En la era de consumo en la que estamos sumergidos, la gastronomía juega un papel fundamental en el turismo, en la vida social y en el cotidiano laboral.
El ritmo de vida impuesto por los horarios de trabajo y el transporte nos han quitado un espacio y tiempo antes fundamental para preparar nuestros propios alimentos. Históricamente, el acto de alimentarse tuvo una variedad de etapas y de implicaciones sociales. La caza ya no se corresponde a nuestro tiempo, la cosecha y recolección son poco habituales, pero se intentan recuperar a través de la permacultura, pero el acto de cocinar y luego compartir la comida es el último momento de resistencia al consumismo y nos permite sostener una sana costumbre ancestral.
Procesar los propios alimentos, prepararlos a nuestra sazón y seguir aunque sea mentalmente una receta genera una conexión más profunda con el acto posterior de comer. Preparamos, le dedicamos tiempo y esfuerzo, lo pasamos por nuestras manos y extendemos una parte propia al momento de servir.
La palabra comensal se forma a partir de la preposición latina cum (con, en compañía de, de manera participativa) y el vocablo latino mensa del que proviene la palabra mesa. Cocinar para la compañía entonces es tener comensales.
Estos comensales en primera instancia son la familia, donde la mesa que compartimos crea rituales como los lugares en la misma, los horarios para encontrarse o los diálogos propios de encontrarse frente a frente a compartir algo.
En estos espacios de mesa se transmiten valores fundamentales en el desarrollo de la personalidad de los asistentes, el agradecimiento y valorización del lugar, del alimento y los modales, convenciones sociales que median cómo será ese momento. También han sido mediados por el uso de utensilios que hoy conocemos dentro la categoría cubertería.
Comprar comida es más rápido que cocinar, y en ese afán de velocidad sacrificamos la gran mayoría de las veces la calidad de nuestra alimentación. Esta pérdida es mucho mayor si consideramos que nos salteamos los pasos anteriores y que la sistematización de ese alimento mediada por el precio, puede afectar desde el tamaño de las porciones hasta el sabor propio de los ingredientes.
Atentos a esto, algunos locales gastronómicos se rotulan como “caseros”, y acudimos a ellos en busca otro tipo de sensaciones, aun así, sabemos que no cumplirán con el total de nuestra expectativa.
Los desayunos quizás se conservan en el entorno familiar por ser comprendidos después del descanso nocturno y tener ese rasgo de intimidad, pero cuando disponemos de tiempo optamos por recuperar la antesala de los almuerzos o las cenas, y allí extendemos el círculo social a los amigos, los colegas, las búsquedas de pareja y el compañerismo.
Planear qué se comerá, conseguir los ingredientes, procesarlos en conjunto en medio de charlas, se vuelve un valioso espacio de interacción que no estamos dispuestos a negociar.
Recién pasado el tiempo de cocción, cuando el aroma ya atrapa nuestro olfato, nos acomodamos en torno a un lugar, listos para compartir. De hecho, invitar a otras personas a comer, guarda en nuestra memoria colectiva un rasgo ancestral que hace poco pude conocer y revalorizar.
La pambamesa, palabra de origen kichwa que significa “comida para todos”, es una tradición ancestral de las comunidades indígenas de las sierras que consiste en compartir alimentos en una mesa común, donde cada participante lleva un plato de elaboración propia y se dispone un mantel en el suelo para que la comida esté al alcance de todos y se pueda tomar con las manos.
Así entonces cada subgrupo familiar convida sus recetas, sazones y sabores con otras. ¿Esto no suena interesante? ¿No es un gran espacio de confianza y cariño invitar a otro a comer lo que cocino? Más aún si es en nuestra casa.
Creo que el turismo aún tiene una oportunidad de proponer una cultura gastronómica a partir de las mesas colectivas, mucho más profunda que la búsqueda del sabor casero, a través de posibles pambamesas para turismo. Se conservaría así un patrimonio intangible, mucho mayor que una receta y sus técnicas e ingredientes, enfocado en la interacción humana. En esos espacios han surgido las cocinas fusión y las propuestas que trascienden lo regional.
¿De cuánto nos perdemos si solo nos concentramos en alimentarnos como consumir? Las posibilidades de interculturalidad son infinitas y pueden permitir que, al menos al momento de comer, no se piense en bienes de consumo si no en espacios por y para compartir.