Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo […] pero era el contorno del todo lo que lo hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea.
Esta es la primera imagen de obtenemos de la bestia en El llamado de Cthulhu, de H.P. Lovecraft. Las bestias suelen ser así, una combinación de otros animales. Son en realidad humanos potenciados y deformados, que vienen a aterrorizar al resto de la especie. Lo vemos en la esfinge. En el minotauro. En las sirenas.
Estos monstruos sintetizan lo incompatible, mas precisamente, por ello permiten comprender mejor la normalidad. La normalidad, dada en escorzos, suele disimular bien el conjunto de imposibilidades que la sostienen. La “dialéctica” es un proceso en el cual posiciones de entrada incompatibles se confrontan entre sí para mostrar que no son sino “momentos” o “partes” de una estructura que las implica estructuralmente. Esto no tiene que ver con la razón necesariamente, sino con las cosas en cuestión. Pero no es necesario conformarse con la experiencia de las contradicciones. Hay otras experiencias de lo incompatible que no tiene que ver con la lógica, sino con diferentes “contenidos”. Por ejemplo, un punto del espacio no puede contener dos colores a la vez. El antes no puede anteceder al después. No existen triángulos cuadrados.
Todas esas con imposibilidades materiales, no puramente formales. O, si se quiere admitirlo, las “formas” pertenecen a ciertos contextos materiales donde se actualizan de manera singular. Las bestias son incompatibilidades materiales (una mezcla de animales que no podrían encajar ni siquiera anatómicamente), pero también de incompatibilidades de otra clase. La esfinge es un ser actual que posee sabiduría del futuro y que habla a los humanos, pero en un lenguaje cifrado. Ella une lo divino y lo mortal, el destino y las acciones humanas en un gran nudo que no podemos inteligir, es decir, deshebrar, desanudar, sino sólo reconocer.
Los bestiarios son perturbadores no porque den alimento al morbo porque nos conduzcan por los senderos de lo desconocido. Todo lo contrario:
Lo que perturba es encontrar familiaridad en lo desconocido….
(...) en lo que debería ser imposible, un mero juego de la imaginación. Los bestiarios medievales consignaban las criaturas que Dios había puesto en el mundo durante la creación. Pero en ellos se encontraban animales familiares y fantásticos por igual. Estos últimos confirmaban el carácter sobrenatural del propio mundo, una intromisión de la magia en el mundo desnudo.
Aciertan más quienes reconocen en esta facultad grandes poderes cognitivos en vez de un factor de confusión y una matriz de soluciones falsas. Las bestias son la obra de la productividad imaginativa, que no hace sino reconocer en lo monstruoso la “buena forma” que buscaban los gestaltistas. Las bestias suelen quedarse con nosotros porque resultan, pese a su deformidad, una estabilidad conceptual, narrativa o explicativa sin disputa. Cthulhu es una bestia metafísica, a medio camino entre el monstruo y el dios. Pero no es en absoluto el último Dios, ni siquiera un demiurgo. Es sacerdote de una vida anterior a la humana (de los “Antiguos”, de los cuales nadie sabe nada) y, aún muerto continúa soñando para los humanos, hasta que pueda, como todos los dioses, volver a la tierra: “En su casa de R'lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”. Es el Dios tardío que, como en el panteón griego, se encuentra todavía precedido por una antigüedad insondable, pero siempre actual.
Hobbes ha sobrevivido no por decir que los humanos se matan entre sí y que claman por un señor que los defienda de ellos mismos, sino por haber invocado a una bestia divina para explicar la vida humana en el Estado moderno. El Leviatán no es una ilustración del autoritarismo. Es el autoritarismo el que resplandece con la luz de la teología. Job 41, 24. Entendemos el poder religioso del soberano. Aquí podemos ver al Leviatán en la tierra y al Leviatán muerto por Dios.
Thomas Hobbes. Frontispicio del Leviatán
Gustav Doré. Destrucción del Leviatán, 1865
La normalidad, lo sabemos, sólo existe a cierta distancia focal, o bien, como promedio de muchos casos. Pero las “especies” en realidad se actualizan por variaciones y deformaciones. Fuera de dicha distancia y del promedio, sólo hay monstruos. ¿Pero qué tipo de bestia es Cthulhu? Se trata de una bestia “sintética”, que zurce diferentes mundos en un cuerpo improbable. Por un lado, está hecho, sí, de retazos del mundo, que podrían circular en él mundo como miembros cercenados de un cuerpo hace mucho desaparecido. Por el otro, es como si en Cthulhu se zurciera el mundo mismo en sus regiones más extremas. Como si en él se deformara el espacio entero y lo distante viniera a encontrarse. En ello, es una bestia metafísica:
No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos.
Cthulhu, como todos los monstruos, es un híbrido. Una bestia que se obtiene tomando la hoja de papel de nuestro mundo y plegándola hasta obtener una figura inesperada. Uniendo extremos distantes, pasando del envés al revés como en el origami, pero doblado en un espacio no trivial. Recordemos que la ciudad de Cthulhu es no-euclidiana, como si la geometría del lugar fuese errónea. Pero la figura de Cthulhu captura bien la experiencia contemporánea de la humanidad ante sí misma de horror y cinismo. Una caricatura de sí misma unida a la extrañeza del pulpo y la grandeza del dragón. El primero es una criatura de los mares. El segundo, del aire. Dos abismos para los hombres: profundidad y altura, oscuridad y luz que abrasa.
La parte crustácea de Cthulhu recuerda sin suda a la bestia de la mitología nórdica: una bestia similar un pulpo o calamar colosal que hunde navíos o los arrastra al fondo del mar. Sus tentáculos se enredan en torno del barco y lo jalan hacia el fondo marino. Pero lo verdaderamente peligroso no son sus extremidades, sino el remolino que produce al hundirse. Su morfología y fuerza crean un vórtice que succiona todo lo que cae en el perímetro de su fuerza (como esa otra bestia moderna, Moby Dick).
Cuando nos preguntamos por lo humano es imposible decir algo sin referencia a lo inhumano, lo parahumano o lo posthumano. Es decir, de todo el espectro que su presencia evoca. Lo humano incluye su negación, su proyección y su caricatura, su exageración y su destrucción irrevocable. El monstruo confronta a la humanidad con la monstruosidad de una condición ingobernable, un tamaño que le coloca en franca desproporción con sus fuerzas. Las fuerzas que desata la especie: energía, tamaño, imaginación, palabras, todo crece desmesuradamente. Cthulhu hunde a los humanos en la locura porque no pueden soportar la fuerza de su presencia lo mismo que el Kraken hunde no con sus tentáculos, sino por el remolino fatal que produce las aguas.
Aquí podemos recordar la estremecedora frase que Hegel plasma en su Filosofía Real de Jena para dar cuenta de la oscuridad del espíritu humano: “El ser humano es esta noche, esta nada vacía, que lo contiene todo en su simplicidad –una riqueza inagotable de muchas representaciones, múltiple, ninguna de las cuales le pertenece- o está presente. Esta noche, el interior de la naturaleza, que existe aquí –puro yo- en representaciones fantasmagóricas, es noche en su totalidad, donde aquí corre una cabeza ensangrentada –allá otra horrible aparición blanca, que de pronto está aquí, ante él e inmediatamente desaparece.
Se vislumbra esta noche cuando uno mira a los seres humanos a los ojos –a una noche que se vuelve horrible”. La subjetividad no puede abogarse realmente el poder para desmembrar el mundo. Antes que carnicero, potencia inusitada de la razón, es un recolector. De otro modo, los pedazos servirían como huellas capaces de remitirle a una figura primaria, completa y anterior a su actividad. Pero el ser humano encuentra pedazos flotando en la corriente de sus pensamientos. Las bestias son el resultado de una actividad sintética o productiva realizada sobre los corpúsculos que flotan sobre el líquido de la mente cuando se agita. La bestia los fija, les da figura en la desfiguración. No sabemos en realidad qué es más terrible, un cuerpo desmembrado que ya no se mueve, o una nueva bestia que emerge de retazos inconexos.
Debemos a Mary Shelley el mito del moderno Prometeo y su criatura. Ella es también un ser compuesto a partir de retazos muertos e independientes de distintos cadáveres, pero vivificado por un rayo, metáfora de la fuerza y voluntad ciegas de la naturaleza. Es decir, que un improbable ser humano cobra voluntad propia no por obra humana, sino porque logra utilizar las fuerzas naturales. Esta bestia no es una invención del Dr. Frankenstein, sino su prolongación, pues incluye también trozos de éste: sus obsesiones, miedos, su trabajo. La criatura libera trozos del Dr. Frankenstein de sí mismo y los une con otros trozos de otros humanos. De hecho, la criatura no hará sino sufrir la crueldad humana, regresándosela de manera violenta. Después de varios crímenes y venganzas la criatura llega al juicio terrible de que la inmolación propia es la única salida. Toda destrucción de monstruos en el arte surge del deseo de extirpar el mal como si fuese un tumor y no parte de la gran bestia humana.
La novela puede ser vista como el fracaso de la hybris humana cuando se intenta usurpar el lugar de Dios, como el rabino Loew de Praga del siglo XVI y su Gólem. O bien, como la verdad de toda creación humana: cobrar vida más allá de los designios de su creador. En eso, es perfectamente imagen y semejanza de Dios: una criatura que libera a sus creaciones de su voluntad. Pero, así como los hombres pueden matar a Dios, así las creaciones del hombre pueden devorarlo.
El arte y la literatura, como toda (relativa) creación humana no son falsificaciones de la naturaleza ni un descaro de desmesura. Son nuevas criaturas que la existencia humana pone en libertad y que vienen a acompañarla. Son sus vástagos, su prolongación. Las producciones humanas son algo “absoluto” en su sentido etimológico: ab-solutum, es decir ab-suelto, liberado, soltado. Frankenstein, errando por el mundo, es la humanidad extrañada en y de su mundo, su carácter monstruoso y parchado singularizado y autonomizado. Muchas máquinas son eso: modos de pensar, prácticas, razonamientos autonomizados e individualizados que ganan autonomía. La razón es simple, pero de grandes consecuencias: toda producción se hace sobre y con la carne del mundo, la cual no está sometida a nuestros designios.
La materia tiene sus caminos. La tecnología es una materia estructurada que toma nuestros mensajes, nuestra información y la pone a trabajar más allá de nuestros designios. Las estructuras, cuando llegan a tener patas de metal o de poesía, caminan por el mundo. Los robots sueñan con ovejas eléctricas porque somos nosotros los que pusieron electricidad a los sueños. No producimos el mundo. Lo intervenimos. Al intervenirlo lo dividimos, lo reunimos, lo componemos, lo descomponemos, lo deformamos o lo reformamos. Es juego de individuación y desindividuación. De síntesis y diferenciación. De continuidad y discontinuidad. De Actualización y virtualización. Pero nada esto tiene asegurado el cumplimiento de la función que le asignamos en un momento.
Ni el Gólem ni la criatura del Dr. Frankestein nos obedecieron. No se diga ya la naturaleza. Pero ahora hay que agregar algo más: nosotros mismos. Para la conciencia antigua el deseo humano de producir vida e inteligencia es una hybris que debe ser castigada. El sucedáneo será la tecnología, una portentosa capacidad creativa pero restringida al mundo humano. Los alquimistas deberán abdicar en favor de los químicos. Pronto surgió un nuevo peligro: el desencantamiento del mundo y su progresiva mecanización. Todavía la generación anterior a la nuestra consideraba la tecnología como un mecanismo de control absoluto: de las cosas y la personas. Todo sería, finalmente, dominado o incluso diseñado a capricho.
El horror de la máquina absoluta consistía en que ella pudiese asignar a cada cosa y a cada persona un estricto lugar en la cuadrícula del cosmos del raciocinio y sus materialización en algún sistema de poleas. Pasar de los engranes a los bits no cambió nada en esta representación, sólo que ahora el dominio no sólo sería de las cosas y las fuerzas, sino de las ideas y los procesos. Pero para nosotros la tecnología resulta ser más bien un mundo semiautonomyque no puede nunca asegurar sus funciones de control.
Las tecnologías se descomponen, producen efectos colaterales insospechados, se vuelven contra sus creadores, poseen efectos paradójicos, revelan su obediencia a las leyes del caos: la desproporción entre causas y efectos. La tecnología introduce desorden, impredecibilidad, cambia las coordenadas introduciendo variables ingobernables. Frente a la tecnología surgen las mismas figuras que frente a los monstruos. Algunos la temen y se arman para cazarla en su castillo. Otros deciden dejarla aislara en un hábitat determinado: cercarla en un bosque alejado de los preciados jardines del rey. Están aquellos que, maravillados con su potencia, pretenden ponerla a su servicio, con resultados siempre funestos. Los que le temen pretenden también controlar a la bestia con encantamientos o rituales oscuros, pero para ello le rinden culto, la adoran secretamente y desean servirle o, si es posible, fundirse con ella.
El cyborg es para nosotros la nueva sirena, la nueva esfinge, sólo que ahora soñamos con la ingenua capacidad de autoproducirnos, de convertirnos en nuestro propio Gólem. Producirse como obra de arte o como obra tecnológica son pensamientos que compartir la misma raíz: la certeza en la capacidad de diseñarse. Pero el implante de metal puede producir reacción inmunológica lo mismo que un riñón. Todo acoplamiento posee el riesgo de desprenderse, de generar resistencia y de producir efectos colaterales. Incluso sin tecnología, el cuerpo mismo, al formarse, corre el riesgo de no aceptarse, de combatirse furiosamente a través de una enfermedad autoinmune. Los acoplamientos pueden ser violentos, cooperativos, producir antagonismos internos, subordinaciones o simbiosis. Tal el saber que nos revelan los monstruos de todas las épocas.
El cyborg fue siempre ya soñado en la figura de la bestia o el monstruo. Nada hay en su figura de liberador. Pero sí de comprensión de lo que siempre fuimos: un parche de seres. Ahora mismo reconocemos estar hechos de pensamientos ajenos, de átomos que no gobernamos, de bacterias que nos pueblan y sin las cuales no podríamos sobrevivir. Pertenecemos a varios mundos a la vez. El monstruo, parche de seres es también parche de diferentes mundos o dominios.
Cthulhu posee la fuerza de los mares y de los cielos en un deformado cuerpo humano que los combina mal. Nosotros somos seres mixtos como el resto de seres naturales, sólo que hemos agregado una nueva esfera, que Bateson llamaba la “ecología de la mente”. Al final diferentes ecologías (o una ecología compleja, hecha de “subecologías”) se entrelazarían en diversos modos patrones, permitiendo conectar la langosta, la amiba, el esquizofrénico a ti y a mí. Estos trayectos, estos patrones, estos ensambles, se encarnan misteriosamente en los monstruos. Apreciemos algo: en ellos siempre hay algo de animal. La hibridación no es invención humana. Nuestros experimentos serán sólo variaciones de patrones de otros seres. La llamada de Chtulu comienza recordando esto con una sorprendente cita de Algernon Blackwood:
Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie...
Las bestias unen en una figura lo aparentemente disyunto del mundo. Presentifican fuerzas lejanas e incluso creídas incompatibles. Pero eso mismo es la humanidad. Una bestia que extiende sus tentáculos hacia distintos modos de ser al mismo tiempo.
Cthulhu no es Frankenstein. No es, dentro de los relatos de Lovecraft, una creación humana. Es una bestia mitológica ancestral que recuerda más a los cultos paganos. Sin embargo, este aparente primitivismo no debe confundirnos. La bestia aparece en medio de la civilización. Su extrañeza se acentúa por el hecho de ser nuestra contemporánea. En verdad que el relato de Lovecraft sobrecoge por plegar en un espacio reducido antropología, ciencia, escepticismo y demonología. Pero en cuanto bestia metafísica, Cthulhu, interviene de manera fundamental en la cuestión de lo inmemorial, la naturaleza, el origen del mundo y de la cultura. Lo que éste no permite es aplicar un método simple de división que nos permitiese cribar naturaleza y cultura, física y metafísica. No todo queda confundido, pero si enredado, enmarañado.
La experiencia humana actual vuelve contemporáneos elementos rituales antiquísimos con la vida en la ciudad. Quizá pueda reconocerse cierto saber nietzscheano en el mundo de los Antiguos que propone Lovecraft: más allá del bien y del mal, propietarios de una libertad de éxtasis, capaces de alegre gozo en los actos que destruyen todo lo finito. Pero son también seres platónicos, que transmiten el pensamiento en tiempo y espacio, como una memoria universal, buscando una constelación propicia para actualizarse.
Con todo, los Antiguos guardan enorme parecido con los dioses primigenios de muchas culturas: seres con potencias metafísicas, pero organizados como en sociedades humanas, en donde deliberan, discuten y celebran sus rituales, etc. Dioses potentes, pero a la vez impotentes, porque requieren del ritual humano para sobrevivir. Esta es la gran verdad de los dioses: que son menesterosos, y que sin humanos que los acojan, se apagan. Ellos dependen de la hospitalidad que les presten los humanos. Cthulhu no es un Antiguo, ni un humano, sino la tensión entre ambos. Él es también la tensión entre lo humano y lo animal. Lo inmemorial y lo histórico (recordemos que la antiquísima ciudad donde duerme Cthulhu, R'lyeh, posee una arquitectura futurista, ¡inclusive no euclidiana!).
Lo cósmico y el lenguaje (la verdad de los Antiguos se plasma en una escritura). Por ello, Cthulhu no puede ser ni puramente adorado, ni destruido. No es posible poner a jugar lo humano contra lo natural. Ni tampoco el bien contra el mal. Todo se encuentra entrelazado de tal manera, que ningún cirujano podría limpiamente separar las partes de la criatura que pertenecen a diferentes mundos o tiempos. La humanidad está así, trabada entre partes disyuntas de origen, pero zurcidas de nuevo en una bestia colosal cuya extrañeza proviene del todo que dibuja su silueta. Esta silueta la proyecta la humanidad, con todo su entorno. No es ella misma, sino un conjunto de sombras. No sólo la tecnología, sino todo lo humano le rebasa en capacidades de control. Ella misma, la humanidad, una bestia para sí.
Spawn of the Stars, Sofyan Syarief's artwork based on H. P. Lovecraft's story The Call of Cthulhu.