A mediados de diciembre de 2023, fui invitado como co-conferencista en el evento El aporte histórico de la OET: remembranzas de 60 años, junto con el renombrado biólogo Pedro León Azofeifa; tuvo lugar en la sede local de dicha entidad, en el campus de la Universidad de Costa Rica (UCR). Ello obedeció a que el año pasado la Organización para Estudios Tropicales (OET) u Organization for Tropical Studies (OTS) alcanzó su 60 aniversario, y las nuestras representaron el cierre de un ciclo de conferencias organizadas durante el año.
Como lo expresé esa tarde, aparte de sentirme muy honrado con dicha invitación, también lo fue compartir el podio con Pedro, colega por quien he sentido un profundo afecto y admiración desde siempre. De ello dejé constancia en mi artículo “¿Cabeza de…, León?”, que publiqué hace 19 años en el diario La República (12-V-05, p. 16), cuando él fue galardonado como miembro de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. Y, aunque tomamos rumbos muy diferentes, él en el campo de la biología molecular, y yo en el de la entomología agrícola y forestal, hemos confluido en instancias y ámbitos pertinentes a la conservación del ambiente y al desarrollo científico del país. Una expresión de esto fue la elaboración del artículo “La biodiversidad de Costa Rica en dos siglos de vida independiente, y una mirada hacia el tricentenario” que, encabezado por nuestro común y entrañable colega y amigo Rodrigo Gámez Lobo, publicamos en la Revista del Archivo Nacional de Costa Rica (2021, No. 85), con ocasión de la celebración del bicentenario de nuestra independencia.
Ahora bien, en cuanto a nuestras charlas de esa tarde, Pedro se refirió a los primeros años de la OET, no solo con su notable habilidad expositiva, sino que también con gran conocimiento de causa, pues durante seis años (1998-2004) fungió como presidente de la Junta Directiva de esta entidad. Por mi parte, con gusto acepté hacerlo, porque en los últimos años me he dedicado a investigar acerca del desarrollo histórico de nuestras ciencias naturales, y porque con la OET —aunque ocasional—, he tenido una relación muy positiva, no solo en mis años de estudiante, sino que también como profesional. Fue por eso que a mi conferencia —de apenas media hora, y que fue más bien una especie de «divertimento»— la intitulé Una opinión acerca del significado histórico de la Organización para Estudios Tropicales en Costa Rica, más algunas remembranzas personales.
Es a ella a la que deseo referirme en sus aspectos esenciales, para que mis palabras de esa inolvidable tarde no se las lleve el viento y caigan en el desolado fondo del olvido.
Un vistazo al siglo XIX
En realidad, para entender a cabalidad el surgimiento, al igual que el significado histórico de la OET, es ineludible dar una mirada en retrospectiva al siglo XIX, pues fue a mediados de dicha centuria cuando arribaron a Costa Rica los primeros naturalistas europeos.
Algunos de ellos fueron transeúntes, pero hubo cuatro que se instalaron en el país por períodos de longitud variable y, además, escribieron artículos formales en revistas, o incluso libros, sobre diferentes aspectos de nuestra naturaleza. El primero fue el danés Anders Oersted (1846-1848), quien fue seguido por los alemanes Karl Hoffmann (1854-1859), Alexander von Frantzius (1854-1868) y Helmuth Polakowsky (1875-1876). Asimismo, tras un prolongado interregno —de más de un decenio—, su labor sería continuada y acrecentada por los naturalistas suizos Paul Biolley, Henri Pittier y Adolphe Tonduz, contratados por el gobierno de Bernardo Soto Alfaro, durante la Reforma Liberal de 1885-1889.
A su vez, estos esfuerzos pioneros fueron ampliados y enriquecidos con la monumental obra Biología Centrali-Americana, que fue una iniciativa de los ingleses Frederick D. Godman y Osbert Salvin, y que quedó plasmada en 67 volúmenes, publicados en un intervalo de 36 años (1879-1915), escritos por numerosos especialistas europeos y estadounidenses. Además, se vieron favorecidos por una alianza establecida en 1862 por von Frantzius con el Instituto Smithsoniano —restringida a aves y mamíferos—, la cual también permitió la formación de José Cástulo Zeledón como el primer naturalista costarricense, a quien le correspondió actuar como una especie de eslabón o puente entre los naturalistas alemanes y suizos ya citados.
Asimismo, esto incidiría en la fundación del Museo Nacional, en 1887, como un espacio de encuentro e intercambio de conocimientos entre los consagrados y los noveles científicos de entonces (Zeledón, Juan José Cooper Sandoval, Anastasio Alfaro González, José Fidel Tristán Fernández, Otón Jiménez Luthmer y Alberto Manuel Brenes Mora), lo cual propició la institucionalización de las ciencias biológicas en el país. Ya en el siglo XX, ésta culminaría en 1957, con la fundación del Departamento de Biología en la UCR, convertido en 1974 en la actual Escuela de Biología, que hizo posible la formación de biólogos con énfasis en botánica, zoología, genética o ecología.
Acerca de este proceso, el lector puede consultar tres artículos míos recientes, publicados en revistas académicas: “Las rutas históricas del desarrollo de las ciencias biológicas en Costa Rica” (2022), “Naturalistas y científicos extranjeros influyentes en el desarrollo de las ciencias biológicas en Costa Rica” (2023) y “Los pioneros de la entomología en Costa Rica” (2023). El primero apareció en Herencia, y los otros dos en la Revista de Biología Tropical.
Surgimiento y vigencia de la OET
Aunque, con la creación del Museo Nacional se inició un flujo continuo de botánicos y zoólogos extranjeros —sobre todo estadounidenses—, ello no ocurrió de manera sistemática ni articulada, sino más bien aleatoria.
No obstante, esta situación cambió de manera radical con el surgimiento de la OET —cuya acta de nacimiento data del 5 de marzo de 1963, en Florida—, como un consorcio académico de siete universidades estadounidenses y la UCR. De ello da fe el artículo “Un recuento de la historia de la biología en Costa Rica, en la voz del Dr. Rafael Lucas Rodríguez Caballero” (Herencia, 2023) que, aunque elaborado por mí, su médula corresponde a un invaluable texto casi desconocido —una conferencia ofrecida en agosto de 1972— de ese insigne científico y educador, quien a su vez fue coartífice de la creación de la OET.
En dicho texto, don Rafa —como se le conocía en el ámbito universitario— narra los primeros intentos por crear un ente educativo orientado al estudio profundo de la naturaleza neotropical, pero la idea no cristalizaría sino hasta 1963. Fue por esos tiempos que confluyeron en un mismo propósito dos científicos realmente excepcionales, así como hábiles gestores en el mundo de la ciencia: él, como director del Departamento de Biología de la UCR, y Jay M. Savage, por entonces profesor en la Universidad de Southern California. Botánico don Rafa y herpetólogo Savage, tan contrastantes especialidades no fueron óbice para que sus mentes convergieran en cuanto al planeamiento y la concreción de un proyecto muy original e innovador en el mundo tropical. En efecto, se trataba de una aventura académica unificadora e integradora en su enfoque, así como de gran alcance científico.
Esa aventura se materializó en la OET, cuyo primer gran logro es haber alcanzado 60 años de existencia, es decir, una inusitada perdurabilidad, pues para entidades como estas —que no tienen fondos permanentes garantizados—, es sumamente difícil mantenerse en el tiempo. Gracias a quienes han sabido conducir sus destinos, así como a aquellas personas y agencias filantrópicas que han aportado fondos para su financiamiento, la trayectoria de la OET ha sido muy fructífera, a pesar de haber enfrentado situaciones realmente adversas en ciertas épocas.
Desde el punto de vista administrativo y logístico, aunque a lo largo de su historia su sede administrativa estuvo en edificios alquilados, ya en San Pedro de Montes de Oca o en Moravia, desde el 14 de mayo de 2004 se localiza en un hermoso edificio, dentro de la Ciudad de la Investigación de la UCR. Asimismo, cuenta con tres estaciones biológicas en el territorio nacional, en zonas ecológicas contrastantes: La Selva (Sarapiquí), Palo Verde (Guanacaste) y Las Cruces, Jardín Botánico Wilson (San Vito).
La OET como un parteaguas
Cuando uno analiza la historia de las ciencias biológicas en Costa Rica, se percata de que, por más de un siglo, la investigación tuvo un sesgo hacia aspectos puramente taxonómicos, tanto de la flora como de la fauna. Esto era lógico, pues los investigadores extranjeros venían al país atraídos por su muy rica biodiversidad, que incluía no solo el asombroso número de especies que lo caracterizan, sino que también las singulares adaptaciones anatómicas y fisiológicas, relaciones simbióticas, comportamientos, sistemas de polinización, etc., que, a veces por insólitas, parecieran pertenecer al ámbito del surrealismo. Pienso que, millones de años antes de que emergiera esta corriente pictórica y literaria, en el mundo natural —y, en particular, el tropical— la flora y la fauna ya habían sobrepasado casi todos los límites de la imaginación.
Por tanto, en su afán de descubrir y describir las inefables formas y fenómenos con que se topaban a cada paso que daban en nuestras selvas y costas, o al bucear en sus mares, los investigadores extranjeros centraron sus esfuerzos en inventariar miles de especies de plantas y animales, sin necesariamente profundizar —por falta de tiempo y de recursos económicos— en las tramas de relaciones ecológicas, tanto estructurales como funcionales, de las que dichas especies forman parte, y menos aún en aspectos pertinentes a las relaciones genéticas o evolutivas de los grupos taxonómicos de su interés. Pero todo esto cambiaría con la OET.
Ahora bien, sí hay que tener claro que las expectativas originales de la OET eran de carácter docente. Así se percibe con meridiana claridad en el ya citado artículo de don Rafa, quien, al referirse a la génesis de la OET, relata lo siguiente:
Esto arrancó de la lucha de casi diez años de un profesor de la Universidad de Michigan, que se llamó Norman Hartweg, quien soñaba con la instalación de un plantel de investigación de ciencias en el trópico. Luchó por establecerlo en el sur de México, donde se le desdeñó y quedó totalmente desanimado. Sin embargo, en una oportunidad llegaron a Costa Rica unos estadounidenses, que venían a estudiar la posibilidad de dar cursos de verano para profesores de su país. Para entonces estaba John de Abate Jiménez en el Departamento [de Biología], y él y yo hicimos amistad con este grupo, y por espacio de tres años realizamos cursos intensivos de biología tropical para profesores universitarios estadounidenses. Al año siguiente de comenzar, en 1962, promovimos una conferencia continental, con la participación de muchos países de América, desde Estados Unidos hasta la Argentina, con el fin de aunar esfuerzos para el estudio del trópico, y de esa reunión nació la Organización para Estudios Tropicales.
En realidad, esos primeros esfuerzos por familiarizar a profesores estadounidenses con el mundo tropical tomaron otro cariz, y muy pronto evolucionaron hacia la oferta de un curso de postgrado en inglés, tanto para estudiantes estadounidenses como latinoamericanos. Dicho curso se intituló Tropical Biology: An Ecological Approach (Biología Tropical: Un Enfoque Ecológico), aunque también se le ha denominado Fundamentals of Tropical Ecology. Si bien se dice que se inició en 1963, el verdadero curso no comenzó sino hasta 1965, según me lo indicó Daniel Janzen en estos días. Debido a su innegable éxito, se ofrece hasta hoy, junto con otros cursos de posgrado y grado surgidos en años más recientes.
Desde sus albores, ese curso clásico o fundacional fue concebido como de investigación en el campo, a tiempo completo, durante dos meses, de manera intensiva. Sin embargo, dos brillantes jóvenes que lo habían tomado, Daniel Janzen y Norman Scott, le insuflaron un original enfoque metodológico, basado en la realización de experimentos cortos. Para ello, cada estudiante debía observar algún hecho o fenómeno que le llamara la atención, plantearse una pregunta inteligente al respecto, convertirla en una hipótesis, y determinar la veracidad de ésta mediante un experimento realizable en unas pocas horas de trabajo de campo. Por cierto, ellos provenían de disciplinas muy disímiles, de la entomología el primero, y de la herpetología el segundo; Daniel fue discípulo del célebre Ray F. Smith —uno de los proponentes del paradigma del manejo integrado de plagas— en la Universidad de California, en su campus de Berkeley, mientras que Norman lo fue del ya citado Savage, en la Universidad de Southern California.
Como lo afirmo en uno de los artículos académicos que cité al inicio de este artículo: «desde el punto de vista de la enseñanza de las ciencias biológicas, esos cursos intensivos de biología de campo representaron una especie de parteaguas o hito, vale decir, “un antes y un después” en la forma de percibir y entender la naturaleza tropical, y desde entonces ese enfoque y esa metodología las hemos aplicado a nuestros estudiantes durante nuestra vida académica». Esto último es muy satisfactorio para mí, pues algunos de mis estudiantes extranjeros en la Universidad Nacional (UNA) o el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), años después me comunicaron cuán enriquecedora y gratificante fue esa experiencia académica, la cual ellos también replicaron con éxito en sus labores docentes.
Ahora bien, en determinado momento, las labores de la OET empezaron a trascender el ámbito docente, para también incentivar las actividades de investigación en ecología tropical. En efecto, con el paso de los años, y gracias al mejoramiento y modernización de su infraestructura, las estaciones de la OET se convirtieron en entornos ideales para el desarrollo de proyectos de largo plazo, gestados por profesores de algunas universidades estadounidenses, y financiados por diversas entidades. Esto ha permitido que sus estudiantes de postgrado realicen ahí las investigaciones para sus tesis, con lo cual se han logrado extraordinarios avances en el entendimiento de los complejos fenómenos y mecanismos que determinan la abundancia, la estructura, la funcionalidad, la distribución, la persistencia y la evolución de la biota tropical, así como sus interrelaciones con el entorno físico.
Por ejemplo, solamente en La Selva —la más antigua de las estaciones, y otrora perteneciente al célebre ecólogo Leslie R. Holdridge—, las investigaciones ahí realizadas han producido más de 4500 publicaciones, lo que permite afirmar que es uno de los sitios tropicales del planeta mejor estudiados. Es pertinente resaltar que estas y muchas otras publicaciones corresponden a artículos aparecidos en revistas científicas de muy alto nivel, al igual que a capítulos de libros, libros completos y otros tipos de documentos. Por cierto, toda esta información está sistematizada en la excelente base de datos BINABITROP —patrocinada por la OET—, así como disponible en Internet para cualquier usuario interesado.
Mi relación con la OET
Antes de continuar, aclaro que no pretendo reseñar aquí la historia de la OET —pues no soy quién para hacerlo—, sino relatar algunas remembranzas personales, como lo señalé al inicio.
Al respecto, por fortuna, se cuenta con tres excelentes publicaciones. La primera corresponde a un capítulo del libro Tropical rainforest diversity and conservation, escrito por Donald E. Stone —uno de sus directores, por largo tiempo—, el cual se intitula The Organization for Tropical Studies (OTS): a success story in graduate training and research (1988). La segunda es el artículo “Evolution of the Organization for Tropical Studies” (Revista de Biología Tropical, 2002), de Leslie J. Burlingame. La tercera es otro artículo, “The Organization for Tropical Studies: History, accomplishments, future directions in education and research, with an emphasis in the contributions to the study of plant reproductive ecology and genetics in tropical ecosystems” (Biological Conservation, 2021), escrito por Oscar Rocha y Elizabeth Braker. ¡Ojalá algún día se escriba un libro completo sobre la historia y los logros de la OET!
Ahora bien, en cuanto a mis remembranzas, debo indicar que mi relación con la OET ha sido discontinua y hasta intermitente a lo largo de medio siglo, pero siempre muy positiva.
Todo empezó cuando, por tratarse de un curso de postgrado, recién obtenido el bachillerato universitario en Biología —que completé a fines de 1973—, al comenzar el siguiente año, en el verano o estación seca de 1974, fui aceptado en el curso de Ecología de Poblaciones, al cual me referiré en detalle después.
Gracias a mi desempeño en dicho curso, en el verano del año siguiente sus coordinadores, el herpetólogo Douglas Robinson, el ornitólogo Gary Stiles y el ecólogo Sergio Salas —profesores en la UCR— me nombraron como su asistente, cuando frisaba yo los 22 años de edad. Además, salvo Douglas, ellos me conocían desde antes. Al respecto, en el verano de 1973 fui asistente de Sergio en el curso de Historia Natural de Costa Rica, como lo narro en el artículo “Sergio Salas, mentor y amigo” (Nuestro País, 20-II-2018), mientras que en el segundo semestre de 1974 había tomado el curso de Comportamiento Animal con Gary.
En virtud de mi responsabilidad como asistente, me correspondió ir a acondicionar un aula de la Escuela La Julieta, en Parrita, y un aposento en la estación de Palo Verde, como espacios de trabajo para los estudiantes. Llevábamos estereoscopios, microscopios, balanzas, jaulas de madera y vidrio, cajas entomológicas, reactivos químicos y una muy selecta biblioteca. Además, en varios baúles de madera acarreábamos gran cantidad de frascos de vidrio —para preservar especímenes de animales invertebrados y pequeños vertebrados—, binoculares, trampas, prensas para plantas, cuadrículas de alambre, redes de niebla, redes para capturar insectos, termómetros, higrómetros, cronómetros, contadores manuales, cintas métricas, sueros antiofídicos, etc. Para ello, yo contaba con la imprescindible ayuda de algún chofer de la OET, como Edgar Murillo y Jessie James, tico este último, pero con nombre parecido al del legendario bandolero del Viejo Oeste, y que dio origen a una marca de bluyins por entonces muy afamada.
Fueron varias las anécdotas vividas con ellos. Por ejemplo, en ruta hacia Guanacaste, a la camioneta se le pincharon tres llantas —de desgastadas que estaban—, y no había dinero para comprar nuevas, ante lo cual Edgar, después de llamar a la OET tres veces el mismo día y agenciárselas con Jorge Campabadal Madrigal —por entonces director residente— y su eficiente secretaria Flor Torres Acosta, debió recurrir a no recuerdo qué artimañas para que se las vendieran de fiado, mientras que la otra se pudo reparar. Asimismo, con Jessie, el maltrecho yip Land Rover de la OET nos falló, y tuvimos que dejarlo en un taller en Quepos, así como pedir aventón a un camión repartidor de muebles y aparatos electrodomésticos. En pleno verano, por la retorcida y apenas lastreada carretera hacia Puriscal, tuvimos que permanecer sentados en el piso del cajón hermético del camión, con los traseros maltratados de tanto brinco, sofocados y tragando polvo, así como atentos a que ninguno de aquellos enseres —que en las curvas y pendientes se querían desatar de los mecates con que estaban amarrados— nos fuera a golpear.
Superados estos avatares, lo realmente lindo vendría después, con el auxilio a los estudiantes —provenientes de varios países latinoamericanos—, al transportarlos en carro hasta los sitios de experimentación, así como ayudarles en aspectos logísticos para sus proyectos. No obstante, Douglas, Gary y Sergio no solo me honraron con elegirme como asistente de tan importante curso, sino que además me pidieron que diseñara dos experimentos de campo, para que los estudiantes los efectuaran, lo cual me demandó mucha imaginación, al igual que bastantes días de trabajo, debido a mis dudas acerca de si llenaría las expectativas de ellos y de los estudiantes. Eso fue en 1975, como lo indiqué previamente, pero en 1976 me solicitaron lo mismo, más una charla acerca de los fundamentos ecológicos del control biológico de plagas, dado que a mediados de ese año había tomado el Curso Internacional de Control Biológico, en México, gracias a una beca de la Organización de Estados Americanos (OEA).
En realidad, movido por el impulso interno de servir mejor a la sociedad como profesional, para entonces ya había definido que —no sin dolor— me alejaba de la biología básica o «pura», para incursionar en la biología aplicada a la agricultura y la silvicultura. Ese sería mi campo de especialización, que se cimentaría al obtener el doctorado en Entomología, con énfasis en manejo integrado de plagas, en la Universidad de California, en su campus de Riverside.
Un singular curso de campo
Conviene destacar que, aunque la OET ofrecía su curso clásico, Douglas Robinson sentía la necesidad de que se creara un curso análogo, pero enseñado en español, pues muy pocos estudiantes latinoamericanos tenían solvencia en inglés. Por tanto, en 1971, y a título individual, se atrevió a dictar el curso Dinámica de Poblaciones, exclusivo para estudiantes de la UCR. Por cierto, en el concepto «dinámica» convergen los cuatro grandes factores (natalidad, inmigración, mortalidad y emigración), que determinan el curso de las poblaciones vegetales y animales en el tiempo, el cual se expresa en su abundancia, distribución y persistencia. Lo poco que conozco de esta tentativa lo debo al entrañable amigo y colega Freddy Pacheco León, quien fue uno de los que tomó ese curso, el cual tuvo mucho de «experimental» o «piloto».
Insistente en sus proyectos, esta experiencia pionera le permitió a Douglas hacer un nuevo intento tres años después, pero ahora acompañado por los ya citados Gary Stiles y Sergio Salas como cómplices. Estos conocían bien la metodología empleada en la OET pues, mientras cursaba el postgrado en la Universidad de California, en el campus de Los Ángeles, Gary había tomado el primer curso de la OET, en 1964, mientras que Sergio lo matriculó en 1967.
A ellos tres se sumó un selecto grupo de científicos, tanto nacionales (Carlos Valerio Gutiérrez y Carlos Villalobos Solé) como extranjeros; estos últimos fueron el mexicano José Sarukhán y el venezolano Ernesto Medina, más los estadounidenses Robert Hunter, Monte Lloyd, Gary Hartshorn, George Powell y Leslie Holdridge. Este curso se denominó Ecología de Poblaciones, y fue el que tomé yo. De Costa Rica, los estudiantes fuimos Olga Méndez Arburola, Julio Sánchez Pérez y yo, más la española Rafaela Sierra Ramos —residente en el país—, así como los extranjeros Gustavo Ramos Estrada (Guatemala), Amado Suazo Velásquez (Honduras), Pedro E. Falco González (Colombia) y Carmelina Flores de Lombardi (Venezuela).
Como una simpática curiosidad, para entonces el costo de la matrícula correspondía a ₡ 515, equivalentes a US$ 50. Ahora suena cómico y casi prehistórico, pero a los estudiantes extranjeros les informaban que desde el aeropuerto Juan Santamaría podían desplazarse en autobús hasta el centro de San José por ₡ 1,50, pero si preferían tomar un taxi hasta al hotel Holland House —cerca de la UCR, donde se les albergaría—, la tarifa era de ₡ 28. Estas abismales diferencias no obedecen solo al tipo de cambio per se —de ₡ 8,54 a inicios de 1974, y hoy de unos ₡ 500 por dólar—, sino especialmente al desmesurado aumento en el costo de la vida en Costa Rica; al respecto, hace poco tomé un taxi del aeropuerto a mi casa, en San Pablo de Heredia, y me cobraron $ 40 por apenas 11 km de recorrido, en tanto que la UCR está a 23 km del aeropuerto. Pero, bueno…, dejemos de lado las cosas desagradables, y pasemos a lo bonito de la enriquecedora experiencia vivida en el curso de la OET.
Efectivamente, como parte del pensum académico, a diferencia de muchas carreras en la UCR —que se basan exclusivamente en clases teóricas—, en la de Biología siempre hubo actividades de carácter práctico, para complementar la teoría que se nos enseñaba. Normalmente comprendían extensas jornadas de laboratorio o giras al campo, estas últimas los fines de semana, para que no interfirieran con los ajustados horarios de los días hábiles.
Sin embargo, Ecología de Poblaciones era muy diferente de todo lo vivido hasta entonces, pues era un curso intensivo en el campo. Focalizado en entender in situ las interacciones entre plantas y animales, en el contexto de ecosistemas particulares y contrastantes, durante casi dos meses pudimos ascender desde las planicies del Pacífico Sur, al nivel del mar, hasta el páramo de Talamanca, a casi 3500 m de altitud. Para ello, estuvimos poco más de una semana en cada una de las siguientes localidades: Parrita, Palo Verde, La Selva, Monteverde y el Cerro de la Muerte; a ellas se sumó una visita al CATIE, en Turrialba.
Es pertinente indicar que en Palo Verde y La Selva nos instalamos en las estaciones de la OET, donde se contaba con dormitorios con camarotes, servicio de comedor, y un amplio salón para trabajar, colocar el equipo, los instrumentos y la biblioteca, y en el cual también tenían lugar las conferencias, debates, etc. No obstante, para las demás localidades hubo que recurrir a lo que hubiera disponible. Por ejemplo, para trabajar en Parrita usamos como sede el pequeño hotel de la Compañía Bananera, en Quepos, donde nos facilitaron un salón; en Monteverde, nos prestaron la escuela —pues los niños estaban de vacaciones—, y nos hospedamos en dos o tres casas de familias cuáqueras, que funcionaban como pensiones; finalmente, para estar cerca del Cerro de la Muerte, nos albergamos en el hotel La Georgina, en Villa Mills, donde nos permitieron usar una pequeña sala para las actividades del curso.
En realidad, esta fue una experiencia formativa inédita. En efecto, durante casi dos meses permanecimos totalmente inmersos en la naturaleza, mientras que, a un incesante ritmo, realizábamos diversas actividades, que se complementaban de manera óptima. Sin duda, las más importantes eran los experimentos de campo, de los cuales había dos modalidades: proyectos de grupo —preparados por los profesores coordinadores o por los especialistas invitados— y proyectos individuales. Estos últimos eran concebidos por cada uno de los estudiantes, pero cada anteproyecto debía ser sometido a la aprobación de los compañeros y los profesores, lo que suscitaba discusiones nada benévolas, a veces bastante caldeadas. Y, por supuesto, durante esos dos meses no hubo un solo anteproyecto que se librara de ser modificado y replanteado, además de que no pocos terminaron en el cesto de la basura. «¡Critiquen, critiquen, critiquen!», era la consigna de nuestros profesores —auténticos mentores—, pues su propósito era contribuir a formar mentes críticas y creativas.
Obviamente, una vez efectuados los experimentos, iniciados desde muy temprano y finalizados antes del mediodía, los resultados debían ser analizados en términos estadísticos y biológicos, como paso previo a la elaboración del informe final y su presentación ante el grupo. Esto se hacía por las tardes, pero a veces el tiempo era insuficiente, por lo que se debía trabajar hasta altas horas de la noche, aunque hubiera que madrugar al día siguiente. Y, ya una vez presentado el informe final ante el grupo, en este segundo tamiz imperaba de nuevo la crítica, pues nuestros profesores se regían por el principio y la convicción de que es la crítica objetiva y sana el mejor proceder para depurar y perfeccionar cualquier obra. ¡Cuánto sufrimos, porque pensar duele! Pero, ¡¡¡cuánto aprendimos!!!
Ahora bien, este adiestramiento de carácter práctico era complementado con ricas conferencias de naturaleza teórica, impartidas casi todas las noches por los profesores y los expertos invitados. Además, a veces se tenía la oportunidad de interactuar con investigadores reputados, al igual que con estudiantes que trabajaban en sus tesis de doctorado, como parte de proyectos de largo plazo de dichos tutores en las estaciones de la OET. Es decir, durante esos dos meses pasábamos sumergidos, literalmente, en teoría ecológica y en hallazgos de campo recientes, generados in situ, por lo que el curso fue una auténtica experiencia vivencial, como lo manifesté en uno de mis artículos citados al principio.
Para concluir esta sección, cuando Douglas murió, escribí una especie de obituario en la prensa (Semanario Universidad, 28-VI-91, p. 4), en el cual resumí lo que, en esencia, fue el curso de Ecología de Poblaciones. En él expresé que Douglas «nos trasladó a los montes, y con Gary Stiles y Sergio Salas nos puso a trabajar, en jornadas de más de quince horas diarias durante dos meses, para estudiar la ecología de las poblaciones naturales. El curso fue una expurgación de lo libresco, del reportecito fácil, de la biología de folletín. Ahí, entre la extenuación, nacimos como ecólogos».
Una huella realmente indeleble
Aunque, como lo indiqué en páginas previas, ya en 1975 había decidido enrumbarme hacia la entomología aplicada, la formación que me dejó el curso me reafirmó la noción de que el manejo de plagas agrícolas y forestales de ninguna manera está disociado de la ecología de las poblaciones y comunidades naturales. De hecho, bien sabemos que la presencia de plagas es en sí misma la expresión de desbalances poblacionales en los agroecosistemas.
Por ello, desde entonces sentí la necesidad de acrecentar mi formación en el campo ecológico. Fue así como en el propio 1975 aproveché para tomar el curso Ecología Avanzada, dictado por Gary Stiles y Susan Smith —ofrecido una sola vez, creo—, así como dos seminarios en 1976, intitulados Competencia y Depredación, ambos a cargo de Carlos Villalobos. Además, mi tesis de licenciatura versó sobre relaciones planta-insecto, al estudiar por dos años consecutivos la fenología y la polinización por dípteros de la planta de patito (Aristolochia grandiflora); fue dirigida por Gary, mientras que los demás miembros del Comité de Tesis fueron Sergio, Carlos Valerio, Carlos Villalobos y el Dr. Luis A. Fournier Origgi, profesor de los cursos de Ecología Vegetal, Botánica Forestal y Métodos de Investigación.
Posteriormente, a inicios de 1979, al comenzar el postgrado en la Universidad de California, era obligatorio tomar el curso Ecología de Insectos. Esa vez fue impartido por Dac A. Crossley, profesor visitante de la Universidad de Georgia, quien había sido discípulo del célebre ecólogo Eugene P. Odum. Después de asistir a clases por un par de semanas, el curso me pareció muy básico, por lo que solicité a la División de Estudios de Postgrado que me relevaran de tomarlo y me reconocieran en su lugar el de Ecología de Poblaciones. Por fortuna, ello ocurrió con presteza, dada la alta reputación de la OET en el ámbito académico en EE. UU.
En trimestres posteriores me matriculé en Ecología de Poblaciones de Insectos, dictado por Robert F. Luck y, por interés propio, asistí como oyente al de Introducción a la Ecología de Poblaciones y Comunidades, que impartía Clay A. Sassaman en el Departamento de Biología. Asimismo, después de tomar Cálculo I y Cálculo II, asistí como oyente a los cursos de Ecología Matemática y Genética de Poblaciones, a cargo de Richard F. Green y Charles E. Taylor, respectivamente, de los cuales debí desertar, pues no daba abasto, entre mis cursos obligatorios y las labores de investigación para mi tesis. Por cierto, esta última fue de carácter completamente agroecológico, al analizar en el tiempo y el espacio las fluctuaciones poblacionales del lepidóptero Heliothis virescens, cuya larva es una seria plaga del algodón y otros cultivos.
Fue así como, con una sólida formación en entomología ecológica, a mi regreso al país, por varios años me correspondió impartir los cursos de Ecología General y Manejo de Enfermedades y Plagas Forestales, para la carrera de Ingeniería en Ciencias Forestales, en la Escuela de Ciencias Ambientales, en la UNA. Asimismo, tuve la oportunidad de dictar el curso Ecología de Poblaciones Animales, al igual que Análisis y Combate de Vertebrados Plaga, para la Maestría en Manejo de Vida Silvestre, también en la UNA. Posteriormente, al mudarme al CATIE, por casi 20 años tuve a cargo el curso Manejo Agroecológico de Insectos Plaga, dentro de la Maestría en Fitoprotección. Además, de las 66 tesis en que me correspondió participar como director o como miembro de Comité —ya fuera de licenciatura, maestría y doctorado—, todas se refirieron al conocimiento y las aplicaciones de aspectos ecológicos clave para manejar plagas agrícolas o forestales sin causar efectos adversos al ambiente.
Es oportuno mencionar que, durante mis años de docente e investigador en la UNA, varias veces fui invitado por la OET como conferencista en el curso Ecología de Poblaciones, en temas como la estacionalidad de insectos en ambientes tropicales, el herbivorismo en insectos, algunas relaciones insecto/planta, y las aplicaciones prácticas del conocimiento de las interacciones depredador/presa y parasitoide/hospedante, lo que me permitió retornar a sitios añorados, como La Selva, Palo Verde y Monteverde. Además, cuando en 1985 se decidió ampliar la oferta académica e instaurar el curso Agroecology, me solicitaron ser miembro del comité gestor de tan relevante proyecto académico, al lado de los reputados científicos Robert Hart, Jack Ewel, Barbara Bentley, Rodrigo Gámez, Steve Gliesmann, Steve Risch, y uno o dos más que escapan a mi memoria. Asimismo, fui conferencista en la primera versión de dicho curso y varias veces más, al igual que cuando el curso se impartió en español, con el título Agroecología.
En síntesis, el original y sugerente abordaje ecológico aprendido y asimilado en aquel memorable verano de 1974 —hace exactamente medio siglo—, moldeó mi mente de manera indeleble, y marcó para siempre mi vida profesional.
Para concluir, lo hasta ahora narrado y una que otra anécdota más, fue lo que evoqué con Pedro León aquella tarde decembrina del año pasado, permeada por los frescos vientos alisios de la época navideña, cuando el alma es más sensible a la rememoración y a la gratitud. Por tanto, aproveché tan sin igual ocasión para agradecer todo cuanto recibí de la OET y de mis mentores. Y, para que no haya riesgo de que mi tributo se esfume, aunque Douglas y Sergio ya no están con nosotros, Gary —hoy con 81 años— reside en Colombia, y los amigos Daniel Janzen y Norman Scott tienen 85 y 89 años, respectivamente, en estas páginas dejo constancia y reafirmo lo imperecedero que ha sido en mí su legado formativo, el cual también traté de infundir en quienes por más de 30 años fueron mis discípulos. ¡Muchas gracias!