Del miércoles 6 al sábado 9 de noviembre de este año tuve la oportunidad de hacer por primera vez en mi vida los Ejercicios Espirituales (EE. EE.) de San Ignacio de Loyola comprimiéndolos en cuatros días, con un conjunto de miembros de la Red Apostólica Ignaciana de Caracas y un joven sacerdote jesuita: el padre Juan Carlos Sierra. En el pasado los había hecho pero en solo dos días y mayoritariamente con sacerdotes no jesuitas, por lo que era una ilusión dedicarle más días (14 horas de oración) empapados de la espiritualidad del autor de los Ejercicios Espirituales. Después de algunas indicaciones y aclaratorias sobre lo que se buscaba, se hizo la primera hora de oración examinando la presencia de Dios en nuestra vida. Es en parte lo que estoy haciendo con esta serie de artículos sobre mi vida de piedad, comenzando anteriormente con mi niñez y ahora pasando a mi adolescencia. Al examinar mi vida solo tengo palabras de agradecimiento con todos aquellos que me enseñaron a ser cristiano. Y ser cristiano es hacer vida lo que celebramos en Navidad.

¡Gracias a Dios mi memoria está más llena de momentos felices que tristes! E incluso lo que tendemos a llamar “traumas” me han dejado importantes aprendizajes, por lo que tiendo a valorarlos. En el numeral 2 de los EE. EE., San Ignacio recomienda “no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente”. Y yo me siento afortunado, y por ello agradezco a todos los que han dejado una importante huella en mi vida, e incluso los que me dieron ejemplo de lo que no se debe hacer. En lo que respecta a mi vida de piedad entre los 9 y 26 años, tuve tres momentos de gran importancia: mi primera comunión, mi reconversión después de dos años alejados de la fe, y finalmente la epifanía de mis 25 años que me propuse un conjunto de prácticas piadosas diarias (que trataré en mi próximo artículo).

A mis nueve años hice la Primera Comunión y me fascinó toda la historia sagrada que nos contaron con imágenes con un proyector. La catequesis era todos los sábados en la mañana en unas aulas enormes que quedaban arriba o detrás de la iglesia parroquial “El Buen Pastor” de Bello Campo (Caracas). Dichas charlas complementaron la precaria visión de la historia del pueblo judío que adquirí con la película Los diez mandamientos (Cecil DeMille, 1956). Este filme fue fundamental en mi vida porque es la “primera imagen” que tuve de Dios y su relación con los seres humanos. Dios se mostraba como una columna de fuego que protegía a su pueblo y le dejaba diez prohibiciones (de niño cualquier deber se percibe de forma negativa) a través de su líder (Moisés). El mismo año de este sacramento vi la serie de TV: Holocausto (Gerald Green, 1978), y de esta manera tuve un conocimiento diferente de los hebreos, pero que aumentarían mi admiración por ellos, la cual desde ese momento nunca ha dejado de crecer.

Después de la primera comunión vivía más la misa y rezaba con mayor frecuencia, pero no era oración sino peticiones fervorosas. Lo malo fue que al pasar el tiempo dicho fervor fue bajando en intensidad, pero al visitar a mi abuela Carmen Teresa en vacaciones e ir con ella todos los días a misa mi piedad renacía.

Hay un hecho que ocurrió a los meses de vivir este sacramento, al cual se suma también la confesión, que considero fortaleció mi consciencia e identidad como parte de la Iglesia Católica. Me refiero al atentado que vivió San Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981; el cual al enterarme yo asumí como una noticia más, pero al comunicársela a mi abuela su reacción fue muy distinta a la mía. Apenas se lo dije por teléfono mi abuela comenzó a llorar como si fuera un familiar cercano, yo quedé impactado y me preguntaba: ¿cómo era posible que se afectara tanto por una persona que nunca había visto ni tratado? Desde ese momento supe lo que significaba el sucesor de San Pedro para un católico, y cómo no era una persona lejana a pesar de la distancia entre Roma y Caracas. Este hecho, este sentimiento, fundamentó lo que luego mis lecturas del Nuevo Testamento y el Catecismo de la Iglesia Católica harían de forma racional.

Mis primeras devociones están ligadas también a mi abuela Carmen Teresa porque al ir a diario con ella a misa cuando me quedaba en su casa durante las vacaciones, generó un hábito y mi abuela me catequizaba. La primera devoción fue a la madre de Nuestro Señor en la advocación del Carmen, porque su imagen en la Parroquia “El Salvador” (Las Acacias, Caracas) la donaron mis abuelos lo cual me llenaba de orgullo. Además, la imagen de la Virgen tenía un rostro muy delicado y hermoso, el cual me enamoraba.

Al llegar a bachillerato le compraba en julio un velón pidiéndole que nunca fuera a exámenes de reparaciones como habían ido mis hermanos, y la verdad es que jamás reparé. También comencé la práctica de los Primeros Viernes al Sagrado Corazón de Jesús, cuya imagen estaba con la de la Virgen del Carmen al tope de la cama de mi abuela, y mi madre también tenía una en su pequeño altar familiar. Nunca he dejado de ser devoto a la Madre de Dios y hoy en día rezo el rosario y el Ángelus diariamente, consciente que ella es corredentora al responder de modo generoso al llamado de Dios en su obra de salvación.

Todas estas prácticas generaron hábitos, pero no fueron tan fuertes para desarrollar una vida contemplativa en medio de la vida cotidiana; ni luchar decididamente contra el pecado en la juventud. Lo que sí me inspiró fue a rechazar las injusticias sociales que eran claramente anticristianas, y sentir compasión por la pobreza que crecía en mi país de forma acelerada durante los ochenta. A los 15 años pedí por mi propia iniciativa el sacramento de la confirmación, y para ello hice un largo curso de formación que me quitó la timidez de responder en misa y cantar.

Paradójicamente, al año siguiente, esta búsqueda de justicia me llevó a la política como medio para lograr superar la pobreza; pero la primera visión de la política que conocí me alejaría de la fe. Esa perspectiva fue la ideología de izquierda la cual me parecía la solución, pero esta era enemiga de la religión. Leí y estudié mucho sobre el tema, y me aproximé a la militancia. Al tiempo descubriría que estas ideas, partidos y gobiernos promovían el odio y el resentimiento; que eran tan nefastos como el fascismo ¡y tan contrarias a mi formación cristiano-católica!

No desperté de forma rápida, y aquel Dios que mi abuela me había presentado a través de la piedad ya no era parte de mi vida cotidiana. Podemos abandonar a Dios pero Él no nos abandona. Un día caminaba por el centro de Caracas y decidí entrar al templo de San Francisco para admirar sus obras de arte. A través de la belleza pensé en la fe de mi abuela, y cómo en su sufrimiento Dios le había dado paz y alegría. Solo una idea ascendió desde lo más profundo de mi alma: ¡Dios es la respuesta a todas mis dudas, a todos mis anhelos de justicia!

Miré a mi alrededor y vi un confesionario rodeado de dos largas filas, una de ellas era de hombres que se confesaban frente al sacerdote (un viejito calvo que parecía español). Esta cola fue la que elegí, y al arrodillarme frente al cura le dije la verdad mientras me salían las lágrimas. El sacerdote, como un abuelo comprensivo me tomó de las manos, y me dijo con una sonrisa: “Dios te estaba esperando, esto no es casualidad. Tus lágrimas son tu penitencia, y estoy seguro que ya son lágrimas de alegría. Vete en paz”. Desde ese día, con tiempos de mayor o menor piedad, Jesucristo ha sido mi “camino, verdad y vida” (Juan 14, 6).