¿Huesos o cenizas?, ¿en Ravena o en Florencia?, ¿custodiados por franciscanos o por guardias de museos?, ¿dónde están en verdad los restos del Dante? Puede entenderse, por razones turísticas, comerciales y hasta religiosas, que a lo largo de varios siglos se siga disputando el resguardo y la custodia de los mortales despojos del poeta, pero lo que importa es algo que está al alcance todos, de cualquiera: sus versos, esos sí, inmortales.

La persona

Hay frescos, pinturas, dibujos, pero ¿quién era este hombre? Excepto, tal vez, la efigie del Dante que en un gran fresco del Paraíso pintó Giotto en la capilla del Bargello, ya que —dice Vasari— él habría sido “el único que, vivo aún, habría tenido el privilegio y la gracia de la visión paradisíaca”, nadie dejó un retrato más vivo y fiel del florentino que Boccaccio:

De mediana talla fue nuestro poeta, y a partir de cierta edad anduvo siempre algo encorvado. De rostro alargado y de nariz aquilina, los ojos más bien grandes que pequeños, de fuertes mandíbulas y con el labio superior más avanzado que el inferior.

Tuvo color moreno, y los cabellos y la barba espesos, negros y crespos, y su rostro siempre melancólico y pensativo (e siempre nella faccia malinconico e pensoso). Sus vestidos fueron siempre dignísimos y convenientes a su edad, y su andar, grave y reposado. En hábitos domésticos o públicos, fue siempre maravillosamente pulido y circunspecto.

En el comer y en el beber fue de extremada parquedad. Nadie tan vigilante como él en el desempeño de cualquier ocupación que le solicitase.

Raras veces, a no ser que le interrogasen, tomaba la palabra, por más que fuese de gran elocuencia. En su juventud se deleitaba grandemente en sones y cantares, y por placerle tanto, fue amigo de casi todos los músicos y cantantes de su tiempo.

Cuán apasionado fue en cosas de amor, lo hemos dicho antes abundantemente. Avanzando en edad, fue muy solitario y amigo de pocos. En los estudios muy asiduo, de sorprendente capacidad y memoria tenacísima. Fue también de intelecto agudísimo y de sublime ingenio, como lo demuestran sus obras, admirables y peregrinas.

Deseosísimo fue de honor y de pompa, más por ventura de lo que al sabio cuadraría. Pero ¿qué vida ha habido tan humilde que no haya sido tocada de la dulcedumbre de la gloria?

El poeta

Es difícil que a alguien que lea, escuche o escriba poesía le resulte ajena la palabra Dante. Si algún poeta representa a la poesía, es él; y es él, más que ningún otro escritor, quien acabó convirtiéndose en su poema. Cuando decimos Dante —según George Eliot—, designamos poema y poeta a la vez. Shakespeare es todos y nadie —dice Bloom—; Dante es Dante.

Cada quien habla de su mito. Así, por peculiar que sea, cada interpretación o recreación lo enriquece y preserva. ¿Cómo no preservar el de Dante? Al dar nuestra versión de algunas de las partes, de entre las muchas que en la summa poética dantesca más nos mueven o conmueven, no deja de resultar curiosa la coincidencia nuestra que en este punto encontramos con los dos pasajes que mayormente captaron la atención de Harold Bloom y de Borges. Son los que se refieren a Beatriz (‘Canto XXX’ del Purgatorio) y a Ulises (‘Canto XXVI’ del Infierno), son los que hablan del amor y de la libertad, en algunas de sus más altas e inapresables expresiones.

Siguiendo en este pasaje y en otros al admirado maestro Antonio Gómez Robledo, al mencionar los primeros poemas del dolce stil nuovo y de las rimas pétreas (inspirados por una “bella Petra”), recordemos apenas algunas líneas como: “che se ‘l martirio e dolce, la morte de’ passare ogni altro dolce” (que si el martirio es dulce, más aún lo es la muerte, de dulzor insuperable). O bien estas otras, en las que evocando a su amada el poeta confiesa:

Non trovo scudo ch’ella non mi spezzi
né loco che dal suo viso m’asconda;
ché, come fior di fronda,
cosí de la mia mente tien la cima.
(No encuentro escudo que de ella me proteja
ni lugar donde pueda esconderme a su vista;
que, como flor de fronda,
así alcanza la cima de mi mente).

En este punto no podríamos dejar de mencionar el famosísimo poema ‘Sospira’ de la Vita Nuova, libro cuyo tema único es Beatriz, escrito dos o tres años después de que ella muere el 8 de junio de 1290. La traducción, insuperable, es de Dámaso Alonso:

Tan gentil, tan honesta en su pasar,
es mi dama cuando ella a alguien saluda,
que toda lengua tiembla y queda muda
y los ojos no la osan contemplar.

Ella se aleja, oyéndose alabar,
benignamente de humildad vestida,
y parece que sea cosa venida
un milagro del cielo acá a mostrar.

Muestra un agrado tal a quien la mira,
que al pecho, por los ojos, da un dulzor
que no puede entender quien no lo prueba.

Parece de sus labios que se mueva
un espíritu suave, todo amor,
que al alma va diciéndole: suspira.

Recordamos ahora solamente, de paso, que no habrían faltado razones a Beatriz para tratar con tanta displicencia a Dante, quien sucumbió al traviamento (la embriaguez de la lujuria), ya que no fue una sino varias las amantes con las que se vio envuelto, según nos cuenta nada menos que Guido Cavalcanti, su amigo. Entre ellas, Lisetta, Fioretta, Violetta y Pargoletta, nombres acaso ficticios de personas reales.

Una vez más recurramos a Borges para describir, en mala prosa española —como él mismo dice—, esta parte bellísima donde se dejan ver los rasgos psicológicos más vivos y más reales de la mujer triunfante, poderosa e implacable, ante quien llega a postrarse el hombre enamorado, sediento, para beber las aguas del amor:

Beatriz lo llama por su nombre, imperiosa. Le dice que no debe llorar la desaparición de Virgilio, sino sus propias culpas. Con ironía le pregunta cómo ha condescendido a pisar un sitio donde el hombre es feliz. El aire se ha poblado de ángeles; Beatriz le enumera, implacable, los extravíos de Dante. Dice que en vano ella lo buscaba en los sueños, pues él tan abajo cayó que no hubo otra manera de salvación que mostrarle los réprobos. Dante baja los ojos, abochornado, y balbucea y llora.

Hablemos ahora brevemente del pasaje de Ulises, el héroe-villano, el primero de los grandes mujeriegos errantes, el más impresionante de todos los héroes ávidos de perdición, el que de algún modo había regresado de un viaje al infierno, y con el cual naturalmente Dante se identifica e iguala. Citemos solamente dos partes del ‘Canto XXVI’ del Infierno:

ni el halago de un hijo, ni la inquieta
piedad de un padre viejo, ni el amor
que debía a Penélope discreta,
dentro de mí vencieron el ardor
de conocer el mundo y enterarme
de los vicios humanos, y el valor; (...)

Cuando estábamos ya viejos y tardos,
al estrecho llegamos donde había
Hércules elevado los resguardos
que al navegante niegan la franquía.
Sevilla a mi derecha se quedaba
y Ceuta al otro lado se veía.

“Oh hermanos que llegáis”, yo les hablaba,
“tras de cien mil peligros a Occidente,
cuando de los sentidos ya se acaba
la vigilia, y es poco el remanente,
negaros no queráis a la experiencia
de ir tras el sol por este mar sin gente.
Considerad”, seguí, “vuestra ascendencia:
para vida animal no habéis nacido,
sino para adquirir virtud y ciencia”.

El político

Además del poeta eximio, encontramos también al político comprometido, inclusive exiliado. Y no es porque exaltara la vocación del poeta sobre cualesquiera otras —pues colocaba al santo, al verdadero papa, al verdadero emperador por encima de aquel—, por lo que Dante asume un muy particular destino. Ciertamente no fueron las letras, sino la política —por un extraño apego a una visión universal o universalista de la justicia— la que marcó con los hierros fríos del exilio su vida y su camino, pero de los avatares del hombre de las causas justas muy poco o casi nada queda. Del otro, en cambio, del poeta, permanece prácticamente todo. Sin embargo, es ya en otra etapa, en la Canción de la Justicia, donde se presiente y puede anticiparse el altísimo vuelo y la fuerza incomparable de la Comedia. En la Justicia se describe a tres mujeres que llegan a rondar en torno al corazón del poeta y que buscan la hospitalidad del amor; y aunque son efímeras, siempre habrá entre los hombres “gente che queste dardo fará star lucente” (es decir, gente que hará de nuevo relucir el dardo de la justicia).

Viene en el final de ese poema la estrofa en la que Dante se permite aparecer, en primera persona, como el doliente deudo de la justicia que, tal vez en su caso de triste exiliado de Florencia, el destino fuerza a mantener desterrado y a “caer con los buenos”, lo cual —dice— “es siempre digno de alabanza”.

Como en toda creación, en las raíces profundas del imaginario se mezclan y confunden los datos de la conciencia y la memoria, del onirismo real y del soñar despierto, pues a fin de cuentas si bien el acto de escribir corresponde al mundo de la vigilia, su contenido y su despliegue forman parte de un otro mundo, de un más allá en el que la secreta magia y la divina locura coronan con hojas de laurel la entusiasmada frente y la febril cabeza del poeta. Se trata desde luego, en última instancia, de las formas del sueño desligadas apenas del soñador. Al encontrarse en medio de la famosa selva oscura, el propio Dante nos confiesa: “Tant’ era pieno di sonno a quel punto” (tanto era mi sueño en aquel punto).

Aunque habría más de una razón para ocuparse de los poemas de juventud y aún de los escritos políticos, en el centro y la cúspide está la Comedia, la Divina Comedia. En la conocida epístola a Cangrande, redactada en latín, Dante dice que la Comedia trata del estado de las almas después de la muerte y, alegóricamente, del hombre en cuanto por sus méritos o deméritos se hace acreedor a los castigos o a las recompensas divinas. En la primera parte se considera el vicio, llamándolo Infierno; en la segunda, el pasaje del vicio a la virtud, llamándolo Purgatorio; en la tercera, la condición de los hombres perfectos, llamándola Paraíso.

He aquí el retrato de un hombre —Dante-Ulises—, de una figura mítica que encarna como nadie la irrecusable sed de aventura y al que nada, ni siquiera el amor, puede hacer que renuncie a una libertad que es a la vez conocimiento, riesgo, valor y muerte. Por ello, en modo alguno es casual —como bien señala Bloom— que toda una saga de escritores, la “progenie” dantesca, hayan seguido ese hilo conductor. Entre ellos, Petrarca, Boccaccio, Chaucer, Shelley, Rosetti, Yeats, Joyce, Pound, Eliot, Borges, Stevens y Beckett.