Balconear es una expresión del lunfardo, la jerga del arrabal bonaerense. Se entiende que alguien balconea cuando contempla la calle a través del ventanal de un bar. Es una manera de pispear con melancolía, taciturnidad y dramatismo, como un tango que se arrastra en su melodía.
Para balconear hay que estar en un café o cafetín, como es citado en la voz tanguera. El sujeto y el bar, su café con medialunas, tostadas con mermelada de arándanos o Bay Biscuits.
El solitario hombre, abrumado por la tarde gris y un amor cruel, se arroja a sus pensamientos y a una esperanza de arrebol.
En todo momento, un café en un bar ayuda a la meditación, al reencuentro con la respiración pausada y el tiempo. En la salvaguarda del aire acondicionado, en verano, o una estufa a leña, pintoresca, en invierno.
Un café con el amigo de siempre, para la charla habitual, el desahogo y la risa. El diario a mano y el café doble para despertar junto a la noticia “fresca” que parece decir lo mismo y anticipa mal clima.
Luego, están ellas; las jóvenes estudiantes, las pitucas refinadas, las amigas ocasionales, el rouge en las tazas marfil. El delicioso perfume, los ojos lindos, el vapor que sobrepasa la crema y pinta los rostros con bruma y misterio.
Mujeres en un bar, disparando de la monotonía, conversando, chusmeando, y esperando esa porción de torta que apetece y reboza de chocolate y almendras.
Los hombres y el café, el fútbol, la diatriba política, el pecho inflado por la novia de estreno o el morro hundido por los cuernos largamente negados.
¿Qué somos sin una tarde de café y conversación, sin el break de las mañanas, sin la vidriera que brinda el bar o, incluso, la estación de servicio y su expreso directo de la máquina?
Hace tiempo, tuve la suerte de vivir un año sabático en una pensión de mala muerte en el porteño barrio de San Telmo. En uno de esos antiguos hoteles con puertas colosales y mampostería saliente y agrietada, reacondicionados para alojar a jubilados con perros, inmigrantes cabizbajos y aventureros, como yo.
San Telmo es un lugar multicultural con anticuarios que pescan turistas, bazares coloridos, locales de tatuajes, librerías con maravillosas bateas repletas de saldos, ferias atiborradas de curiosos, estatuas de personajes de historieta, locos de todos los pelajes y, por supuesto, bodegones y bares en un amplio espectro.
Debo citar a La Poesía, el bar notable de la calle Chile al 500. Baldosones bicolores, mobiliario de una época pretérita a la par del empedrado, los encurtidos, las botellas y sifones y los cuadros con postales en blanco y negro. Tomar un café allí es, sencillamente, invocar a los espíritus del candombe con sus fantasmas urbanos, a la memoria del tranvía y el bandoneón.
Un café, acompañado y cómodo en esas sillas lustrosas, mil veces usadas y templadas por las posaderas ciudadanas; mientras se balconea las estrechas veredas de San Telmo, con vendedores insólitos, bohemios irremediables y parejas anudadas a su idílico amor.
Un espumoso café en La Puerta Roja, en alguna de las mesitas de afuera, flanqueado por las antiguas fachadas y los balcones sin tiempo.
Un capuchino, bien cargado, en China Bar, con Bowie mirando, con fijeza, desde su pared iluminada.
Vaya recuerdo...
Ahora vivo en General Madariaga, una ciudad tranquila de cuarenta mil habitantes, a pocos kilómetros del mar. Es una urbe prolija y directamente relacionada con la cercanía de la costa turística.
Ya ha pasado la pandemia y, quizás, el peor gobierno de nuestra historia reciente.
Hace un mes cerró el bar de un conocido, un hombre de familia, constante y luchador. Después de más de veinte años en las mareas, su bar de la esquina céntrica, donde he tocado con mi banda de rock y media ciudad ha disfrutado un café con leche con un vigilante o almorzado, quebró. No soportó, ni un día más, el cíclico fracaso de la economía argentina.
Anoche, en un programa periodístico, Julio Bárbaro, un referente del peronismo de la vieja guardia, de ochenta años y una lucidez asombrosa, comentó que era la primera vez, dentro de su vasto recuerdo, que notaba la aguda ausencia de gente en los bares.
¿Cuándo, en la Argentina, un ciudadano común y corriente ha tenido que prescindir del momento mágico del café con amigos o, incluso, en solitario?
“Ni de tachero tuve que cuidarme del precio de un café en un bar” citó el agraciado de Julio, que no tiene pelos en la lengua para criticar a los gobiernos pasados. Un exfuncionario que supera muchos filtros, que el común de los políticos no alcanza y, además, puede ilustrar acerca de los eventos trascendentales en la convulsionada historia de nuestro país.
Lo cierto es que, ya no tomamos café balconeando la yeca, en un bar cualquiera de la ciudad que pinte. Antes, solíamos invitar el cafecito sin reparar en su precio.
¡Un cortado, una lágrima y un café con leche con medialunas para el glotón! Proclamábamos con júbilo al mozo o a la señorita, bien presentada, que nos atendía y, con la misma energía, metíamos la mano en el bolsillo para pagar la ronda.
¿Qué pasó? No sé...
Ya no importa quién tiene la culpa del cincuenta y cinco por ciento de pobreza que ostenta mi país, ni hacia dónde vamos; si es que esta vez hay un rumbo. Tomar un café con amigos se le ha negado a los parroquianos.
Claro, ustedes dirán que un café es la banalidad, que lo importante es el almuerzo y la cena en los hogares. Bueno, de eso ni mejor ni hablemos...
A veces, pensar en las peripecias que viven los hermanos cubanos, venezolanos o haitianos, parece aliviar esta realidad de país orgulloso de su fútbol y de su rebeldía manifestante. Qué ingenuidad. La ilusión de grandeza se reduce a las caras comprimidas y a los ojos extrañados frente a las góndolas de los supermercados.
Como les decía, se nos ha negado ese momento de introspección, de bohemia necesidad, de reunión e intercambio de opiniones, de amigas que ríen y comparten, de muchachos con sus portátiles atentos a la materia a cursar, del diarero que entra y ofrece el periódico, el dichoso instante del precioso balconear.
Se nos ha negado la dicha del aroma, del intenso sabor de la mezcla de granos, del dulzor torrado, del color tostado y la borra que predice el futuro. Se nos ha negado la vida de las tardes bajo los árboles y la ciudad en su movimiento, de las mañanas y el trajín del trabajo oficinista, del disfrute y nuestra idiosincrasia al socializar.
A ciencia cierta, no puedo atisbar si nos salvará la escuela austríaca, Batichica en camisón o algún personaje de Divito. Es muy difícil dimensionar lo que sucede en este enorme y variado territorio; solo soy testigo de lo demacrado del día a día, en lo inmediato. Escritores de otras provincias me cuentan, entre otras cosas, que ven alejarse el sueño del libro autopublicado; el costo raya lo insólito para nuestros miserables sueldos.
Esta mishiadura insoportable, estos pésimos gobiernos, esta debacle de un país que lo tiene todo, pero está viciado de corrupción; finalmente, ha logrado lo imposible: el ocaso del café.
Seguro, sobrarán detractores de turno que aseguren, detrás de sus mesas ratonas y sus tazas de Kopi Luwak, que nos quejamos de llenos, que somos materos como los uruguayos y que es mentira que medio país se reinventa para sobrevivir. Hace poco vi a un improvisado hombre araña, al trote apagado y detrás de un tren de la alegría, casi vacío. Sin duda, una visión surrealista. Pensé que estaría ahorrando tela, ya que los cartuchos son importados y cotizan en dólares y cada disparo le ha de costar, al hambreado personaje, un ojo de su absurda máscara.
Si les cuento que la yerba mate, pasable, está cara y que asoma un monopolio yerbatero y exportador, como tantos otros monopolios de alimentos, dirán que exagero.
A muchos nos alcanza para comprar la última molienda de la yerba, el polvillo verde que se destina a los sobrecitos de matecocido. Marcas, insoportables, como La Hoja, Amanecer u otras, tiradas de los pelos, han destronado a la gracia y al placer de matear, cuando nos dábamos el gusto de la sabrosa Cruz de Malta o Taragüí azul.
Entonces, de nuevo, ¿qué decir del café?
Disfruten lo que tienen, estimados lectores; eso tan simple y sencillo de la vida que a nosotros se nos ha negado por lo arbitrario, deshonesto e inoperante de los sucesivos gobiernos “democráticos”.
Ya escribiré acerca de la inteligencia artificial, los filósofos del pesimismo, alguna que otra conspiración curiosa o el mundo de la historieta. Por suerte, estoy conectado al mundo, rasco la señal de internet de un vecino solidario y no paro de nutrir a mi mente. Un cerebro que tiene más de Emil Cioran que de José María Domínguez, que suele pensar en Thomas Ligotti cuando cita en The Conspiracy Against the Human Race, que lo mejor que puede hacer la humanidad es extinguirse.
Es necesario y catártico contar las vicisitudes del hombre de a pie; no hay ser humano exento de pasar por estas calamidades; por lo tanto, prepárense para los ocasos por venir. Especialmente, cuando los candidatos que imponen los medios y las plataformas electorales, son meras marionetas de un sistema perverso, viciado, absolutamente egoísta y sin norte.
Sociedades inequívocas
Surgen, taciturnos,
los pájaros de sus acuarelas,
como Borges, en Ginebra,
y su impar melancolía
asentada en la espera.
Surgen, trágicas, las horas
en los rostros ahuecados,
que la ciudad sin alma
desenvuelve en sus veredas.
Surgen sordas aventuras
para un caos de exégetas,
para un pluscuamperfecto
de una acción superada.
Son sociedades cascadas
por la desdicha y la suerte
perra como la muerte,
hasta porfiada y esquiva.
Surgen los desfiladeros
de la gente apretada,
de los cuerpos confusos y el soñar herido.
Surgen los riscos, cercanos o ajenos,
que el suicida reclama para arrojarse al olvido.
Y surgen esos niños de rostros cerúleos, en la marea
temprana;
miran al mar saciarse de arena.
Sociedades gastadas que barre la espuma
para que los nuevos, sin gestos ni lenguas,
reemplacen las playas,
sórdidas y pisoteadas,
cabalmente imperfectas.