Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas, y toda cosa esconda otra.
(Italo Calvino, Las ciudades invisibles)
Rosario, situada a 300 kilómetros al noroeste de Buenos Aires, en la provincia de Santa Fe, es la tercera ciudad más grande de Argentina. Su historia está marcada por destacadas figuras que han dejado huella en el acervo cultural del país: el Che Guevara, Fito Páez y Lionel Messi. Actualmente, la ciudad atraviesa una escalada de violencia inusitada que tuvo su punto más álgido la primera semana de marzo. Durante esos días, sicarios comandados por bandas narcotraficantes cometieron cuatro asesinatos, a sangre fría, a ciudadanos: un joven trabajador de una gasolinera, dos taxistas y un conductor de autobús.
Esa semana se suspendieron las clases, no hubo transporte público y la ciudad amaneció paralizada. En los centros de salud y hospitales se cancelaron los turnos programados y sólo se atendían emergencias. Estos hechos marcaron un punto de quiebre en una ciudad asediada por el miedo, que ostenta obscenamente el lugar donde la tasa de homicidios en Rosario quintuplica la que hay a nivel nacional, muestra sin tapujos la desigualdad social y exhibe contrastes propios de un sistema excluyente y violento.
Históricamente, Rosario ha sido una ciudad reconocida por la calidad de sus políticas públicas; por acoger a sus habitantes; por su tamaño “ideal”; por ser cuna de importantes figuras culturales, desde músicos y escritores hasta deportistas y artistas, entre otros atributos atractivos.
Esa imagen de ciudad está desvaneciéndose, dejando espacio para la percepción de un Rosario, ciudad bastarda, desgarrada y despojada de su esencia.
El aumento de las desigualdades, los crímenes narco, el abandono de los proyectos culturales y el fuego en los humedales convirtieron la vida urbana en un escenario de disputas violentas con distintos gradientes. Hoy el miedo perfila el uso de los espacios públicos y define el pulso de la ciudad como una continuidad del aislamiento de la pandemia.
(Lila Siegrist)
Los estudios sobre los orígenes inciertos de nuestra ciudad sugieren que Rosario es una ciudad puerto que surge como un punto de tránsito, inicialmente habitada por traficantes y comerciantes. Parafraseando al escritor Marcos Mizzi: Rosario está estructurada sobre el crimen, con un pasado rufianesco y prostibulario (en su momento se ganó el mote de “la Chicago argentina”). Y, hoy es la ciudad como eje del mal, no tiene fecha de fundación y, eso de algún modo, hace que esté en una constante búsqueda de su identidad.
De acuerdo con Popeanga Chelaru (2002), la ciudad en tanto espacio mítico se erige a través de una constelación de discursos en pugna. En Rosario conviven simultáneamente y como dos caras de la misma moneda estas dos ciudades en una: la ciudad de las crónicas periodísticas amarillistas, que se hace eco de la violencia urbana; y la ciudad evocada por aquellos y aquellas que creemos y apostamos por un espacio vivible y habitable.
Roland Barthes (1970) habla de la existencia de una semiótica urbana, que permite una lectura significativa de la ciudad, así como la comprensión de lo urbano como discurso. En ese sentido, la ciudad puede ser entendida un como texto que se reescribe constantemente, como en el clásico Las ciudades invisibles de Italo Calvino (1972).
Mi querida colega Florencia Bottazzi reflexiona frente a este panorama acuciante y afirma: “Una ciudad que parece inabordable por violenta, imposible de gestionar porque los demás no hacen su parte. La ciudad de la resignación, traicionando incluso su propia historia, parece cristalizada en lo que fue y no logra sin embargo nacer de otra forma”.
El espacio urbano como lugar antropológico es, para Amalia Signorelli (1999), una red simbólica en permanente construcción y expansión. La ciudad es esa trama de imaginarios y representaciones culturales sobre la vida y el territorio habitado.
Andrés Mainardi en su reciente crónica habla de la dialéctica del desastre y sentencia: “Ante la escalada de violencia, el oficialismo local construyó una lógica de no-gobierno, un discurso vecinal que propone la victimización como respuesta al crimen. Una parte de la oposición, desde su gloria comunicacional, ha construido su propia impotencia: un hilo de Twitter, un reel de Instagram y una salida en radio como respuesta a todo”.
Hay una sensación de estar a la deriva, echados a la suerte. Algo de este sentir recoge Virginia Giacosa, quien como tantos otras y otros intenta poner en palabras la angustia: “Rosario está quieta. Rosario está anestesiada. Rosario está dormida. Rosario está hundida en el desasosiego”. Mientras los medios de comunicación masiva reproducen incesantemente la narrativa de una ciudad sumergida en una ola de violencia sinfín, rosarinos y rosarinas oscilamos entre el recuerdo de una ciudad que supo ser modelo a seguir y la esperanza por un futuro incierto que se desdibuja tras la sensación de estar abandonados a la deriva.
La periodista Silvina Tamous comparte, cuando describe, en esta puta ciudad, su mirada sobre los hechos: “En una ciudad estallada, donde reina el miedo y la angustia, donde muy pocos llegan a fin de mes y hay que juntar unos pesos para prevenirse del estrago de los mosquitos ya que la inyección del dengue cuesta 70 lucas, cuesta andar y sentirse libre. La angustia de la muerte nos atraviesa. Por los trabajadores muertos, por las mujeres, por los chicos sin infancia”. Estas líneas me encontraron desde un lugar íntimo, se trata de una escritura implicada y sentida. Estos fueron días de mucha introspección y a menudo me pregunto: ¿Se puede seguir viviendo aquí? ¿Hay una salida posible a este laberinto en el que estamos inmersos? ¿Qué ciudad quiero para mi familia, para mis hijos?
No encuentro una respuesta. Pienso en mis ancestros que vinieron en su mayoría de Europa huyendo de las guerras y hambrunas, buscando un futuro mejor…
¿Estamos en medio de una guerra?
Me resisto a verlo de ese modo. Intento que el miedo no me gane la pulseada y vuelvo a la rutina: trabajo, escuela, universidad, plaza, club, colectivo, bares, recitales.
Será que tendré que hacer el duelo de la ciudad de mi infancia, la de la Plaza López, la Plaza Libertad y el Normal 3. También la de la adolescencia: el Club Universitario, el Superior de Comercio, la Florida; y la de mi juventud: la Facultad de Ciencia Política, García y la militancia en Villa Banana. Cuando no encuentro respuestas mi refugio es la poesía. Hace unos días encontré entre mis notas algo que escribí a principios de este año y que me re-conecta de alguna forma con las emociones e imágenes de mi querida ciudad… el río, oscuro y turbulento como la ciudad misma.
Anhelo de sal
Soy un río caudaloso y desbordante
Conviven en mi fluir
Barro y agua cristalina
Calma y remolino
Abismo y correntada
Viajan conmigo restos de un naufragio
Cuerpos en descomposición
Fragmentos de juventud
Oscilo entre el fondo y la superficie
Y me pierdo en las noches cerradas
Brillo con la luna
Observo las estrellas
Y sueño con el mar(Paula Negroni, 2024)
Bibliografía Consultada
Barthes, Roland (1971). Elementos de semiología. Alberto Corazón Editor. Madrid.
Bottazzi, Florencio, La ciudad fragmentada
Calvino, Italo (1972). Las ciudades invisibles. Editorial Einaudi. Torino.
Mainardi, Andrés. Los dias en Rosario
Popeanga Chelaru, Eugenia (2002). Historia y poética de la ciudad. Nota introductiva.
Revista de Filología Románica, 11-24.
Signorelli, Amalia (1999). Antropología urbana. Editorial Antrophos. Barcelona.
Salle, Siegrist y Alarcón (2019). Rosario. Una ciudad anfibia. Crónicas contemporáneas. Editorial Mansalva. Buenos Aires.