En las últimas décadas se ha presentado un fenómeno que debe ser de nuestro interés y autocrítica de manera profunda por los alcances que puede tener desde la perspectiva política y social: la banalización del fascismo. Este movimiento que utiliza la imagen de grupos con pensamiento totalitario, la persecución de opositores políticos e incluso el impulso de guerras totales no puede ser analizado de una manera llevada al absurdo; finalmente, si todo lo que se nos opone lo consideraremos fascismo, terminaremos por no comprender los alcances de este flagelo.

La filosofía fascista surge en la Europa del siglo XX, en el período entreguerras, asociado principalmente con la figura de Benito Mussolini y adaptado por el régimen nazi, quienes le incluirían otros factores asociados a la raza, el expansionismo del Estado orgánico, el modelo económico e incluso los alcances de la propaganda propuesta, porque ambos movimientos tendrían enfoques distintos.

El fascismo busca imponer una homogeneidad cultural y política dentro de las estructuras estatales que rechaza la pluralidad, la diversidad y la disidencia. Cuando se aplica el término de forma demasiado amplia, se puede caer en vicios que al final tendrían poco que ver con el fascismo, por ejemplo, cuando se califican medidas de seguridad ciudadana o políticas de control migratorio como fascistas, o el uso excesivo del término podría llevar a su desacreditación.

Por esto, existen una serie de lineamientos que se podrían considerar un “fascistómetro”, con una especie de lista de características para comprender si se está o no delante de un régimen que pueda eventualmente caer en comportamientos fascistas:

  1. Liderazgo autoritario.
  2. Nacionalismo extremo con ínfulas de supremacismo nacional y en ocasiones acompañado de un discurso xenofóbico y racista.
  3. Militarismo y glorificación de la violencia.
  4. Antidemocrático.
  5. Propaganda y control de medios.
  6. Corporativismo con regulación y una política económica dirigida por el Estado.
  7. Movilización de masas.
  8. Antiliberalismo y antimovimientos sociales.

Cuando se usa para para describir todo aquello que no va acorde con el pensamiento político de un colectivo, se corre el riesgo de perder el peso y gravedad que implican verdaderas amenazas de fascismo, las cuales han llevado a atrocidades terribles, como guerras, genocidios, represión y ataques contra disidentes políticos. Estigmatizar a políticos conservadores de fascistas por algunas posiciones “fundamentalistas” que no necesariamente sean agresivas, sino dogmáticas, acusar a opositores políticos de seguir esta corriente sin tener una base real y transformarlo en un burdo insulto es una banalización peligrosa.

Así también, cuando se deciden medidas de seguridad como las aplicadas durante la pandemia, o se limitan las libertades individuales debido a una crisis social, se confunden estas con decisiones fascistas, llevando a un análisis superficial y poco crítico. Incluso están quienes confunden el populismo con el fascismo.

Una generalización común es pretender asociar todo lo relacionado a la derecha con el fascismo, por cuanto la derecha política no es monolítica, sino que comprende una gama de ideas y movimientos que podrían tener diferencias entre sí. Entre los movimientos de derecha hay líneas tales como el conservadurismo, que prioriza la tradición, el orden social y la estabilidad, en ocasiones asociando la importancia entre el libre mercado y el tradicionalismo institucional (religión, familia, etc.).

Se puede mencionar también el nacionalismo que pone por encima de todo la defensa de la identidad nacional, más allá de cualquier valor externo o supranacional. Abogan por la soberanía, el control migratorio, sin necesariamente tener un discurso racista o autoritario, aunque en ocasiones, como pasa con el enfoque neoconservador, se promociona el uso de la fuerza militar para imponer algunos criterios o los valores que sigue el país como tal.

Pero también se podría citar una especie de “fascismo de izquierda”, o más bien movimientos de izquierda con tendencias fascistoides, tal es el caso del nacionalbolchevismo, que abogaba por un Estado autoritario, centralizando políticas sociales desde un enfoque nacionalista. Así también se pueden caracterizar algunos sectores vinculados al peronismo argentino, que, si bien no se puede tildar de “fascista” por sí mismo, hacía una mezcla entre los elementos de las luchas sociales, el sindicalismo y la justicia social con el nacionalismo y el control estatal.

Nuevamente, si por lo regular se asocia a la derecha histórica con el fascismo, hay algunos guiños en grupos de izquierda que podrían caer en algo similar, por lo que el análisis del fenómeno bajo el péndulo tradicional de la política se quedaría corto para abordar casos en los que efectivamente sí esté dentro de los parámetros remarcados anteriormente.

Por último, el uso excesivo del término podría, eventualmente, como en el cuento de Juanito y el Lobo, insistir tanto en atacar como fascista todo aquello que no gusta que cuando llegue verdaderamente no se sabrá distinguir y por lo tanto no se podremos combatirlo con herramientas idóneas.