Lo que los hombres llaman la sombra del cuerpo es el cuerpo del alma.
(Oscar Wilde)
Era una noche de noviembre de 1915 en el Frente Occidental y por la línea de trincheras -un fangal de sangre y tierra- se desplazaban con sigilo cuatro soldados franceses. Su misión era simple: acercarse a un reducido grupo de soldados alemanes y acabar por sorpresa con ellos. En un hueco que dejara un obús se dejaron caer para tomar un respiro. Todo por encima de ellos eran interminables estruendos y oscuridad... hasta que una luz muy brillante comenzó a brillar en el cielo. Los franceses comenzaron a especular sobre ella: podría tratarse de un nuevo invento alemán, algún tipo de luz de bengala colgando de algún paracaídas. Sin embargo, la luz no parecía caer y no se distinguía paracaídas alguno: simplemente permanecía allá, estática, en lo alto de la noche.
De repente, los cuatro franceses comenzaron a tener visiones “espirituales” de sus aspiraciones más elevadas y sus recuerdos más queridos y, uno a uno, se fueron levantando como en éxtasis, soltando sus fusiles y caminando regresaron al puesto de origen, desafiando los balazos. Al llegar, ya no tenían más “voluntad de guerrear” y rápidamente fueron acusados de cobardía en combate y traición a la patria. Enseguida se elevó una corte marcial. El capitán Tremain –un abogado civil sin mayor experiencia en asuntos de guerra– sería su abogado defensor y el juicio sería sumarísimo… pero los argumentos de los soldados eran totalmente insustanciales y no les servirían de nada. Al día siguiente ya estaban sentenciados a muerte.
El defensor, horas antes del fusilamiento, se ofreció a comprarles una botella de coñac en un pueblo cercano. Ya en un comercio, se le aparece un soldado desconocido y psicológicamente extraviado que había perdido “la voluntad de guerrear” tras ver una luz en el cielo la noche anterior. Y pronto siguieron apareciendo otros soldados en la misma situación: fueron más de mil los testigos registrados. Ante tal avalancha de pruebas la orden de ejecución se revocó y el caso quedó archivado, escondido y “explicado” como un caso más de “neurosis de guerra”.
A esta altura, no es descabellado preguntarse si existe un verdadero límite en los últimos pasos del mundo material -en una luz que define parámetros cósmicos hasta hoy indescifrables para la Física moderna- y el comienzo de un mundo cuántico aplicable a nuestra mente consciente... y a la Sombra del inconsciente de Jung. Esa Sombra donde se guarecen todas nuestras oscuridades es una trinchera de cerrazón y miedo que ocasionalmente asoma en sueños, fallidos o algún bienaventurado poema. Como sea, abandonándonos a la luz entramos en una senda que parece poder conducirnos más allá de ella misma, más allá de toda forma y proceso psicológico, al que podríamos considerar, paradójicamente, como la Sombra de Jung.
Cuando hablamos de la oscuridad como factor activo y modelador de lo real, resultó inevitable asociarla con la luz y, por supuesto, el camino inverso también es ineludible. Así, todas las formulaciones simbólicas especulativas sobre lo real que no adhieran al mundo de la Física Clásica y sus “cosas” rígidas y disciplinadas por nuestro sesgo mental occidental, se debaten en la cruz de oposiciones de un mandala oriental entre el punto central –inmanifestado– y el círculo donde se resuelven todas esas contradicciones (al respecto, ver nuestro artículo sobre mandalas). La luz parece, así, conectar lo que se dice con lo que no se dice: algo que es sin ser o que no es siéndolo... como “el cuerpo del alma” de Wilde.
Hablando sobre la oscuridad rescatábamos su omnipresencia, pero no decíamos que la luz no fuera, sino que vivíamos un estado psicológico en el que creemos que la luz puede invadirlo todo, pero que, en verdad, es la oscuridad lo fundamental en nuestro Universo real y la luz sólo una perversión de lo oscuro, a la cual, no obstante, nos aferramos. De hecho, las explicaciones simbólicas de la dinámica luz/oscuridad son siempre por “extracción” de luz desde las tinieblas. Es un parto, un “dar a luz” desde una oscuridad uterina. Es la semilla de tinieblas rota para que aparezca el accidente de la luz. El drama de toda iniciación es drama vegetal: la semilla enterrada germina, dando origen al neófito: la nueva planta. Igualmente, al Kaliyuga –la “edad sombría” hindú– y tras la mahāpralaya o “disolución cósmica”, le continúa un renacimiento: todo es suprahistórico: la oscuridad se traiciona en semillas de luz, así como el día traiciona la verdad de la noche.
Escribimos: “En su intimidad, la realidad uterina, cósmica -más numinosa que luminosa- es siempre inaccesible y oscura a la razón, pero iluminadora de la intuición y que invoca, evoca y provoca la formación de un universo protector mítico y simbólico, que nos separa de las fuerzas degradativas que quieren hundirnos en las tinieblas”. No obstante, en el Kaliyuga, cuando lo infrahistórico es una edad sombría de decadencia y descomposición axiológica y social, la iluminación adquiere esa significación suprahistórica, ya que es en ella donde los elementos de la realidad como ficción (Maia y Magia tienen igual etimología) se resignifican y establecen nuevos balances en nuevo amanecer donde todo es promesa, inaugurando nuevos entusiasmos y flamantes libertades alentadas por las ruinas de todos los marcos arcaicos ahora visibles a la nueva luz: la brillante estrella sobre el oscuro pesebre de Belén, por ejemplo: una luz que guía sin desviarnos por los equívocos caminos de lo real.
Podemos pensar en esta luz como una iluminación intelectual y, especialmente, espiritual. La oscuridad procede y precede a una luz material que define... pero que define fantasmas. Pero si en el nuevo amanecer tras el Kaliyuga, la semilla se rompe bajo tierra, develará una luz espiritual que dejará atrás a la materia que nos extrae y hunde en la tierra. Esta luz recién nacida habla de lo que será: está en el más allá del momento como metáfora de la materia.
En lo material, la luz física es a la vez las ondas del agua en el estanque tras arrojar una piedra y es la piedra arrojada, y a la ciencia le es imposible separar ambos hechos. Parece demarcar una barrera a nuestro conocer del mundo.
La luz de esta luz se convierte en una sombría barrera para la mente, mientras que una eventual luz espiritual -la iluminación zen o la “luz divina” del simbolismo oriental que llegaría hasta el Mediterráneo-, implicaría un conocimiento más allá del conocimiento vulgar: una verdad circular, un autoconocimiento que, iluminándose a sí mismo, deja a oscuras al Hombre no iniciado en ese círculo. Por esto mismo, el carácter ming en chino es a la vez la luz del sol (la verdad) y la de la luna (lo real) constituyendo con sus órbitas, el círculo del mandala y la resolución de su misterio. En el Islam, el En-Nūr o Luz, equivale al Er-Rūh o Espíritu: es la luz sufí encerrada en el corazón: la luz críptica, clausurada sobre su naturaleza sagrada e invisible para el no iniciado. Entre los cabalistas, el Aor o Irradiación de Luz Divina, nace desde un punto central (el centro sefirótico Keter del mandala que engendra el Árbol de la Vida) genera la extensión del Universo como Creación: cae sobre una frágil vasija en cada sefirá de cada rama del Árbol, y por la fuerza espiritual de la misma radiación lumínica, la rompe y vuelca su luz en la sefirá siguiente.
Recordemos que la luz llega a ser Aor desde el Ayn o la “Nada existente”, que comienza a materializarse como Ayn sof o “Infinitud” hacia el Ayn sof or o “Luz infinita”, en cuyo centro mandálico de luz inmaterial, se sigue la progresiva materialización del Árbol de la Vida desde la sefirá Keter o “Corona”, hasta la sefirá Maljut o “Reino”: allí donde la luz se hace visible a los mortales. Cada sefirá es, en su posición dentro del Árbol Sefirótico, una declaración de la Luz Divina en nombre de un Dios que pone “en claro” su shekinah: su presencia a la vista, haciendo de esa presencia un templo de luz allí por donde desciende, desde la Nada Existente hasta la sefirá más densa. Es el “rayo relampagueante”: “Diez Sefirot de la Nada. Su visión es como la apariencia del rayo y su límite no tiene fin” (Séfer Yetsirá 1:6): la luz de la Creación desde lo que no es siendo (el Ayn) hasta lo que “existe demasiado”, la sefirá Maljut: densa y proclive a la caída y alejamiento de lo espiritual.
Un rayo de luz
Ya vimos que, en la luz de la Física, las partículas no lo son porque son ondas que también son partículas. Son esa materia que no lo es siéndolo y que es radiación no siéndolo... y haciendo que la teoría cuántica aplicada a la luz parezca más un argumento simbólico -si no esotérico- antes que un decir científico estricto. Y de hecho y según San Juan (1:9), la Luz Primordial se identifica con el Verbo expresando que “la radiación del sol espiritual (...) es el verdadero corazón del mundo” (como el Er-Rūh sufí): una radiación que se resume en un punto sin radiación: en un punto que no irradia (porque el fotón no emite luz) o que sí irradia, pero que a su vez es un punto: onda y partícula. Con esta radiación, el punto/fotón se asegura ser percibido por todo Hombre, a través –afirma San Juan– del símbolo de la luz/conocimiento percibida por el corazón, como el sol que se percibe en lo visto, sin dejar su lugar en el cielo, o como los rayos de luz con manos terminales que alcanzan al Hombre en la representación del dios Atón de Akhenatón.
El llamado “filósofo desconocido”, Louis Claude de Saint-Martin, sostenía que la luz del Sol verdadero (no el visto) debía percibirse sin refracción, intuitivamente, sin deformaciones. Es la luz que en la iniciación masónica se pide para el recipiendario: “¡Luz!; ¡La Luz! ¡Más Luz!”, antes de quitarle la venda y quien, encandilado (el dolor visual como cruz del conocimiento), vive la intuición que pedía Saint-Martin: las espadas que le apuntan serán rayos de luz que brillan en el acero de un mandala invertido, como el tarîqah musulmán (desde el Hombre y su Sombra hacia el centro de toda luz: Allah). El árbol nacido o neófito es en ese instante la sefirá Keter o Corona que surge como punto adimensional en el centro mismo de la Luz Infinita. Este conocimiento inmediato es Luz Verdadera, símbolo del “sol verdadero” de Saint-Martin: el “Verbo Luz” de San Juan: la Luz que sólo escuchan los iniciados... opuesta a la luz lunar la que, como reflejo de la solar, es un remedo sin la calidad del Verbo... un conocimiento discursivo vulgar: la luz solar dice mientras la lunar habla.
Post tenebras lux: tras la Sombra, la Luz, el Fiat lux del Génesis, una luz que ordena el caos cósmico e individual. Este ordenamiento aparece con San Pablo y en el Corán: “A quien Allah no le da luz, no tendrá ninguna luz” (24:40). La Luz o es posterior a la Sombra o sólo quedará como tiniebla y confusión mental y espiritual (Maia). En el Rig Veda hindú; en el Anguttara-nikāya budista (“colección de sutras”); en el símbolo del Taijitu taoísta o cuando Amaterasu (el dios japonés del sol) sale de la caverna de la noche para iluminar al mundo, se recuerda esta sucesión. La identidad de la Luz respecto de la oscuridad se lee en China cuando Chuang-tse sentencia: “Seguidme allende los dos principios (luz y sombras) hasta la unidad. Desde el punto de vista de los hombres ordinarios, nos enseña el patriarca Huei-nēng, que iluminación e ignorancia (luz y sombras) son dos cosas diferentes. ...[Pero] los hombres sabios que realizan a fondo su naturaleza propia saben que éstas son de la misma naturaleza”.
Oscuridad y Luz se identifican en una sola esencia en el interior más íntimo del sabio, sin espacio para segregarse entre sí, esto es: cuando el sabio llega al punto central de su propio mandala, descubre la Sombra de Jung en una nueva y única Luz, llegando a la iluminación zen del círculo final.
Otros aspectos
Es interesante que en experiencias místicas, más allá de toda luz reveladora, encontramos las sombras simbólicas: lo divino como incognoscible o el “el abismo de la cumbre” que alcanza la cabra de Capricornio (con su cola de pez) tras haber contactado al Hombre/Sombra en su naturaleza caótico/acuática de Acuario (a este respecto, puede consultar nuestro artículo sobre simbolismo zodiacal). La idea de la oscuridad de la Luz Divina para el Hombre aparece en textos espirituales musulmanes, en San Clemente de Alejandría o en San Gregorio de Nisa, quien recuerda que Moisés, llegado a la cumbre del Sinaí, es rodeado por tiniebla divina como una nube/velo: la luz de la verdad no puede -ni debe- ser vista. Tras cuarenta días y noches, una luz resplandecía en su rostro, pero, una vez abajo, ocultaba esa luz (que no podía ver en sí mismo) con un velo: la luz divina es luz velada: sólo vemos luz reflejada, “luz lunar”.
Cuestión física
El primer acercamiento a las propiedades físicas de la luz lo tenemos en el s. X con los estudios de Abū Alī al-Ḥasan, de los que abrevarían Leonardo, Galileo, Descartes, Kepler y Newton. Hoy es sólo una onda electromagnética que abarca una porción ínfima por el centro del espectro, y no es una “cosa” por sí misma. No puede ser origen de nada porque los fotones no emiten luz: ella es sólo destino, nunca origen...
Así entenderíamos, quizás, el porqué de su “velocidad” absoluta según Einstein: no nace ni viaja, sólo “está ahí” cuando la vemos. Cualquier foco de luz lo es porque ella ya ha interactuado con la materia, marcando el límite infranqueable para lo real. Einstein mismo, que había recibido el Nobel por “cuantizar” la luz explicándola como “cuanto” o “fotón”, enfrenta la arbitrariedad de una dualidad onda/partícula irresoluble. Con el avance en estudios y tecnologías, se vio forzado a combatir (y perder, porque Dios sí juega a los dados... y con dados cargados) contra el modelo de Bohr que predecía un “comportamiento” (para usar metáforas biológicas) del mundo cuántico, dominado por probabilidades, indeterminaciones y falta de límites precisos, sin las “causas ocultas” que la precisión material de Einstein necesitaba.
Las cosas –por lo menos a escala cuántica– empezaban a desaparecer e interrelacionarse (entrelazamiento cuántico) de un modo “antiintuitivo”… para no decir “mágico” o –peor aún– “espiritual”, venciendo así la idea “intuitiva” de ver “cosas reales”, diciéndonos: las cosas son como las conocemos nosotros ya que somos dueños de lo real; que está dispuesto en algún “afuera” y que decimos tautológicamente que es, porque “es” como decimos que es. Y yo controlo ese “afuera” porque me veo ajeno a lo que veo... pero tal control al conocer es siempre violencia: el ver “cosas” despierta el apetito de nuestra Sombra... tal la Sombra en Santo Tomás, que no creía porque tenía “hambre de ver” y el hambre –ya lo sabemos– es prerrogativa de lo material.
Final paradójico
Usamos aquí el ver y la luz como eje conceptual del conocimiento, adquiriendo un valor simbólico fundamental en la historia. En efecto: el “Oscurantismo” era -al decir de Fulcanelli- la época de una luz que el Iluminismo nunca podría entender... aunque la Epistolæ Obscurorum Virorum (Cartas de los hombres oscuros), que diera tan mala fama a esa época (en el s. XVI se querían quemar todos los textos del Talmud que se encontraran), hubo paralelamente una percepción de otra luz en el Hombre que coincidía con la fe de los que no vieron pero creyeron.
Este conflicto reaparece en las sombras donde se debate el Pez Austral: el abismo acuático de Acuario (los remitimos nuevamente a nuestro artículo sobre el zodíaco) que es redescubierto por Jung y su postulado de la Sombra: la invitación a integrar nuestra cara oculta a la cara de la consciencia que abre los ojos a la posibilidad de una luz aunque no se la vea… o precisamente porque no se la ve. La premisa jungiana quizás apareció en el reconocimiento de Belleza y verdadera Luz que aquellos soldados franceses del Frente Occidental reconocieron en sí mismos, a pesar de la tiniebla de la guerra, simbolizada como una luz en el cielo que los transformó de ser máquinas de matar a ser seres psicológicamente íntegros. ¿Era esa luz la Sombra de Jung acusando la idiotez de la guerra?
No podemos explicarnos de qué se trató. Sabemos que hubo infinidad de relatos estremecedores análogos (fantasmas, otras luces, seres luminosos, etc.) en esa y en todas las guerras. Quizás la Sombra de Jung, esa metáfora de la Luz que nos falta para ser “completos antes que perfectos” –como el propio Jung quería y Wilde intuía–, amanece como herramienta para ayudarnos piadosamente a expresar nuestra esencia luminosa, recuperando para alimento de la consciencia, aquel miedo ante la primera noche de la Sombra que nos asustó tras ser expulsados del Edén. Sombra que nos permitirá manifestar plenamente todo lo que en el principio se nos otorgó y que podemos volver a otorgar: lo creativo, lo trascendente y lo universalmente humano... porque sin amor al de la trinchera enemiga, nada somos (1 Corintios 13:2).