Leyendo autores poco conocidos, o de plano desconocidos, surge irremediablemente la comparación y luego el cuestionamiento. Pero si estos libros están mejor escritos que los de X o Y. Y, ¿por qué no tienen un lugar más importante para la crítica, la historia y las editoriales?

Esto me sucedió leyendo Los Huertas (1981) de Gabriel Casaccia y Guandal (1975) de Gonzalo Ramón. Casaccia es relativamente conocido en el ámbito de la cultura paraguaya, el mismo Roa Bastos habla de él. Pero si nos ponemos a comparar trayectorias –la de García Márquez, la de Vargas Llosa– advertimos que tras unos cuantos libros deslumbrantes –Cien años de soledad, La Casa verde– estos autores parecen decaer, bajar la guardia: Los Huertas, libro póstumo, me pareció electrizante, de un dramatismo shakespereano, tremendamente vivo, aunque centrado en el pequeño pueblo de Areguá, los personajes se sientan rodeados de póras, de espectros. Comparado con El otoño del Patriarca, o con los últimos textos publicados del colombiano, –algunos cuentos, sus memorias– el escrito de Casaccia parece más comprometido, más vibrante, y eso que es el último y es póstumo. Y, sin embargo, la obra clave de Casaccia es La babosa. Visto con la distancia del tiempo me parece que este autor merece una nueva lectura: el problema de la lectura es siempre una cuestión de tiempo, de elegir qué leer.

Posiblemente las novelas de García Márquez se hayan escrito, después de El coronel no tiene quien le escriba y de Cien años de soledad, bajo la presión del mundo editorial que busca, básicamente, tener algo que vender. Las ediciones, la propaganda, etcétera, opacaron a muchos de sus predecesores, de sus contemporáneos, y de los que vinieron después. Sucede algo parecido con los otros autores del boom: después de La ciudad y los perros y La casa verde, Vargas llosa parece ir acomodando su escritura a un medio cada vez más convencional: Conversación en la Catedral o La tía Julia y el escribidor tienen todavía su gracia, pero si los comparamos con Guandal que es de la misma época, uno se pregunta si esta última novela no debería ocupar un espacio más importante. Es más, yo me pregunto si no debí leerla antes que los textos de Vargas Llosa.

Ramón es prácticamente ignorado en la tradición literaria ecuatoriana, a la que pertenece en primer término. Por eso puede resultar exagerado, para alguien, que se coteje y se prefiera Guandal a las obras medianas de un premio Nobel. Pues, visto a la distancia me parece así: ha habido una inercia, un conformismo, un interés por no alterar lo que parecía el curso natural de las cosas. Esta novela, publicada cuando el autor tiene casi setenta años, que fue premio nacional de literatura y el premio internacional Alfaguara de 1975, es posiblemente uno de los libros más potentes de esa década. Es un largo y vertiginoso monólogo –como los de Céline o Henry Miller, o, hasta cierto punto, como lo mejor de Cabrera Infante, sin perder intensidad, volcado totalmente sobre la triste y desgarrada vida del héroe, toca con pluma magistral la vida de una subclase, los pobres entre los pobres: el relato tiene como escenario el guasmo o suburbio o villa miseria, los pasos secretos de los contrabandistas, las islas recónditas donde solo van a dar los perdedores absolutos y los criminales nazis que huyen de la justicia.

Esta situación de relativo olvido –con Casaccia– o de total abandono, con Ramón, me hace pensar en lo que ha sucedido con Borges y Arlt. En los años sesenta y setenta Borges ocupa todo el escenario literario. Sin embargo, si nos ponemos a revisar la historia, advertimos que solo a fines de los años 30 Borges publica algo muy interesante y solo en los años 40 y 50 aparecen Ficciones, El Aleph, Otras Inquisiciones. Arlt escribió todos sus libros hasta 1940. El jueguete rabioso, Los siete locos, Los lanzallamas, creo yo, opacan totalmente al Borges de los años 20 y 30. Son novelas brutales. Y las escribe cuando tiene la misma edad de Borges. Por eso se entiende que Ricardo Piglia haya hecho de Arlt el centro de su tradición literaria: lo que escribió Borges esos años tiene menos relevancia que la obra de Arlt. Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos, Evaristo Carriego… pues me atrevo a afirmar que antes de leerlos, hay que leer los textos en llamas de Arlt.