El escritor, para llevar a cabo sus obras, echa mano de todo un universo creativo lleno de posibilidades: no solo es amplio el mundo de la ficción; también está el mundo de los hechos reales, tan apasionante y misterioso como el primero, si cabe. Se trata de un ser curioso hasta la saciedad, que se muere de ganas de excavar en los recovecos de la historia que facilita el noticiero, de empaparse de los detalles y satisfacer con ello las ansias de sus lectores. El true crime es un género muy aplaudido, cuyo nacimiento se atribuye a la ardua tarea de investigación que durante años tuvo ocupado a Truman Capote, allá por la década de los sesenta, con el crimen de los Clutter. Un trabajo concienzudo en el que se aplicó en cuerpo y alma, y del que nació A sangre fría. No obstante, se conocen casos documentados anteriores a este, aunque ninguno ha gozado de tanta popularidad.
El adversario
Un caso escalofriante, digno de mención, tiene lugar en Prévessin, una localidad francesa muy cercana a Suiza. Jean-Claude Romand es un médico de prestigio que trabaja en Ginebra, nada menos que para la Organización Mundial de la Salud: hijo ejemplar, esposo modelo y padre abnegado de dos churumbeles.
Profesional y humano al mismo tiempo, no le tiembla el pulso para valerse de su posición privilegiada y sortear los rigurosos controles médicos si con un fármaco experimental en proceso de desarrollo puede salvar la vida de quien ve los días en el calendario como su propia fecha de caducidad; o al menos intentarlo.
Hombre serio y respetado que ha conseguido el afecto y la admiración de vecinos y allegados, quienes no dudan en depositar los ahorros de toda una vida en sus manos, sabedores de que los invertirá con éxito. De gustos sencillos, disfruta de su poco tiempo libre junto a su familia, además de con su amante, como cualquiera venido a más que se precie.
Una simplona mañana de enero, allá por 1993, nada hacía sospechar lo que vete tú a saber el tiempo que llevaba barruntando el individuo. Cogió el rodillo de la cocina y lo blandió con osadía sobre la cabeza de la hasta entonces amada esposa. Luego fue el turno de los chiquillos, pero esta vez utilizó la escopeta de caza.
Limpió la casa, salió a estirar un rato las piernas y más tarde condujo hasta la casa de sus padres para comer con ellos. Se desconoce si el menú era de su agrado, el caso es que, a continuación, acabó no solo con ambos progenitores, sino también con el perro.
Quiso terminar la jornada con un dulce encuentro con la amante, a la que le esperaba el mismo destino; no obstante, algo se le removió por dentro y la dejó indemne para poderlo contar. Sin mucho más que hacer, regresó a su hogar para ingerir un cóctel de barbitúricos y prender fuego a lo que quedaba.
Había sido lo que se dice un día completo.
Los bomberos llegaron a tiempo de encontrarlo inconsciente entre las llamas.
Resulta que la existencia de Jean-Claude estaba tejida sobre una gruesa red de mentiras. No era médico; una estúpida coyuntura hizo que no se presentara a los exámenes del segundo curso de Medicina, pero siguió actuando como si lo hubiera hecho. Con respecto a las cuestiones económicas, financió su existencia y la de la familia que había creado con el dinero que le confiaba un amplio grupo de personas que creían en sus conocimientos inversores. Pero eso no podía durar para siempre.
El cerco se estrechaba a su alrededor, y el hombre, cual animal acorralado, preso de la desesperación porque irremediablemente iba a ser descubierto, salió por la tangente.
¿Cómo explicar que todo era una invención? Al fin, fueron dieciocho años de ficción cuyas consecuencias pagaron cinco personas y un perro. Para el farsante, cadena perpetua (hoy ya con libertad condicional). Cuesta creer que una historia así pueda ser posible.
Emmanuel Carrère, fascinado por la historia de un señor que ha vivido una vida como se la puede ver en la tele, sintió la necesidad de empaparse de los detalles, conocer el turbulento engranaje de aquella mente plagada de imaginación. Un tío que durante cerca de dos décadas pasó las largas horas, correspondientes a una jornada laboral, en el coche, en un parque o en una cafetería, ¿no pensaría nunca en terminar la carrera mientras tanto? En estos años de encerramiento, al igual que ya hiciera Capote, el escritor mantuvo un contacto fluido con el asesino a través de correspondencia, e incluso llegó a visitarle. El testimonio de primera mano, genuino, sin corromper con juicios de valor, junto con los documentos oficiales a los que pudo acceder relativos al caso, dieron a luz en el año 2000 a El adversario, la crónica que pretende poner en orden un sinsentido que escapa de la lógica de cualquiera. El libro que desgrana los pormenores del crimen cometido por un señor con una vida normal, el vecino que nos habría hecho sentir envidia.
El misterio de Penge
Es preciso retroceder algunos años más para topar con otro terrible suceso, que bien mereció la tinta que en su reproducción invirtió su escritora y que conmocionó de manera extraordinaria a la sociedad victoriana.
El hecho en cuestión tiene lugar en la década de 1870. Harriet Staunton es una dama de 32 años, perteneciente a una familia bien acomodada, que sufre una leve discapacidad mental, presumiblemente debido a un problema de oxígeno en el momento de nacer. Ello hace que presente ciertas dificultades que se manifiestan en tareas como la lectura, la escritura y el habla. Aunque es a todos ojos visible su problema, no obstante, ha aprendido a cuidar de sí misma en lo concerniente al vestido, higiene íntima, así como de sus cosas personales. El ambiente en el que se crece ha permitido un estilo de vida que incluye todo tipo de caprichos, además del desarrollo de un gusto refinado por las cosas bonitas.
Al morir su padre, este le deja una sustanciosa pensión, que la madre se encarga de administrar. Ella se ha vuelto a casar y, para permitir que el nuevo matrimonio tenga algo de aire, han establecido una especie de descansos familiares, que consisten en que Harriet pase pequeñas temporadas con otros parientes a cambio de una ayuda económica procedente de esta pensión.
En una de estas salidas, Harriet conoce a Louis, un joven sin fondos y de baja estofa, que frecuenta el domicilio por ser cuñado de una de las hijas y pretendiente de la otra (Elizabeth y Alice, respectivamente). Pero al sonido del dinero, no duda en cambiar su interés hacia una nueva candidata.
Cuando llega el momento de regresar a su casa, Harriet expone ante su madre la propuesta de matrimonio de Louis, noticia que es recibida con horror al intuir el verdadero propósito del hombre. Pero los intentos de impedirlo no progresan y Harriet, que de ordinario es fácil de manejar, obnubilada como está por la llegada al fin del amor, hace caso omiso de las advertencias de su madre y se lanza de lleno a los brazos de Louis. Se casan y llegan a tener un hijo.
Mientras tanto, Louis, con la seguridad de haber alcanzado su propósito, retoma su antigua relación con Alice sin disimulo alguno. Como la esposa, aunque con evidentes limitaciones, supone cierto incordio en el desfogue libre de las pasiones de los amantes, planean quitársela de en medio llevándola a pasar una temporada al campo. El matrimonio formado por los hermanos de ambos, Patrick y Elisabeth, quienes arrastran problemas económicos, aceptan de buena gana la idea del alojamiento a cambio de una buena suma del dinero que ahora maneja el hombre de la casa.
Lo que va a ser un periodo de tiempo breve, acaba siendo definitivo; y lo que en un principio eran caras largas que hacían para disimular el desagrado por la presencia de la muchacha, acaban por convertirse en sometimiento.
En varias ocasiones su madre ha intentado dar con ella y ha puesto sobre aviso a la policía, pero choca contra un muro.
Le son retiradas sus bonitas ropas (que a Alice recibe con entusiasmo) y durante los años que dura el internamiento ya solo viste con lo puesto, hasta que se deshace en harapos mugrientos. Ha dejado de asearse y de cuidarse el pelo. Se le retira la palabra y la atención que alguna vez, aunque poca, se la diera. Por miedo a que pueda ver a Louis (que vive a muy poca distancia) o que alguien pueda atar cabos, se le prohíbe que salga. También se le prohíbe que esté en los espacios comunes para no desagradar la vista de los otros. Se le sube a su habitación la comida, después de haber comido el resto, siempre cantidades inferiores que no incluyen las piezas más nutritivas, como puede ser carne.
Cada vez se le administra menos alimento, por castigo o por dejadez, y Harriet, hambrienta, se queja a través de los gritos, ante lo cual es golpeada con dureza. En algún momento, su hijo, que da tan poco ruido como ella, muere y se deshacen del cuerpecito.
Hace mucho que los habitantes de la casa han dejado de tener compasión hacia la mujer, a la que han cosificado como el instrumento que les conduce al objeto de deseo y necesidad: el dinero.
Harriet, aislada y sin ningún tipo de estímulo, con el único contacto, con el mundo humano, a través del maltrato y las vejaciones, embrutece como un animal sin raciocinio y se abandona a su destino.
Alarmados cuando deja de mostrar signos de vida, juntos todos los cómplices la llevan a la ciudad para que sea atendida por un médico, alegando malestar repentino. Tras certificar la muerte, la enfermera que va a proceder a lavar el cuerpo, es consciente del maltrato físico y la extrema desnutrición, más allá de la suciedad acumulada y de los piojos que invaden por entero a la desdichada.
Los cuatro desalmados serán llevados a juicio y declarados culpables de diversos cargos, con distintas penas; solo Alice quedó absuelta.
Elizabeth Jenkins estuvo fuertemente vinculada al grupo de Bloomsbury y fue fundadora de la Jane Austen Society. Entre sus obras, han cobrado notable relevancia las biografías de personajes ilustres (de la propia Jane Austen o de Elisabeth I). No obstante, se sentía fascinada, como le sucediera a Agatha Christie, por los crímenes acaecidos en las zonas residenciales, material muy suculento que no se encontraba en las biografías. El misterio de Penge (como se dio en llamar este último suceso) la tuvo absorta, pero no fue el único hecho truculento que reflejara en sus escritos, también lo hizo con La historia del doctor Gully: en fin, gente desvalida que cae en las manos de seres sin un atisbo de humanidad.
Nuestros escritores, obsesionados muchas veces durante largos años con el crimen en cuestión, se citaron con todos aquellos que tenía algo que aportar al caso, incluido el propio perpetrador (cuando esto fue posible), tuvieron acceso al sumario, leyeron documentos legales, consultaron con especialistas de distintas disciplinas, generaron cientos de notas impresas en montañas de papeles.
A lo largo de horas, que se volvieron infinitas, convivieron y soñaron con los detalles más nimios hasta lograr regurgitarlo todo en una suerte de obra maestra, originada por lo más vil del hombre, y así alumbrar un relato a caballo entre el ensayo periodístico y la novela.
El premio bien lo merece: la ovación del público.