío que en el fondo sospechábamos: las manos vacías con las palmas mirando al cielo y el gesto de los dedos como garras inútiles, que no agarran ni retienen, que no se agarran de nada.
¿Seremos capaces de transformar las garras en gesto meditativo: el pulgar junto a las yemas de los otros dedos? ¿Se abrirán nuevos andares desde nuevos olvidos? No hay manuales para errantes, pero la pluma de Mujica nos conecta con algo de eso… Despierta una respiración que ya es olvido. Y el olvido, aparte de inaugural es relativista; una vez consumado, lo olvidado, eso que parecía todo, se revela siempre poco. Antes del olvido vivimos en el terreno de las magnitudes, donde nos creemos tanto y nos descubrimos tan poco… Como si hubiera un estadio en el que aun no descubrimos la dignidad de algo. Es el materialismo que vibra entre los poetas y los lectores: algo no necesita ser tanto para ser todo cuando se presenta como “único de sí”, como entrega, pues no cabe en sí. Su trascenderse no se dice idealmente, no hay abstracción que valga a la hora de nombrar lo innombrable, queda una última palabra que no es palabra última, un último estímulo cuando la arena es desierto, un último gesto que en el umbral del olvido nos recuerda olvidar: la palabra poética.
La pluma de Mujica nos recuerda que la vida es más que vida y las cosas ni siquiera son algo fijo o pasible de ser fijado, sino que viven un devenir perpetuo al que, claro, podemos cerrarnos y, acorazados en la miríada unidireccional de la utilidad, negar a costa de aperturas posibles. Porque si “no saber puede ser una inocencia”, el saber que se adelanta, que empuja y se impone nos devuelve culpables a un mundo de éxitos y fracasos en el que emprender no abre, sino que reproduce el mandato cerrado e instrumental de un abalanzarse sobre las cosas sin preguntarles nada. Cuando torpemente cosificamos posibles devenires, las palabras del poeta piden por “el movimiento liberado de las cosas”.
Emprender, apresar, realizarse. Las promesas de la autoayuda coinciden con el amor temeroso que se gasta celo, el monocultivo del espíritu. Amarse a sí mismo, cuidar las pertenencias y defenderse de las amenazas circundantes son las prerrogativas de nuestra cultura más actual, el punto de partida fallido de las políticas que vienen, la negación anticipada ante cualquier pregunta vital. Nuevamente: ¿Qué puede un libro, un racimo de textos florecidos de paradojas y de caricias? Desde su llamado de apariencia intemporal, desde sus diálogos con las tradiciones, desde sus propios grados de eternidad, la poesía, el ensayo o incluso el poema-ensayo (como ocurre a aveces con Mujica) llaman a una experiencia de la lentitud: pensar no es conocer, sino hacer lugar en el tiempo a las señales de vida que se donan mundo; amar no es poseer, sino aceptar a las cosas y los otros “como roce y despedida”.
¿Es posible una escritura que además de decir escuche? Escucha como disponibilidad siempre abierta a una desnudez posible. Parece ser la utopía de Mujica, cuando escribir e internarse en el bosque coinciden. Utopía de la desnudez. Algunos acusarán la candidez de semejante expectativa, otros, más realistas, explicarán que el humano es un animal que solo entiende de ropajes. Sin embargo, “desnudez” nombra una forma de relación, una disposición de quienes, atravesados inevitablemente por el lenguaje, de golpe se permiten el asombro de lo que ya era disposición de la vida como impetuoso devenir y serena existencia. Hay vida después del Yo (y antes también), no hay truco lingüístico que valga. Pasar de vivir capturados en el lenguaje, al gesto poético que vuelve a las palabras una casa encantada, giro literario que abre un habitar eterno en la lengua. Aprender de las palabras, aprender a callar, aprender a tratar con lo innombrable (“un decir que resguarda su indecible”). Disponibles a lo disponible, se dice, entonces, desnudez.
El que escribe aprende del que pinta: Giorgio Morandi, nos dice Mujica, hace pasar las cosas en su materialidad desnuda, las ofrece simples y disponibles; su pedagogía no explica nada, sólo nos enseña, es decir, nos muestra, una relación posible con las cosas: ser la vista de lo que se da a ver. ¿Austeridad existencial? El pintor que “tuvo el coraje de creer en lo que es” le sirve al poeta como paradójico ayuda-memoria: aprender a olvidar y olvidar lo aprendido, esa es la cuestión. El poeta escribe una vez como conjuro de lo sabido y otra como apertura, como pasión del no saberse. Morandi pintor de inocencias, Mujica poeta de aperturas. Uno hace de la sobriedad su elogio de lo que hay, otro con la justeza festeja lo que es en su insignificancia. Ni efectismo pictórico ni palabras metafóricas, un real tosco y sutil a la vez los conecta, vuelve un poco poeta al pintor, un poco pintor al poeta. Ambos parecen buscar el silencio. Pero, ¿se puede buscar tan poco? Es que, en algún punto, ni de búsqueda se puede hablar ahí donde lo que se afirma es ya disposición a lo que hay. Nada de conquistas, mejor el fracaso estrepitoso de la voluntad que mil victorias del hombre sobre las cosas, sobre la naturaleza. Aun esa división –hombre/naturaleza–, y sobre todo ella, impulsa nuestras victorias pírricas, nuestra forma exagerada de desconocer lo que hay creyendo que sólo se trata de “hacer”. No basta al glotón con existir, parece necesitar pro-existir. El poeta también señala síntomas, como es el de una desesperación que pide más a lo existente porque no ve más en lo que se da.
Entre el poema y el ensayo se ciernen las dualidades que parecen organizar como inmanencia la palabra ante las resquebraduras vitales: ser/no ser, ya/todavía no, silencio/palabra. No se trata de opuestos sino del “oscilar de lo naciente”, sístole y diástole, bordes de río. Cuando nos encontramos con un texto filosófico aparecen términos extraños como “no-ser”, “ser-ahí”, “ser-para sí”… Palabras que surgen del forcejeo con lo real, de una necesidad tan íntima como desconocida de tratar con lo desconocido sin agotarlo conocimiento. Es otra de las apuestas de Mujica: “Algo de nosotros es mentado en esos nombres, esos, que aun sin afirmar nada concreto los hemos acuñado, los hemos necesitado.” “No-ser”, “no saberse” nada tienen que ver con la carencia, por eso el nombre no compensa ni completa, se compone. Se trata de la vida excedentaria que rebasa las formas consabidas de ser y se trata también de su correspondiente nombre expresivo, un tanto dudoso, preciso como poema, pero incapaz de definiciones. Son nombres que incluyen lo no nombrado, que practican en un territorio de cerrazones y reducciones, de conjugaciones finitas, como bien podría ser el lenguaje, grados de apertura, zonas de expectación eterna.
La palabra poética no trata sobre el Ser, se saca el peso de encima, su tinte libertario que desborda al propio nombre del “autor”, se vislumbra en el reconocimiento de una única ley, esa única ley que la naturaleza reconoce: “la de ser”. El libertino nos niega el sentido último que le pedimos a todo sabio, nos muestra la risa nietzscheana cada vez que buscamos la explicación definitiva y nos saca corriendo si intentamos compendiarlo en las arcas del conocimiento. Imaginamos su respuesta: “¿Querés una certeza o una moraleja?... Te doy un porque sí.”
1) Hugo Mujica, El saber del no saberse, Madrid, ed. Trotta, 2014.