Si bien es cierto que nada sabemos de los orígenes ni de la vida de Pseudo-Aristipo de Alejandría, podemos decir con alguna seguridad que fue alumno de Hipatia (355/370-425/416). Aun cuando algunos especialistas todavía pongan en duda la autenticidad de sus cartas (especialmente por las circunstancias tan vergonzosas de su descubrimiento: sus escritos fueron hallados por niños empleados en semiesclavitud en las excavaciones arqueológicas), esos documentos nos ofrecen hoy una mirada íntima y peculiar de un testigo de los días previos a los acontecimientos que todos conocemos: el todavía más vergonzoso y horrible asesinato de Hipatia de Alejandría perpetrado por una horda de cristianos.
Debajo de los innumerables reclamos de los filólogos concernientes al estilo, a la gramática y a otras exquisiteces académicas (con las que no voy a abrumar al lector), creo que la razón central del rechazo de la autenticidad de las cartas de Pseudo-Aristipo de Alejandría es la candidez con la que expresa sus opiniones (las cuales resultan sorprendentemente inusuales para su época).
Así pues, nos complace ofrecer a nuestros lectores esta traducción (hasta donde sabemos, la primera en español) de los fragmentos recién hallados de Pseudo-Aristipo. Debo agradecer aquí las valiosas sugerencias y la colaboración de la filósofa Isabel E. Gutiérrez en esta difícil tarea. Ella me ha convencido de no hacer anotaciones al margen ni aclaraciones de ningún tipo (más que las estrictamente necesarias sobre el estado de conservación del texto), con tal de que nuestros lectores de Meer puedan acercarse al estilo honesto de las cartas. Aun así, esperamos próximamente someter a Acta Philologica una versión técnicamente más detallada y cuidadosa de los siguientes fragmentos.
Carta I [manuscrito 231, fragmentos 4-9]
[El inicio de la carta es ilegible] Las líneas de su rostro ovalado son largas y descienden como delgados caminos de piedra hasta curvarse en sus hombros agudos y breves: la mayoría de las veces ella los mantiene retraídos, y esa postura sugiere el relieve de sus senos, que han sido trazados con la sencillez y la discreción propias de una sensualidad aparentemente despreocupada, aunque ciertamente denunciada por el limpísimo peplo [...] Pero todo eso no es lo que me atrajo de la Maestra del discurso de Plotino, sino más bien su andar cuando se descalza y pasea sobre los bien pulidos pisos de piedra recién regada con agua [...] Su largo manto blanco se desliza como una nave que se acerca penosamente al puerto de Alejandría como si tuviera miedo de los indeseables erizos; su paso avanza acariciante y sereno, como si también pensara con los pies [...]
Carta II [manuscrito 231, fragmentos 8-16]
[...] no sé si ya lo dije antes, pero su rostro ante el papiro de Tolomeo se vuelve tenso y armonioso a la vez; es algo que no se puede explicar con la prontitud de la filosofía del Estagirita, pero sí con las palabras de Heráclito: “Hay una secreta armonía tensa en la naturaleza, como en el arco, y la lira”. No en vano Pitágoras prefería tañer de las cuerdas antes que el sonido inquietante de las flautas [el texto se interrumpe] En los abismos insondables de su alma, donde solía extraviarse, Heráclito soñó a Plotino [...]
Verla ante el papiro me recuerda un poco a los acordes de los pulsadores de cuerdas, con sus escalas y cadencias bien pensadas para caer justo en los pasajes donde uno esperaría poner a descansar el alma. Sus ojos cortan los charcos de luz con el filoso brillo de sus pupilas, con la precisión y la certeza de la espada del cristiano fanático al degollar. Sus vista vigilante escudriña la noche como la mirada del navegante puesta en el astrolabio. Cuando lee a Euclides, Diofanto o a Pitágoras, ella inclina la cabeza, y su cuerpo se asemeja a un nido de palomas durmiendo en el templo de Ishtar. Su sonrisa, ambigua, a punto de callar, a punto de decir algo, tan pronto se dibuja como desaparece, semejante a las nubes turbias que se apilan a veces sobre el desierto, antes de las tormentas.
Profecías, sueños y encantamientos que seguramente la persiguen han hecho de sus años una estatua casi doliente, como quien ha visto recién a una gorgona, como un pequeño ciervo desamparado que ha tenido que vivir luchando por su vida, como las aves tejidas de los tapices que vienen de Oriente, que parece que han nacido volando entre las rocas y que permanecerán así por la eternidad [...]
Carta III [manuscrito 233, fragmentos 7-12]
[El inicio de esta carta está perdido] Así es Hipatia: su cuerpo alerta, su respiración confeccionada de sorbos entrecortados de pneuma, como si se estuviera alistando para perseguir a los planetas y los astros nocturnos o para recorrer las constelaciones de una orilla a otra, en interminables noches sin sueño. Debo decir, por tanto, que ella es de este mundo; no se juzgue mal ni a mi escritura ni a mí mismo al decir esto. Porque, contemplando con mi propio corazón, pienso que todo hombre debe atestiguar algo de esta naturaleza durante su vida, para que se estampe en su alma alguna huella que desafíe las horas más groseras de la realidad y así sea llamado por lo celeste. Al verla digo [...] entonces, que ella se resiste a las desdichas cotidianas y marcha pesadamente contra todo un ejército de olvidos, de arrepentimientos y, de la mano de su insomnio filosófico. Ella, asaeteada por su daemon, el que enseñorea por sobre todas sus debilidades tanto como el homicida Ares gobierna entre el polvo y la agonía [...]
Carta IV [manuscrito 234, fragmentos 5-15]
Ningún recuerdo es más doloroso para ella que el instante preciso en que decidió encarar su futuro [...] Cirilo, el pérfido cristiano, le hizo llegar una amenaza que no se presta a ambigüedades. Cirilo, quien nos muestra con sus arengas que el cristianismo pudre todo lo que toca y se encarniza como bestia violenta contra las filósofas, contra la dialéctica, contra todos los que aman la sabiduría, la geometría, las artes y la metafísica [El texto se interrumpe].
Esta biblioteca, tan generosa y tan preciada en otros tiempos, sufre todos los días la visita de esas sectas que traen la buena nueva de la destrucción de los libros: arrojan piedras a las puertas, tiñen de suciedad los pisos que hay que limpiar al día siguiente [...] Vociferan y maldicen, primero a Hipatia, luego a nosotros, sus aprendices, los que tratamos de estudiar las cosas profundas; nosotros, los que venimos a mojar nuestra garganta en esta amada colmena; nosotros, que oponemos a los simples de intelecto los argumentos pertrechados de los principios misteriosos de las hipóstasis. Nosotros, que copiamos la ciencia en tablillas, en papiros, en delgada piel de animales y que perpetuamos el conocimiento, practicándolo [...] nosotros tememos por la vida de Hipatia y nos miramos de soslayo, nerviosos, tratando de adivinar el momento en que los parabolanos derriben la puerta y nos lleven a todos, entre su griterío y su obsesión por ser los únicos, embriagados de su dios, un dios que todo el tiempo reclama la sangre de los que no están con él [El resto del párrafo ha sido mutilado].
Carta V [manuscritos 236-9, fragmentos 2-7]
[El inicio de la carta es ilegible] Los instantes clausurados y abandonados para siempre de su infancia, sentada frente a su padre, Teón, atraviesan su memoria en la danza de la serpiente del eterno retorno. Tal vez, todas las noches ese daemon la visite y la desvele, ahogándola, pisando su pecho. Por eso la expresión de quietud de su rostro moreno es falsa o, mejor dicho, es una quietud siempre amenazada, que está a ningún paso del Hades, a nada de su estallido y su quebranto, como una torre que ya ha sido abatida en medio del fragor del combate y que comienza a arder por dentro junto con los que la defienden, como una palmera que vacila antes de ceder, embestida por el viento feroz, y que no tiene más asidero que la arena del desierto.
[El texto continúa en el manuscrito siguiente] La imagino entonces en el oasis emponzoñado de su insomnio, siendo devorada lentamente por sus secretos, sin fuerzas ya para resistir el suplicio de su propia turbación. Imagino sus altísimos pensamientos agitándose tanto como su corazón desterrado del sueño; la imagino contemplando [...] incrédula, la ennegrecida cueva de las traiciones de los cristianos que decían ser sus amigos [...] ellos: moluscos amargos de una nueva teología incomprensible, caníbal, tan insulsa como dogmática (justo por esos son peligrosos: porque han de imponer con la espada lo que no pueden defender con la filosofía) [Falta el final de la carta].
Carta VI [manuscrito 238, fragmentos 3-4]
Arte [el texto está incompleto] El arte imita la naturaleza, ha dicho el divino Platón, y nuestro esclarecedor maestro, Plotino. Pero desde que la vi entendí la tragedia de este axioma: una cosa es representar puentes, calles, indicar edificios y jardines que son, a su vez, producto de artesanos, y otra cosa es tratar de dibujarla a ella. Es allí donde no hay sombra, ni color, ni técnica que no se amedrente a la hora de copiar sus formas, especialmente las de su rostro [...]
Todo intento de representar su belleza y su bondad siempre atraviesa por el ojo de mi imaginación y por el ritmo inseguro de mi pulso que, a su vez, es movido desde arriba por mis tribulaciones. [El texto se interrumpe]. Por tanto, puedo concluir que el arte, efectivamente, imita la naturaleza, pero a la naturaleza del Demiurgo mismo, y a ninguna otra [...]
Carta VII [manuscrito 240, fragmentos 8-15]
[El inicio de la carta es ilegible] He llorado su ausencia junto con los infatigables tambores de las tardes lluviosas, y en los desamparados meses de sequía. He soportado las burlas de quienes me tomaron por un enfebrecido cuando quise abrazar su fantasma, aparecido en las columnas de la ciudad [...] [El fragmento que sigue de este párrafo no se puede leer adecuadamente. Hemos decidido omitir las palabras sueltas que quedan].
[...] Antes de conocerla, me acercaba a los tugurios donde se podía pagar por las mujeres más inverosímiles, y mis manos tendían redes confusas sobre lechos tan innobles como desolados, atrapando solo la vergüenza o la incertidumbre. Pero la rabia siempre me vencía antes de poseerlas. La rabia de no dar con esos ojos diminutos y nerviosos [...] ojos de lucecillas vivas e inquietas, de gotas brillantes de átomos que danzan en las noches frescas de arbustos mojados. [El texto se interrumpe].
Después, cuando gentilmente y señalando hacia sus libros me rechazó, entendí que lo único que ella puede amar es la sabiduría. Si, como Diotima que alecciona a Sócrates, sus palabras y consejos se han aprestado a consolar a Sinesio, el de Cirene, en las pérdidas más dolorosas que un hombre pudiera encontrar, ella, con ese ademán definitivo, abrió mi corazón a la filosofía [...]
Carta VIII [manuscrito 244, fragmentos 3-7]
[El inicio de la carta es ilegible] ¿Qué habría sido de mí si antes de la primera vendimia hubiera dado con sus ojos? Eso no se puede saber [...] sin embargo, hoy podría ir al templo a quemar incienso y a untarme aceite, con tal de que las deidades me concedieran acercarme a su mente, a su intelecto, a su belleza [El texto se interrumpe aquí].
[...] Tal vez hoy me sea concedido caminar a su paso por la gran biblioteca, como viento libre entre las cañas que, agitándolas y haciéndolas sisear, pasa sin detenerse a considerar si está en medio de un sueño distante, profano y breve [...] tal vez hoy tengamos la suerte de que no lleguen los cristianos [El resto está mutilado].