El problema de Chile no es solamente el encierro geográfico que ha marcado nuestro carácter, personalidad, identidad, y visión del mundo. Esta loca geografía nos marca a fuego por norte el desierto de Atacama, el más árido del mundo, por el Este la cordillera de Los Andes con sus seis mil metros de altura a lo largo de todo el territorio, por el lado opuesto ese Océano nada Pacífico que nos baña de norte a sur, y para colmo, al sur, la Patagonia con sus hielos eternos que colindan con la Antártida. Pero lo que más nos complica e impide un desarrollo más armónico, más justo, es la miopía, el provincianismo, la falta de cultura, de la élite patronal que domina nuestra sociedad. El caso Hermosilla es un claro testimonio de esa realidad con la cual también se coluden políticos, empresarios, no dejaría afuera de esta lista a intelectuales y artistas que también se convierten en verdaderas vacas sagradas del sistema. Si realizamos un escáner a la historia del país veremos nítidamente que Chile ha sido siempre una sociedad tremendamente oligárquica.
Para que la democracia funcione en un país, es absolutamente necesario que la gente crea, sienta y compruebe que las instituciones, principalmente la justicia, cumplen el rol de ser justas. Que no exista una justicia para ricos y otra para pobres. Si la gente siente que el oxígeno que respira huele a podredumbre, la democracia estará en permanente peligro de nuevos estallidos sociales. Esa inestabilidad impedirá el desarrollo progresivo. Es frente a esta realidad líquida que vivimos, donde la cultura y el arte pueden jugar un rol destacado.
Pero lo primero, y fundamental, es que los grandes empresarios entiendan que también es un buen negocio cuidar la paz social. Deben entender que no basta con la creación de fuentes laborales, que naturalmente son muy necesarias, son fundamentales y se agradecen; pero también deben comprender que, si son partidarios de un estado democrático, donde prime la libertad de expresión, el emprendimiento personal y la autogestión, entre otras libertades, y para que el estado no sea el dueño de la pelota, es necesario que apoyen a la cultura y el arte. Que entiendan que con ello están ayudando a cimentar la democracia. Pero no es tarea fácil lograr este cambio mental cuando sobre los derechos humanos priman los intereses económicos. Este es un problema recurrente en todo el mundo. Los derechos humanos son para todos los habitantes del planeta, independiente de la religión o ideología política.
No puedo olvidar la impresión que me causó aquel momento cuando aterricé por primera vez en el aeropuerto de Johannesburgo, en Sudáfrica, rumbo a Mozambique. El aeropuerto era enorme, pero lo más llamativo era la gran cantidad de aviones de las diversas líneas aéreas europeas estacionadas. Corría el año 1983. Mandela llevaba 21 años encarcelado por el gobierno de apartheid gobernante. Lo que no entendía era que, a pesar del boicot declarado por Naciones Unidas, las mangas de aquel aeropuerto estuvieran todas ocupadas por aviones de países que habían firmado ese acuerdo de boicot.
El apartheid era “legal”
la esclavitud era “legal”
el colonialismo era “legal”
La legalidad es una cuestión de poder, no de justicia…
Digo esto sabiendo que lo que llamamos normal, no existe. La palabra viene de normar. La normalidad es una media estadística de la inmensa variedad de respuestas de los seres humanos frente a un determinado tema. Todos somos divergentes en algo.
Para que surja un estado diverso y democrático, donde todos sientan que sus derechos son respetados, solo existe una receta: normar nuestro actuar en la sociedad. Es como la receta para preparar el curanto, donde los diversos ingredientes se van cocinando lentamente con el calor de las piedras milenarias. Ancestral fórmula que garantiza que lo que nos alimenta y da vida no se nos queme en el camino.
Lo normal en una sociedad es que esta aspire a lograr una cierta normalidad. Pero esa normalidad es una forma de control, nos norma nuestra vida. Pero que paradojalmente nos posibilita lograr una convivencia a pesar de nuestra rica diversidad. Somos ocho mil millones de almas diversas en el planeta.
El arte aporta lo irracional, nos saca de la norma, nos libera mentalmente, nos permite soñar, nos posibilita ser el que quiero ser, finalmente, nos corre las fronteras de lo normal.
El rol del arte es más espiritual. Abre y libera fronteras mentales, nos libra de dogmas religiosos, políticos y culturales. La literatura, el teatro, la poesía, el cine, la pintura y, sobre todo, la música juegan un rol destacado en la formación de cada ciudadano. Restablecer estas artes en la formación educacional es fundamental para la creación de un nuevo ADN de nuestras futuras generaciones. Hoy como nunca estamos conectados gracias a las redes sociales, a través de internet y el streaming. La tecnología nos ofrece esa posibilidad, pero también nos aleja físicamente. La actividad artística presencial es una necesidad humana. Somos seres que hemos surgido, evolucionado, gracias a la actividad colectiva, a la colaboración, al compartir. Esta convivencia es la que alimenta nuestro espíritu. Pero esas actividades artísticas necesitan de apoyo económico para subsistir y así lograr cumplir el rol que le corresponde.
Pero los artistas también tienen responsabilidades. Hoy, cuando las universidades son auténticas fábricas de titulados que son lanzados por mil al mercado desregulado, sin control suficiente, se hace más difícil lograr vivir de la profesión.
Algo que los artistas deben aprender es a ser más colaboradores entre ellos. Más que competir, sería mejor para todos compartir. Hay que cambiar esa actitud. Hay que luchar por lograr generar un espíritu colectivo. Esa debería ser la prioridad de un estado y, naturalmente, de los gobiernos de turno en países como el nuestro, donde siempre están reiniciando el proceso de búsqueda de soluciones a los temas esenciales aún no resueltos. Una idea sería destinar a otros proyectos los dineros que el estado destina a fondos culturales que se utilizan para enviar enormes delegaciones artísticas a festivales de cine, o a ferias internacionales, por el mundo. Eventos que finalmente nada aportan al ciudadano de a pie.
Mejor sería que esos dineros fueran usados para generar actividades artísticas en nuestro país, encuentros culturales no competitivos. Actividades donde todos pudieran concurrir y compartir como colegas, sin competir. Creo que no es bueno para la formación de una sociedad más equitativa, más armónica, más solidaria que el estado financie encuentros donde gana uno y todo el resto pierde. Esa no es una buena forma de usar los fondos públicos. Chile es un país en proceso, es un país en formación y necesita cambiar de mentalidad. Debemos sacudirnos del individualismo reinante. Todos debemos procurar generar un espíritu más colaborativo en nuestro actuar. La mejor imagen país no es aquella que proyectan esas delegaciones, la mejor imagen posible de proyectar es combatiendo la corrupción que existe en nuestra justicia. Esa es la madre de todos los males que impide el desarrollo armónico de un país.
Pero ese espíritu colaborativo no es fácil de encontrar entre los pares del mundo de las artes y la cultura. El exilio impuesto por la dictadura cívico militar de Pinochet mandó muchos artistas al exterior. Por primera vez artistas de estratos más modestos tuvieron la oportunidad de conocer, aprender, compartir y exhibir su arte en el primer mundo. Privilegio que antes estaba reservado principalmente para artistas que provenían de estratos altos de nuestra sociedad. Pero resulta que los que salieron con la beca Pinochet y lograron hacerse un espacio en el viejo mundo, mayoritariamente, fueron muy egoístas con sus colegas que se quedaron en el país. En nuestro país cuesta tanto practicar la cultura y el arte que cualquier ayudita, cualquier cosita poca, como dice mi amigo Grillo Mujica, siempre será bien recibida. Por eso soy contrario a otorgar premios nacionales o fondos culturales a quienes no viven donde las papas siempre queman.
Conozco muy pocos casos de artistas que triunfaron y luego dieron una mano o abrieron una puerta a un colega que luchaba en el país. En el programa cultural Off the Record pude conocer a algunos personajes que sí compartieron solidariamente con algún colega en Chile. Un ejemplo fue Luis Sepúlveda. Este gran escritor dio una mano para que Francisco Coloane fuera invitado a Francia. Fue gracias a esa ayuda que Coloane cruzara fronteras y obtuviera el reconocimiento como Caballero de las Artes y Letras. Recuerdo cuando paseaba con Coloane por el Parque Forestal y me comentó que le habría encantado haber recibido ese galardón unos veinte años más joven. También recuerdo durante la grabación del programa Off the Record haber escuchado a Roberto Bolaño comentar sobre su amistad y su apoyo a Pedro Lemebel. ¿Pero qué pasó con otros artistas que fueron bendecidos por el primer mundo, como Guzmán, Ruiz, Jodorowsky, Bravo, Matta, y algunos otros que se me escapan? ¿O será que no tengo esa información?
Pero hay un caso reconfortante que me alegra sobre manera y es el Tuga. Es el fantástico mimo de Valparaíso a quien admiro enormemente. Este mimo que tanta alegría entrega a los sufridos porteños, y no me refiero solo a mis correligionarios de mi querido y sufrido Wanderers, sino a todo ciudadano porteño de a pie que transita de preferencia por la Plaza Victoria del puerto. Hoy, el Tuga vive en Europa. Esto gracias a que hace unos diez años recibió una carta de la actriz Geraldine Chaplin quien lo vio desde un balcón y le escribió. Hoy, el gran Tuga vive de su arte deleitando al público del viejo continente. Pero el Tuga no abandona su querido Valparaíso.