Algo le está sucediendo a toda la estructura de la consciencia humana; Un nuevo tipo de vida está comenzando. Impulsados por las fuerzas del amor, los fragmentos del mundo se buscan unos a otros, para que el mundo pueda llegar a existir.
(Teilhard de Chardin)
Era tan solo un día más. Despertar, tomar consciencia de mí mismo y el contexto de mi vida. Un maravilloso entorno de naturaleza, una multitud de pensamientos y sentimientos que circunvalan mi personalidad, las dolencias y malestares de la vejez, las voces de los otros con sus propios procesos de despertar y percibir sus particulares necesidades. La interacción diaria con los demás, las noticias de actualidad en la televisión, los periódicos, los teléfonos, los dispositivos portátiles con su información y desinformación que fluye en un millón de bytes por segundo a nuestras mentes.
Sí, aquí estaba otra vez, la vida, como se la ve desde este yo.
Me di cuenta en mi agenda de que hoy tenía programado almorzar en Ciao, un restaurante italiano local, con un buen amigo que está escribiendo un libro sobre la arquitectura del universo. Él ya me había enviado una breve síntesis de sus ideas y yo iba a darle mi opinión durante el almuerzo.
El universo, pensé, es esa esencia que se manifiesta en pulsaciones rudimentarias e invisibles tan finas que surgen de la nada, esas protoenergías que nacen de un potencial para ser fragmentadas, minúsculas, pero con un ímpetu inherente para ensamblarse y adquirir complejidad. Y, así, se dispersan, colapsan, se funden entre sí, se congregan y evolucionan en forma y consciencia. Al final, cada uno de nosotros no es sino un conjunto de estas antiguas notas infinitesimales, que ahora, en un sofisticado ensamblaje, se ven a sí mismas y a los procesos que desplegaron frente a nuestros ojos y nuestra consciencia, para tomar conocimiento de todo. Podemos ver los flujos que nos trajeron a tener este punto de vista. En esto pensaba mientras me preguntaba sobre la arquitectura del universo, el tema que habría de tratar con mi buen amigo durante el almuerzo.
Salí a ver el amanecer. Hay tanta belleza en el amanecer. Es una experiencia integral indefinible que lo transporta a uno a lo sutil. Y, por un momento, uno puede abrazar una paz inefable y tener un sentido de ser. Sin palabras. Sin tiempo. Sin espacio. Un sentido de amor interior.
Hay belleza en cada fase del amanecer, pensé, cuando me recuperé del primer momento de asombro. En un juego maravilloso, cada uno de los fotones interactúa con los átomos en las capas en la atmósfera, y fluyen en distintas frecuencias que finalmente alcanzan nuestros ojos. Allí, rebotan contra receptores proteicos especiales, que cambian su conformación espacial, al recibir estas caricias brillantes, y en confabulación envían códigos, a través de tejido neuronal vivo, en ondas de intercambio iónico, a un centro cerebral enmadejado y complejo, donde se cantan y se interpretan los códigos.
Cada una de las partes que componen la experiencia del amanecer es un holograma de belleza, un concierto de ser, pensé, ya vuelta en casa, mientras me preparaba para tomar mi café de la mañana. La dicha del análisis y el análisis de la dicha. La alegría es siempre una revelación. Como el amor, no es una conclusión. Cuando uno observa los procesos que componen las cosas que sientes y cataloga los puntos de belleza y función del entorno, y los constituyentes de lo que uno se consideras a sí mismo, los pensamientos, sensaciones y autodefiniciones, se ve que cada uno se basa en subniveles interminables, como una muñeca rusa infinita. Y uno termina con una sustancia que no es la sustancia de la sustancia, sino un reflejo. Un instante de consciencia.
Decidí ver las noticias en la televisión y luego navegar por las redes sociales. El mundo continuaba mezclando diferentes puntos de vista. Muchos de nosotros —reflexioné— seguimos siendo presa de nuestra naturaleza milenaria y creemos suposiciones impulsadas por el miedo, particularmente sobre personas de diferentes etnias, o nos cuestionamos si la pandemia de Covid-19 fue un engaño nacido de una conspiración entre muchos países e individuos.
Una actitud en contra de la ciencia está floreciendo, a pesar de que estamos en una era de progreso científico y tecnológico como nunca. Descubrí, por ejemplo, que hay muchas personas que todavía creen, contrariamente a todas las observaciones empíricas, que la Tierra es plana. También hay un gran porcentaje de personas que no creen en la evolución biológica, y así sucesivamente. Por lo tanto, la humanidad sigue sumergida en un proceso de visiones del mundo profundamente contrastantes.
Si todos pudiéramos enfocarnos e integrar los hechos revelados por la ciencia y la tecnología, ya no podríamos escapar de la realidad de que la vida y el universo son un continuo, de que todos y todo estamos interconectados, de la unicidad planteada por todas las tradiciones místicas y espirituales. Realmente seríamos una familia humana global. Sin embargo, esta no es la consciencia que prevalece. Está apenas surgiendo, pero todavía está siendo resistida por la superstición, el miedo, el fundamentalismo religioso, la intolerancia, el nacionalismo. En este momento —me dije a mí mismo mientras terminaba mi café—, la civilización se está volviendo planetaria, pero nuestra consciencia sigue siendo tribal, por lo que probablemente se necesiten muchas sacudidas antes de un nuevo renacimiento.
Una cosa que me llamó la atención fue la politización del virus del covid y su consiguiente enfermedad. Por supuesto, nunca tuvimos un alcance mediático como el de hoy, un contacto tan instantáneo y constante entre todo el mundo, en una red de chismes que supera la imaginación. Y nunca tuvimos líderes políticos participando con tanto entusiasmo en esta moderna nube de rumores instantáneos, difundiendo falsedades y hechos alternativos. Gente como Trump, Bolsonaro, Boris Johnson, etc. Cuando las mascarillas, tan obviamente hechas para evitar la propagación de fluidos nasales y bucales donde prospera el virus, se interpretan como declaraciones políticas en lugar de barreras para prevenir la transmisión de enfermedades, algo está profundamente mal.
Los negacionistas de una Tierra redonda, de los virus, de la evolución, de las vacunas, de los alunizajes, de la igualdad racial y del cambio climático son una versión moderna de los propensos a la superstición que pusieron en marcha las cacerías de brujas y las inquisiciones. Sí, tenemos un largo camino por recorrer antes de que una nueva civilización planetaria florezca.
Pasé la mañana con estos pensamientos, hasta que por fin llegó la hora de mi almuerzo en Ciao. Era un día hermoso. Me alegré de ver a mi amigo Richie. Nos saludamos, nos sentamos, ordenamos, y yo estaba listo para tomar mi primer sorbo de Chianti cuando el me miró y dijo:
Cada cosa en el universo está compuesta siempre de algo más elemental. Las moléculas están compuestas de átomos, los átomos están compuestos de partículas subatómicas, los protones están compuestos de quarks. La teoría de cuerdas especula que las partículas elementales están compuestas de cuerdas.
Tragué un poco de Chianti y lo miré. Pensé en Galileo hablando con un amigo en una trattoria italiana. Miré a los comensales, embarcados cada uno en sus pequeñas charlas, y me pregunté qué vendría después. Mi amigo continuó:
Todo se construye a partir de algo más elemental, y esto incluye el espacio y el tiempo. En mi libro, sugiero que el espacio-tiempo se encuentra en el nivel fundamental de la disposición jerárquica del universo, y es el bloque de construcción de las partículas-puntos, es decir, el espacio-tiempo sería la sustancia de la materia-energía. Ahora bien, si el espacio-tiempo está compuesto de una sustancia, ¿cuál podría ser esa sustancia? Propongo que el aspecto más fundamental del universo es la existencia. ¿Por qué? Porque nada puede existir sin existir. Propongo que la existencia es la propiedad que emerge por primera vez durante el Big Bang; como un quantum individual de existencia, o una partícula de existencia.
Pedí otra copa de Chianti. Mi amigo me miró esperando una respuesta. Con los labios todavía rojos con el vino, exclamé:
¡Un existrón! Así llamaría yo a esa partícula: un existrón.
Sus ojos profundos me sonrieron. Le gustó.
Hablamos un poco más sobre su libro, el mundo, el virus, el fenómeno del hombre y el fenómeno de Trump, y el surgimiento y la lucha de la humanidad. En fin, las conversaciones habituales de nuestros almuerzos en Ciao. Y la vida siguió adelante.
Esa tarde, las teorías de Richie sobre la arquitectura del universo trajeron a mi mente recuerdos de mis primeras inquietudes sobre lo que era la vida. Recordé lo deslumbrado que estuve siempre, y sigo estando, sobre qué es lo que estamos haciendo aquí en este mundo. Ya era así de niño, particularmente cuando me enfrentaba a la muerte de seres queridos. Recordé también cuán decepcionado me sentía entonces con las explicaciones religiosas doctrinarias.
La vida siempre estuvo llena de magia y misterio, excepto en los muchos momentos en que sucumbía a la objetividad, a los impulsos egocéntricos y me creía la ilusión de tener el control. En esos momentos, cuando creía entender, olvidaba el asombro y el impulso interior que secretamente guiaban mi mundo, y que de vez en cuando surgían en mi interior.
Ese ser que Meher Baba decía que se alcanzaba amando, ese amor que Teilhard de Chardin diría que era "la afinidad del ser con el ser... la propiedad general de toda vida". Sí —pensé—, el existrón propuesto por Richie era el punto de partida, la semilla de la consciencia del amor, que germinaba hacia un florecimiento pleno, hacia la manifestación total, a través de la complejización de la energía, el espacio y el tiempo, así es como se manifiesta la energía del amor consciente, como ama el amor o la existencia.
Suspiré mientras miraba el ocaso. La luz retrocedía, los pájaros cantaban canciones de despedida. La Tierra terminaba su danza giratoria, y el cielo se poblaba de una gran cantidad estrellas brillantes y una luna enorme. Ese mismo espectáculo asombroso que registró la mente humana desde los tiempos de los primeros homínidos, esa capacidad de tomar consciencia, de ser consciente, esos primeros momentos de autoconsciencia de la vida.
Martin Heidegger decía que la pregunta fundamental de la metafísica era "¿por qué hay cosas en vez de nada?” Para mí, la verdadera pregunta está más allá de esta cuestión. La pregunta es ¿por qué somos conscientes de estas "cosas”? Pienso que es porque nuestra consciencia es la que les da su esencia. A través de nosotros, el universo se mira y reflexiona sobre sí mismo.
Concluí mis reflexiones de esa noche releyendo algunas notas que había garabateado sobre la arquitectura del universo: “¿Cómo puede surgir la experiencia subjetiva del funcionamiento de la materia y la energía? Una partícula de existencia que podría considerarse un cuanto de consciencia.”
El existrón, pensé y sonreí.
Miré el inexplicable continuo de las cosas de afuera. Sentí el sentido de mí mismo, la propiocepción del cuerpo y la consciencia de la mente, combinados en un punto espaciotemporal, formado por millones de existencias, átomos y moléculas en todas las disposiciones y configuraciones posibles, manifestando una entidad, flotando en una multitud cósmica e infinitesimal de cosas tan vastas que no se podía comprender el número ni la sustancia.
Pensé que la humanidad es una función emergente del universo en diferentes etapas de desarrollo. Es por eso que hay visiones del mundo conflictivas que suenan en las noticias y dentro de mí todo el tiempo. Pero, sea lo que sea, concluí, la recombinación autoconsciente de la energía, un viaje espiritual, cualquier teoría o concepto, filosofía o rosario dinámico de "existencias", es algo increíble y maravilloso. Y me siento humilde y privilegiado de estar vivo, sintiendo a veces que todo es una manifestación de un amor que está más allá de mi capacidad de comprensión, pero en el que, en ocasiones, en instantes intemporales no provocados, espontáneos, me pierdo en este amor. Y tal vez, tal vez, permanecer ahí es, en verdad, de lo que se trata.
Un instante, un ápice de espacio.
Un abrir y cerrar de ojos,
un destello interior.
De alma a alma,
dando a luz una canción, anunciando el sol.
Un instante sublime.
Hoy ha sido un buen día, me dije y suspiré, antes de quedarme dormido.