Al hablar de violencia, debe hacerse una aclaración muy importante desde el inicio: no estamos ante un instinto de orden biológico, ante un comportamiento natural, genético, que nos marca un camino ineludible. La violencia, en cualquiera de sus formas —dado que adquiere muy diversas manifestaciones—, hay que entenderla como resultado de un complejo proceso de humanización, de socialización, donde la cría humana deviene un individuo más, adaptado a lo que se considera la normalidad dominante, siempre en una relación tensa y dinámica con otros dos grandes elementos: el conflicto y el poder.
La realidad humana, en términos histórico-sociales, no puede abordarse desde el concepto biológico de homeostasis (equilibrio). Nuestra condición en este campo está marcada por el conflicto, por la lucha, por la desavenencia. Ello es producto de la manera en que esa cría ingresa en el orden simbólico que la constituye como un ser humano, a partir de una tensión originaria que siempre podrá hacer ver al otro -además de como compañero- como posible rival. En otros términos: no podemos considerar a la violencia como un elemento “maligno” en sí mismo, casi como una “esencia”, sino en una dialéctica y compleja relación con los otros elementos de la tríada: el conflicto y el poder, distintivos de lo humano.
Distintas miradas, en Occidente y en Oriente, en distintas cosmovisiones a lo largo de la historia, la conceptualizan como un elemento presente en nuestro devenir en tanto especie, adversándola o aceptándola resignadamente como parte constitutiva de nuestra condición, pero siempre dándole un lugar, no considerándola una rara anomalía. En cualquier latitud y en cualquier momento histórico, hay guerra, opresión, distintas formas de violencia. “La guerra («pólemos») es padre de todas las cosas”, dirá Heráclito en la antigüedad clásica de Grecia. “La historia es un altar sacrificial”, expresa Hegel, y Marx retoma esa idea agregando que “La violencia es la partera de la historia”.
En otros términos: es consustancial a la humano. “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”, rezaba un dicho romano. La violencia es la expresión más evidente -y descarnada, a veces sangrienta- de los eternos juegos de poder. Su presencia, no obstante, no puede aplaudirse ni glorificarse; en todo caso, debe oponérsele algo para mantenerla al nivel más bajo posible. He ahí, entonces, la ley que organiza las sociedades. La ley, que no necesariamente es justa ni equitativa, que está formulada siempre desde una posición de poder (“Es lo que conviene al más fuerte” sentencia Trasímaco en la Grecia clásica, “Está hecha para y por los dominadores, y concede escasas prerrogativas a los dominados”, agrega Sigmund Freud en 1932), nos aleja del caos, permitiendo la convivencia social. De todas maneras, la violencia de algún modo siempre se filtra, asumiendo distintas formas.
Más que escandalizarnos de la violencia -o, mejor dicho, de las violencias, dado que asumen muy distintas formas-, podemos/debemos encararlas con inteligencia para ver cómo se pueden desmontar, atemperar, buscar su procesamiento. Apuntar a un paraíso de paz y sosiego es un imposible, un camino inconducente; pero tampoco puede apostarse por el darwinismo social, por la apología del más fuerte, santificando la violencia y entronizando las jerarquías sociales como algo natural, o de carácter divino. Lo humano es siempre histórico, y las modalidades que han adquirido las violencias también lo son; por tanto, es pensable un mundo -o, para nuestro caso ahora: una región centroamericana- con índices de violencia más bajos, donde la vida no sea solo un desafío diario, sino que valga la pena vivirla.
América Central: “países bananeros”
La visión -sin dudas estereotipada- que en el mundo se tiene de la región centroamericana es de gran atraso comparativo, subdesarrollo, pobreza, corrupción e impunidad. Obligado patio trasero del imperio estadounidense, su producción es -como dijera Eduardo Galeano- “economía de postre”: banano, café y azúcar. Esto es lo que inspiró el denigrante mote de “países bananeros”. Últimamente se agrega a la lista la palma aceitera, o palma africana, dedicada a la elaboración de biocombustible, básicamente para el mercado norteamericano. Sin dudas, es la región más empobrecida de todo el continente americano, donde las diferencias económico-sociales son más evidentes, más marcadas.
La violencia, en alguna de sus numerosas formas, acompaña toda su historia, desde la llegada de los invasores españoles hace más de 500 años; la época republicana, que arranca al mismo tiempo para todo el istmo en los inicios del siglo XIX, no trajo ninguna independencia. De la corona española, sin solución de continuidad se pasó a depender de Washington, Doctrina Monroe mediante. Todos los países de la región (Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Belice, Costa Rica en menor medida) tienen una triste y truculenta historia de violencias.
Toda la región, por un complejo entrecruzamiento de causas, evidencia una historia de violencias siempre muy crudas, sin anestesia, si vale decirlo así, con fiereza. Todo eso es producto de una historia que, al día de hoy, ya entrada la tercera década del siglo XXI, presenta las violencias como algo normalizado. Adversadas por un lado, pero asumidas al mismo tiempo como una cultura dominante: algo que siempre fue así y no se ve necesitada de cambio, hacen parte consustancial de toda la región, con una aspereza mayor que en otras zonas del continente.
Lo que estalló en forma sangrienta mostrando niveles de crueldad alarmantes, lo que se puso en total evidencia con las guerras internas que vivió prácticamente toda la región en estas últimas décadas, no es sino la expresión de algo que hoy sigue presente, y que viene desde siglos atrás. “La historia inmediata no es suficiente para explicar el enfrentamiento armado”, concluyó la Comisión para el Esclarecimiento Histórico al investigar la guerra civil en Guatemala, conclusiones que pueden ser válidas — salvando las distancias — para todos los países del área que sufrieron procesos similares.
La concentración del poder económico y político, el carácter racista y discriminatorio de la sociedad frente a la mayoría de la población que es indígena, y la exclusión económica y social de grandes sectores empobrecidos — mayas y ladinos — se han expresado en el analfabetismo y la consolidación de comunidades locales aisladas y excluidas de la nación.
(CEH: 1998.)
Luego de los recientes años donde, en el marco de la Guerra Fría que vivían las dos superpotencias de entonces, Estados Unidos y la Unión Soviética, los países del istmo se desangraron en conflictos internos, hoy día, aunque formalmente ya no se libran guerras entre fuerzas formales en ningún territorio centroamericano, la percepción dominante hace sentir la vida cotidiana como que sí, efectivamente, se viviera bajo un clima quasi bélico. En la actualidad, repitiendo los índices de violencia que se podían encontrar durante la guerra, la situación cotidiana nos confronta con nuevas formas de violencia, amenazantes y paralizantes. No hay enfrentamientos armados entre ejércitos o fuerzas estatales y movimientos guerrilleros insurgentes, pero la situación de inseguridad que se vive a diario, en zonas urbanas y rurales, comparativamente es igual de preocupante.
En muy buena medida, a partir de las matrices de opinión generadas por los medios masivos de comunicación, tiende a identificarse “violencia” con “delincuencia”. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja que esa simplificación. Esa identificación es, cuanto menos, errónea, cuando no producto de una interesada manipulación. La violencia homicida a la que nos tiene acostumbrados la prensa comercial se asienta en un trasfondo de pobreza estructural histórica, y un elemento no puede disociarse del otro, aunque en la vivencia cotidiana —por cierto: tremendamente manipulada — a la criminalidad delincuencial se la hace aparecer de manera escandalosa como el principal “pandemonio”. Pero se pueden anotar como causas de la situación actual, de esta “epidemia” de violencias que se sufre a diario — y que no es solo delincuencia — un entrecruzamiento de factores:
La pauperización generalizada, con un promedio regional que ronda el 50% de la población bajo el límite de pobreza (Costa Rica es la excepción).
La desigualdad y exclusión en la distribución de los recursos económicos, políticos y sociales, con irritantes asimetrías entre grupos sociales.
El legado histórico de violencia y su consecuente aceptación en la dinámica cotidiana normal. Además de las devastadoras guerras internas de largos y sombríos años, también puede mencionarse, como una constante normalizada, la corrupción, las dictaduras, las elecciones fraudulentas, la violación sistemática a los derechos humanos, el marcado racismo, la cultura patriarcal como pauta dominante, el menosprecio de lo diverso.
Una cultura de violencia que se manifiesta desde el mismo Estado y la forma en la que éste se relaciona con la población: abuso de poder, y al mismo tiempo, ausencia o debilidad extrema en su función específica de brindar servicios públicos (salud, educación, infraestructura básica, transporte, seguridad ciudadana). Lo único que funciona aceitadamente es la represión de la protesta popular.
El autoritarismo como constante en las formas de relacionamiento social.
La impunidad generalizada, con sistemas de justicia débiles e inoperantes, ineficientes en el cumplimiento de su función específica.
Una incontenible proliferación de armas de fuego.
Marcada militarización de la cultura ciudadana (con una cantidad desconocida de empresas de seguridad privada, muchas de ellas trabajando sin las correspondientes autorizaciones de ley, aumentando exponencialmente la cantidad de agentes armados por estas empresas en relación a la fuerza policial pública). A ello se suma una generalizada paranoia social con respuestas reactivas: medidas de seguridad por todas partes, población civil armada, desconfianza, casas amuralladas, barrotes y alambradas, puestos de control.
Silencio y falta de información sobre los efectos de la violencia, y, en particular, desconocimiento de la historia y de las raíces violentas que marcan la sociedad.
Una acentuada cultura de silencio, producto de la ineficiencia de los sistemas de justicia, y también herencia del miedo generado por los conflictos armados recientemente vividos, todo lo cual predispone para no presentar denuncias, no decir nada, dejar pasar, aguantar. Y, en el peor de los casos, tomar justicia por mano propia; de ahí que los linchamientos no sean fenómenos raros en esa dinámica.
Todas las causas arriba mencionadas interactúan entre sí. Las condiciones cotidianas de vida son angustiantes; si bien la democracia política reinante permite una “mayor cuota de libertad” en relación a lo vivido durante las pasadas guerras, la población vive cautiva de este clima de inseguridad, atemorizada, “de rodillas”, tal como lo repite machaconamente la prensa corporativa y alternativa.
La violencia: una forma de vida (“cultura de violencia”)
Para evidenciar que sí, efectivamente, se vive una “cultura de violencia generalizada”, valga este ejemplo: un adolescente hijo de un diplomático escandinavo que pasó unos meses de vacaciones en Guatemala visitando a su padre, habiéndose mimetizado con la cotidianeidad local luego de ese corto período, de regreso en su país fue enviando a un psicólogo porque se lo encontraba demasiado “desadaptado”. (Concretamente: muy violento). Esa normalización de las distintas formas de violencias que se da en toda la región tiene motivaciones históricas y culturales que se enraízan en largos procesos de la “ecología social y cultural” de las realidades.
Al trauma y el sufrimiento que se genera en las víctimas de cualquier forma de violencia, lo cual redunda en un círculo vicioso su normalidad y aceptación resignada, se le agregan costos económicos abrumadores a nivel nacional, que evidencian que las mismas son un factor altamente negativo en la construcción de sociedades más justas y equilibradas. Dichos costos se estiman en alrededor del 8% del Producto Interno Bruto (PIB) regional, donde se incluyen la seguridad de los ciudadanos, los procesos judiciales y los gastos de los sistemas de salud.
Para abordar las violencias en su justa dimensión en una lectura desde las ciencias sociales (Sociología, Antropología, Historia, Psicología, siempre en clave de pensamiento crítico), deben distinguirse al menos cinco categorías. Las mismas actúan retroalimentándose la una a la otra. La cuestión que se plantea es ¿cómo superar esa historia de injusticias, asimetrías, desvalorizaciones, desprecio por el otro? Hay ahí un trabajo muy largo y arduo por delante.
La violencia social y económica en cada país: los niveles de pobreza, la marginalidad e informalidad laboral, la vulnerabilidad, la precariedad generalizada, los niveles agudos de desnutrición, analfabetismo y de salud integral. La falta de calidad de vida y bienestar, de oportunidades de movilidad y ascenso social y económico. Ambas violencias se relacionan con las migraciones masivas en el llamado Triángulo Norte de Centroamérica. Que quede claro que la pobreza no es necesariamente sinónimo de violencia, pero puede funcionar como caldo de cultivo de su expresión descarnada en la delincuencia, o en la violencia intrafamiliar. Pero el hecho de que exista gente excluida y sin mayores perspectivas a futuro, eso sí ya es algo muy violento.
La violencia histórico-estructural estatal: La violencia y terrorismo del(os) aparato(s) del(os) Estado(os) en Centroamérica y las guerras civiles/conflictos armados y su composición orgánica. Los Estados deben garantizar la vida y su calidad para todos sus habitantes; contrariamente, los Estados de la región son, en muchísimas ocasiones, los principales actores violentos. Piénsese, por ejemplo, en las guerras recientes de la región, donde el llamado “enemigo interno” fue brutalmente masacrado.
La violencia patriarcal: femicidio y su normalización, violencia de género, contra la diversidad sexual (LGBTQ+), violencia intrafamiliar y criminalización del aborto y otras subcategorías más. El machismo es una práctica hondamente arraigada, donde las mujeres reciben los golpes, pero es una cultura que atraviesa a todos y todas lo que debe cambiarse. Estamos ahí ante un reto fenomenal; es preciso un hondo trabajo educativo a nivel regional para ir cambiando viejos patrones que se resisten a ser transformados.
La violencia étnica y sociocultural: de las “sociedades mayoritarias” sobre “las sociedades minoritarias”. Los Estados centroamericanos y sus políticas estructurales racistas. El genocidio y las defensas territoriales. Represión sistemática y continua. Las poblaciones indígenas (que en Guatemala son mayoría, pero igualmente oprimidas) son, históricamente, objeto de exclusión económico-social. No es raro escuchar en la región el infamante dicho de “seré pobre pero no indio”. Un racismo visceral atraviesa los países de la zona, lo cual constituye una tremenda violación de derechos básicos; siempre, sistemáticamente, los peores índices económicos y de marginación se encuentran en estos grupos (pueblos originarios o afrodescendientes).
La violencia psicológica y física normalizada en la cotidianeidad: la delincuencia. Cultura de violencia generalizada. Delincuencia común, crimen organizado, narcoactividad, contrabando, trata de personas y derivados. En cualquier esquina un ciudadano puede ser asaltado, a veces con lujo de violencia, para que se le sustraiga un reloj, o un teléfono celular. La vida cotidiana no es fácil. En cualquier momento se puede generar una balacera, y ver cadáveres por allí es algo relativamente cotidiano. La violencia pasó a ser “normal”.
¿Cómo cambiar todo esto?
Revertir esa cultura ya instaurada en los imaginarios colectivos implica un muy fuerte y prolongado trabajo multifactorial. Deben ser los Estados, con políticas públicas sostenibles, los encargados de llevar adelante esos proyectos. Ello implica, como mínimo, un sustancial mejoramiento en las condiciones de vida de las poblaciones y un muy hondo cuestionamiento educativo-cultural, pensando en cambios que se verán, no inmediatamente, sino en las próximas generaciones.